Read Una profesión de putas Online

Authors: David Mamet

Tags: #Ensayo, Referencia

Una profesión de putas (25 page)

BOOK: Una profesión de putas
2.06Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Mi generación creció en una época en que la agresión feroz y constante, públicamente admitida, se convirtió en la norma de nuestra política exterior. Cambiamos el nombre del Ministerio de la Guerra para llamarlo Ministerio de Defensa, y nos dedicamos a hacer la guerra de manera continua, pero llamándola defensa, hasta el punto de que ahora dudamos de que exista una cosa llamada defensa y nos preguntamos sí, en realidad, el verdadero significado de «defensa» no será «agresión».

Hemos llegado a aceptar toda clase de inversiones semánticas, tal como nos advirtió George Orwell.

Y ahora, abrumados por la información, aplastados por la ira y con una sensación de completa impotencia, nos sentimos incapaces de hacer otra cosa que no sea someternos a la atrocidad ficticia de tumo, ya se trate de un nuevo funcionario psicópata o de un mono gigante.

Pero yo me pregunto si esto es necesario. Me pregunto cómo podríamos eliminar al coco que acecha bajo la cama.

Nos dejamos guiar por la magia. Hemos dejado de creer en la lógica. La causa a la que tantos efectos atribuimos es nuestra propia insuficiencia, apenas enmascarada.

Buscamos refugio en el abracadabra, en el Elixir de Serpiente de los setenta, en el escapismo.

Pero el público debe recibir lo que desea. Si el público quiere basura, basura le daremos. Basura en las películas, basura en los escenarios, basura en las librerías, basura en la Administración, basura en los supermercados.

¿Qué podríamos hacer para superar este hábito de decir: en efecto, las cosas no son lo que parecen, sino lo que nos dicen que son?

Un buen primer paso consistiría en apagar los televisores.

(En plan algo más serio: después del cataclismo, ya se produzca por mono gigante, por riada, por veneno de salamandra, o por lo que sea, ya no habrá más televisión ni —durante algún tiempo— «industria» del cine. Habrá sólo seres humanos y el ansia humana por dramatizar. Habrá teatro, y los que estén en el ajo serán aquellos que hayan agudizado su sensibilidad mediante la asistencia preholocáustica, así que hay que salir más.)

Otra buena idea sería ir al teatro cuando se tienen ganas de divertirse. El teatro, en general, utiliza personal vivo, y uno puede ir después a los camerinos y decirles a los actores y actrices y al director y al autor —si es que andan por ahí— que lo que has visto no tiene ningún sentido y más vale que lo arreglen.

Porque, así como el propósito de una película es la revelación gradual de los genitales humanos y el propósito de la televisión es hacer prosperar varias fábricas de armamento ligero en Connecticut, el propósito del teatro es hacer que las cosas tengan sentido.

Si nos ponemos estrictos de verdad, el propósito del teatro, tal como dijo Stanislavsky, es sacar a la luz la vida del alma humana: y el teatro, esencialmente, incluso en nuestros días, posee esta capacidad El teatro es la única de las instituciones comunitarias dotada del poder de diferenciar entre la verdad y la basura. No siempre nos hacemos cargo de nuestra responsabilidad hasta llegar a los límites de nuestro poder, pero poseemos el poder. Hay personas vivas en el escenario y personas vivas en el público, y si las palabras y las acciones no salen como es debido, todo el mundo se da cuenta (puede que no siempre lo reconozcamos, pero siempre lo sabemos). No tenemos tomas desde un helicóptero, no tenemos EKG, no tenemos secretarias de prensa. No tenemos que vender detergentes.

Es posible que, si fuéramos más al teatro, aprendiéramos a recuperar nuestra fe en las palabras. Si asistiéramos y miráramos y escucháramos y fuéramos un poco exigentes.

Me baso en el principio de que las cosas significan cosas. Que las cosas son de una manera, independientemente de cómo digamos que son; y que si no es así, podríamos actuar como si lo fuera. «Y así son las cosas en este puto mundo.»

Chicago

La verdadera historia literaria de Chicago comienza hacia el cambio de siglo, con el concejal Bathhouse John Coughlin, comandamás (junto con Hinky Dink Kenna) de la Primera Zona del Centro de Chicago.

En su «Oda a una bañera», Coughlin decía:

Unos se divierten viajando, otros sacando fotos
.

Hay quien disfruta corriendo en automóviles y motos
.

Pero para mí no hay más que un placer, aunque me ¡laméis hortera
.

No hay nada comparable a zambullirse en la bañera
.

Cincuenta años más tarde, el vecindario encontró otro paladín en Richard J. Daley —ya no está con nosotros, pero jamás le olvidaremos—, el hombre que dijo: «La policía de la Ciudad de Chicago no está para crear desorden, sino para preservar el desorden existente.» También hemos de hacer notar que un alcalde anterior, Big Bill Thompson, amenazó en cierta ocasión con pegarle un puñetazo en la nariz al rey de Inglaterra, una actitud muy poco de Chicago, ya que aquí siempre hemos sido amables con los visitantes.

