Adquirimos habilidades mediante una práctica constante, y van aumentando con incrementos tan pequeños que nos parece que no avanzamos. Perdemos nuestra competencia de la misma manera, dando como cosa hecha nuestros hábitos duramente adquiridos y casi sin advertir que nos están abandonando.
Al final de una representación, o al final de una temporada, la única creación que le resta al intérprete es su propia persona. Eso y unos cuantos objetos: recortes de prensa, programas.
Lo cual explica, quizá, que nos encanten las anécdotas.
«¿Te acuerdas de…?» también debe significar
«Yo
me acuerdo, ¿verdad?».
En la Neighborhood Playhouse School, Sanford Meisner decía: «Cuando entréis en el mundo profesional, en un teatro de repertorio de cualquier parte, entre bastidores, conoceréis a un actor ya mayor; alguien que lleva tiempo rodando.
»Este actor os relatará historias y anécdotas sobre la vida en el teatro.
»Os hablará sobre vuestro modo de actuar y el modo de actuar de otros, y, basándose en su experiencia y en sus intuiciones, generalizará sobre las leyes de la escena. No le hagáis el menor caso.»
No sólo existen estas personas, sino que, según uno va avanzando en la propia carrera teatral, experimenta cierta tendencia a convertirse en una de ellas. Al menos, encuentro que es lo que me ocurre a mí.
Ciertamente, todos necesitamos amor. Todos necesitamos distracción y necesitamos amistad en un mundo cuyos compromisos (los compromisos más fervientes) no suelen persistir más allá de la duración de la obra.
Camus dice que el actor es el perfecto ejemplo de cómo la vida reproduce los trabajos de Sísifo.
No cabe duda de que esto es cierto, y no es una novedad, y además puede añadirse lo siguiente: una vida en el teatro no tiene por qué ser una analogía de «la vida».
Es
la vida.
Es la elección y la vocación de un importante número de personas —artesanos y artistas—, y lo ha sido desde hace mucho tiempo.
Mi obra
A Life in the Theater
es, aunque haya podido induciros a creer otra cosa, una comedia sobre esta vida.
Es un intento de contemplar con amor una institución que todos amamos, El Teatro, y de contemplar el único componente de esta institución (acerca del cual nuestros sentimientos no son tan sencillos) : los hombres y las mujeres del teatro, las cigarras más entrañables del mundo, a los que elegimos y designamos para que den vida a nuestros sueños sobre el escenario.
Los norteamericanos sabemos que las verdaderas noticias nunca salen en los periódicos. Sabemos que los intereses implicados son demasiado poderosos como para permitir que la prensa dé información verídica sobre algo capaz de trastornar el
status quo
.
Cada uno de nosotros tiene su propia opinión sobre quién mató en realidad a Kennedy y a Lincoln, qué le sucedió en realidad al hijo de Lindbergh, qué ocurrió realmente en Bahía Cochinos y cuánto sabía realmente Nixon.
Pero no leemos la prensa para ver ratificadas nuestras opiniones. Estamos más dispuestos a creer en los rumores que en el periodismo, y es mucho más probable que aceptemos como verdaderas las declaraciones de ese pariente del taxista que oyó al político Fulano decir tal y cual cosa en su taxi antes que las declaraciones públicas del político en cuestión, destinadas a nuestro consumo.
Creemos más en la palabra de un ser humano al que podamos mirar a los ojos —por mucho que su testimonio se base en habladurías— que en lo que diga una prensa sin rostro.
Los mitos y las fábulas se mantienen sin necesidad de publicidad —sin el respaldo de los grandes poderes— y sin que nadie se beneficie cada vez que se vuelven a contar.
El único beneficio que se obtiene al comunicar un mito es el que reciben los que participan como narradores o como oyentes, y dicho beneficio es el de la experiencia comparada, la
celebración
del relato y de su autenticidad.
Creemos que Edith Wilson gobernó el país en nombre de su marido mientras éste estaba comatoso, y que falsificó su firma en documentos de estado; que hemos establecido contactos con seres inteligentes de otros planetas, y que nuestro gobierno ha silenciado la información; que alguien, en algún lugar, descubrió un remedio para el cáncer; que Roosevelt dejó entrar a Lindbergh en la celda de Hauptmann antes de la ejecución; que alguna agencia gubernamental asesinó a Martin Luther King.
Estas creencias forman parte de nuestra tradición oral. No son ni más ni menos ciertas que las cosas que leemos en la prensa.
Sin embargo, se les concede mayor credibilidad. Nuestra desconfianza de las instituciones es grande y tiene buenos fundamentos.
Siempre estamos dispuestos a creer lo peor de ellas, porque sabemos que
nunca nos enteraremos
de lo peor.
Uno de nuestros mitos más sólidos y apreciados es el de la
supresión
por parte del gobierno, o de un seudogobiemo industrial, de descubrimientos o inventos capaces de mejorar nuestras vidas.
Todos hemos oído historias, contadas como reales o como ficticias, acerca de la bombilla eléctrica que nunca se funde, de las medias sin carreras, de la píldora que convierte el agua en gasolina, del medicamento barato capaz de curar el resfriado…
Estos mitos de supresión nos parecen ciertos porque desconfiamos de las instituciones.
Detectamos malevolencia en su negativa a rendir cuentas.
No podemos
hablar
con ellas. ¿Quién
es
«El Gobierno»?
¿Quién es «El Gran Capital»?
Nos da la impresión de que semejantes monolitos sin rostro sólo pueden desear nuestro mal.
No podemos mirarlos a los ojos. No tienen que dar cuentas, y esta falta de responsabilidad nos parece peligrosa, los consideramos capaces de cualquier cosa y expresamos esta sensación en nuestros mitos.
Tolstoi escribió que los seres humanos sólo tratan a otros sin piedad cuando se agrupan en instituciones.
Con el apoyo de una institución, decía Tolstoi, somos capaces de perpetrar los actos más atroces de crueldad y ferocidad, y llamarlos «cumplimiento de mi deber» sin sentir absolutamente ninguna necesidad de juzgar nuestras propias acciones.
El código de una institución nos permite realizar actos inmorales, porque cualquier culpa que pudiera derivarse de nuestros actos no recaería sobre nosotros, sino sobre todo el conjunto de la institución.
Según Tolstoi, forma parte de nuestra naturaleza realizar actos horrendos, que como individuos no cometeríamos ni en sueños, y pensar que si se hacen en nombre de un grupo más grande —un
estado
, una
empresa
, un
equipo
— tales villanías se transforman por arte de magia en actos encomiables.
El motor de agua
es una fábula norteamericana acerca de la gente corriente y las instituciones.
Se desarrolla en Chicago durante la Depresión, en el segundo año de la Exposición Un Siglo de Progreso, la gran celebración de la tecnología.
La historia empieza así: «En septiembre de 1934, un joven de Chicago, Illinois, diseñó y construyó un motor que utilizaba como único combustible agua destilada.»
Conferencia pronunciada en el Theodore Spencer Memorial, Harvard, el 10 de febrero de 1986.
Vivimos en una época muy confusa.
Muchas palabras sencillas parecen haber perdido su significado, y muchos procesos simples se designan con palabras nuevas.
Con tanto neologismo y circunloquio pretendemos negar el carácter esencialmente finito de los aterradores procesos a los que se refieren dichas palabras.
Hablamos de
relaciones
en lugar de
matrimonio
.
Hablamos de
paternidad
en lugar de
criar a un hijo
; de
defensa
, como si el objetivo de la defensa no fuera la
eliminación
o
negación
de una amenaza, que, por supuesto, si se eliminara, acabaría con la necesidad de la defensa.
Hablamos de
progreso
y
crecimiento
como hablamos de la paternidad, como si fueran procesos sin objetivo. Nos da miedo pensar en las consecuencias de lo que hacemos. Hablamos de crecimiento de la economía, crecimiento de la personalidad, crecimiento de las relaciones, como si se pudiera progresar sin tener un objetivo concreto, como si no se creciera para madurar. Y así, estas palabras, progreso y crecimiento, utilizadas en un sentido de expansión infinita, niegan la idea de
cumplimiento
y
reposo
.
Pero todo lo que
crece
tiene que
dejar
de crecer en algún momento. Y después de un período de madurez, tiene que decaer y morir.
La decadencia forma parte inevitable de la vida, y todo intento de negar la existencia de la muerte delata un entendimiento inmaduro o perturbado.