El estreno mundial de
Hedda Gabler
tuvo lugar en Chicago, porque Ibsen no encontró nadie dispuesto a producírsela en su país. A diez manzanas de distancia y veinte años después, Al Capone dominó la ciudad desde su cuartel general del hotel Lexington.

J. J. Johnston, un actor de Chicago, me contó que la mujer de Al era italiana, y que nunca fue aceptada por la familia de su marido hasta el día del entierro de éste. Abrumada por la pena, se irguió ante la tumba y declaró: «Al creó un imperio en la tierra y ahora construirá otro en el cielo», tras lo cual fue aceptada en el clan.

Dreiser trabajó en la avenida Wabash, en el centro, y solía comer en el restaurante Berghof. Cada vez que los del teatro Goodman íbamos a comer al Berghof me preguntaba si aquel sería el restaurante que dirigía Hurstwood cuando conoció a la Hermana Carrie. Y cuando ensayábamos obras en el Edificio de Bellas Artes de la avenida Michigan me preguntaba si la mujer que practicaba solfeo habría coincidido con Lucy Gayheart (o, por lo menos, con Willa Cather) en el viejo ascensor de hierro.

(La mujer ya estaba allí cuando yo empecé a estudiar piano en 1951, y seguía estando allí cuando ensayábamos
El paria
en 1980. No veo por qué no podría haber estado allí, intentando dar la misma maldita nota, en 1905.)

Tenemos alguna mitología local un poco rara.

Nadie cuenta chistes de gángsteres ni piensa que la ciudad sea particularmente violenta (que no lo es). Pero sí que se cuentan chistes de policías y nos enorgullecemos de considerar que el cuerpo está corrupto sin remedio (que no lo está). Y aún estamos más orgullosos de nuestro excelente cuerpo de bomberos.

Robert Quinn, jefe de bomberos hasta hace poco, era viejo amigo y camarada del alcalde Daley. Su relación se remontaba a los tiempos del Hamburger Athletic Club de Bridgeport, el equivalente en Chicago a haber estado en las montañas de Oriente. Así que Quinn fue jefe de bomberos para siempre.

En 1978 hubo un alboroto porque Quinn, en lugar de adquirir modernas y eficientes ambulancias de tipo furgoneta, seguía comprando anticuados y lentos Cadillacs. Entrevistado en un noticiario de televisión declaró: «Opino que cuando la gente de la Ciudad de Chicago tiene que irse, le gusta irse
con estilo
.» Esto provocó una cierta conmoción, y la noche siguiente Quinn convocó una conferencia de prensa para defenderse, en la cual explicó: «Lo que
quise decir
es que el Pueblo de Chicago, cuando tiene que irse, quiere irse
con estilo

Dios bendiga a nuestros periodistas. Hubo un tiempo en el que Cari Sandburg escribía críticas de cine en el
Daily News
(el principal periódico de Chicago. Hace ocho años que desapareció. Descanse para siempre en paz y en nuestro recuerdo). Dreiser era crítico de teatro; Hecht y MacArthur trabajaron en el City News Service; Nelson Algren fue reportero, lo mismo que Vachel Lindsay, nuestro mejor poeta del Medio Oeste.

Lindsay se refería a la visita que Bryan hizo a Springfield durante una campaña, pero bien podría haberse referido a Chicago cuando escribió:

Llevaba en su cabello una lozana rosa de la pradera. Sus amigos la cortaron, porque aquella no era la manera. Una chica de Gibson no podía llevar algo tan atrevido. Pero éramos buenos demócratas y éste era nuestro día.

En nuestra amada Ciudad de los Vientos maldecimos el frío y nos ufanamos de vivir en el peor lugar de Norteamérica para pasar el invierno. Pero se nota que el aire es fresco y todo parece aún posible, como se lo pareció a Willa Cather y Sherwood Anderson, y a Willard Motley y a Hemingway, y a Frank Norris, Saúl Bellow y todos los demás escritores de Chicago que, cuando hablaban de su pueblo, acababan escribiendo siempre la misma historia. Era y es una historia de posibilidades, porque la idea que flota en el aire es que el Oeste está empezando y que la vida se puede entender y disfrutar.

Estos escritores nos exhortaban, lo mismo que su colega filosófico, el concejal Hinky Dink Kenna, el compañero de crímenes de Bathhouse John:

«Hagas lo que hagas, que sea la releche.»

Con mi agradecimiento a los historiadores de Chicago.

Mark Jacobs y Kenan Heise.

Sobre las fotografías de Paul Ickovic

Siempre he creído que la gente me mira como a un proscrito, que la sencilla petición de una taza de café provoca una ligera contracción alrededor de los ojos.

Siempre me he sentido como un extraño, y estoy seguro de que la suspicacia que percibo es la suspicacia que yo mismo despierto por mi gran anhelo de
pertenecer
.

Me gustaría llevar una vida libre del constante autoexamen; una vida que quizá esté gobernada por los procesos de la culpa, el remordimiento, la esperanza y la angustia, pero en la que estos procesos en sí no ocupen el lugar más destacado en la mente.

Me gustaría pertenecer a un mundo dedicado a crear, a conservar, a lograr o sencillamente a ir tirando. Pero el mundo del extraño, en el cual he elegido vivir y para el cual me he preparado, no se basa en ninguna de estas cosas. Se basa en la observación.

El hábito de una atención
aguda
y constante puede verse en los animales sin recursos, sin posibilidad de pelear, sin margen para el error. Es el hábito de quien depende por completo de los caprichos y la buena voluntad de su entorno. Es el hábito del niño. Históricamente, es el hábito del judío.

Como hijos de judíos inmigrantes, nuestra necesidad de observar es espoleada por el recuerdo de viejas humillaciones, de viejas indignidades. Somos espoleados por los placeres aprendidos y obligados del aislamiento y la reflexión.

Entrenados para vivir de nuestro ingenio, para vivir en el margen; entrenados para no integrarnos, hemos hallado vanas las virtudes del compromiso con nuestro entorno. Y así, nuestras vidas son un feroz intento de encontrar un aspecto del mundo que no admita interpretación.

Fieles a nuestro pasado, vivimos y trabajamos con una visión heredada, observada y aceptada de la futilidad personal y de la belleza del mundo.

Un dramaturgo en Hollywood

Soy dramaturgo, lo que quiere decir que lo que he hecho con la mayor parte de mi tiempo durante la mayor parte de mi vida adulta ha sido sentarme a solas, charlar conmigo mismo y tomar nota de la conversación.

Este año me contrataron para que escribiera un guión para el cine, y lo que —para bien o para mal— había sido la más privada de las ocupaciones se convirtió en una empresa colectiva.

Nunca se me ha dado bien trabajar en equipo ni como empleado, y me resultó difícil adaptarme a una situación en la que «porque lo digo yo» era una explicación insuficiente.

Cuando escribes para el teatro, los derechos de autor te pertenecen. La obra es
tuya
, y nadie puede cambiar una palabra sin tu permiso. Cuando escribes para el cine, eres un
empleado
al que se contrata para que entregue un producto, y ese producto puede ser modificado según el capricho de quienes te han contratado.

En el teatro, cuando el significado de la obra no queda claro, el director y los actores suelen dar por supuesto que el autor o la autora sabía lo que hacía, y se esfuerzan en comprender la obra.

En el cine, si el significado y la validez del guión no son evidentes a primera vista, todo el mundo da por supuesto que el escritor ha fracasado.

Esta fue la parte dura de trabajar en el cine, y si alguna vez has intentado explicar por qué el chiste que acabas de contar es gracioso, ya sabes a qué me refiero.

Por otra parte, una de las cosas buenas de pasarme aproximadamente un año como empleado fue que recibí una lección de coherencia.

La mayoría de los dramaturgos está familiarizada con las reglas básicas de la dramaturgia, y la mayoría de nosotros —de vez en cuando— hace trampas.

Si la acción del personaje de una escena consiste, por ejemplo, en HUIR DEL PAÍS, sabemos que una buena manera de empezar es haciéndolo
SALIR DE LA HABITACIÓN
. Pero casi todos nosotros nos resistimos a prescindir del conmovedor discurso sobre «la muerte de mi gatito» que el héroe pronuncia antes de irse.

El desarrollo necesario es:

TAÑIA:
Franz, el ejército de los rojos está en la plaza del pueblo. Tienes que partir.

FRANZ:
Nos veremos en Bucarest.
(Sale.)

Pero nos engañamos a nosotros mismos, en la esperanza de que nadie va a advertir la interrupción de la acción, y la escena queda así:

TAÑIA:
Franz, el ejército de los rojos está en la plaza del pueblo. Tienes que partir.

FRANZ:
¿Partir? ¿Partir?
¡Cuántas
maneras hay de partir! Cuando era pequeño, tenía un gatito…
(etc.)

«Sí», decimos, «no es coherente, pero queda muy bonito. ¿Por qué he de dejarme atar por las reglas de la dramaturgia si el único que las conoce soy yo, y mi comprensión de las mismas no es en absoluto perfecta?"

La regla que se aplica aquí es el concepto aristotélico de la unidad de acción, a saber, que la obra sólo debe tratar de una cosa, y que esta cosa ha de ser
lo que el héroe pretende conseguir
.

La estricta aplicación de esta regla produce obras magníficas, porque lo único que nos interesa en el teatro, como público, es ¿
QUE PASA LUEGO
?

Todos los escritores sabemos esto, pero pocos lo hacemos.

BOOK: Una profesión de putas
2.06Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Zombielandia by Wade, Lee
Fear Itself by Prendergast, Duffy
Epos the Winged Flame by Adam Blade
The Longest Journey by E.M. Forster
It's a Little Haywire by Strauss, Elle
Safeword: Rainbow by Candace Blevins