Las cosas crecen con el tiempo. No concebimos y damos a luz en el mismo instante. No podemos ingerir y expulsar al mismo tiempo. Hay un momento para acumular y un momento para dispersar, y la dispersión definitiva es la descomposición, que tiene lugar para que pueda surgir nueva vida.
El estudio del crecimiento y la descomposición naturales es el estudio del Teatro; y de los organismos teatrales: una carrera, una obra, una temporada, una institución, crecen y maduran y decaen, según las mismas reglas que gobiernan el crecimiento y muerte de una planta o un animal. El organismo se desarrolla hacia un punto determinado, y es moldeado por la resistencia que encuentra en su camino hacia el objetivo preestablecido.
Las ambiciones que reunieron a un grupo de jóvenes ansiosos por forzar la suerte y poner en marcha una nueva compañía acabarán por provocar la disolución de dicha compañía; y eso es porque la ambición,
una vez alcanzados los objetivos iniciales
, empuja a los individuos implicados hacia nuevos triunfos, y así sucesivamente.
Todas las obras teatrales tratan de la decadencia. Hablan del final de una situación que ha cumplido todos sus objetivos, y del inevitable desorden que sigue, hasta que se establece de nuevo un equilibrio.
Por esta razón, el teatro ha sido siempre fundamental para el equilibrio psíquico humano. El teatro nos expone a la idea de decadencia, a la necesidad de cambio; en la comedia, a la fragilidad de nuestra situación social; en la tragedia, a la inevitabilidad de la muerte.
Dramatizar es una constante necesidad humana, y la pregunta «¿Ha muerto el teatro?» no es una petición de información, sino la expresión de una profunda ansiedad personal (igual que «Mamá, ¿vamos a tener que mudarnos a un piso más pequeño?»). «¿Ha muerto el teatro?» significa «¿Me habré muerto?»
Los dramaturgos y sus obras se esfuerzan por imponer orden en un estado de desorden. Su trabajo consiste en observar y representar la decadencia, mostrar cómo conduce a su conclusión de
reposo
y ofrecer el consuelo, la conclusión adecuada a dicho reposo. (En las fábulas o cuentos con moraleja: «Ten cuidado con lo que haces»; en el melodrama: «Asegúrate de que tus emociones están intactas, y ellas te mantendrán unido al testo de la gente de teatro.»)
Durante un período de crecimiento, el desorden lo provoca la
falta de cumplimiento
; el organismo, la obra, el árbol, crecen hasta estar completos. Una vez completado, el proceso se invierte, y el orden sólo se puede restaurar mediante la descomposición del organismo.
Cuando una sociedad está
creciendo
(lo mismo que cuando crece una obra), todos los aspectos de dicha sociedad fomentan el crecimiento: las artes, la economía, la religión (como en los EE UU del siglo XIX). Cuando una sociedad está
creciendo
, surgen y prosperan cosas que hacen al organismo fuerte, viril, feliz, decidido… en pocas palabras,
seminal
. Y todos hemos vivido esa experiencia cuando trabajábamos en un proyecto nuevo: pasamos noches sin dormir, aparece milagrosamente gente que nos ayuda, aprendemos con facilidad técnicas nuevas, la gente se alegra de vemos…
Cuando la sociedad ha cumplido sus objetivos, todos los aspectos de dicha sociedad tienden a la
descomposición
, hacia la reducción de la sociedad a sus componentes más pequeños, de manera que se pueda alcanzar el estado de reposo y los componentes puedan utilizarse para una nueva empresa.
Cuando una sociedad ha cumplido sus objetivos, cuando ha logrado sus inescrutables propósitos, no es por «mala suene», sino por sentido común que todos los aspectos de dicha sociedad fomenten la guerra, el despilfarro, la contaminación, la duda, la ansiedad… las cosas que aceleran la decadencia. (Es fácil observar la actuación de este proceso de descomposición si nos fijamos en una sociedad pequeña: una compañía de teatro o una empresa. Se alcanza el éxito, los miembros se vuelven más ambiciosos, comienzan los chismorreos, las relaciones que eran buenas degeneran, nadie está de acuerdo con nadie, intervienen intereses que ofrecen grandes cantidades a la empresa para que deje de hacer lo que hace [franquicias, etc.].)
Si nos fijamos en nuestra gran sociedad actual advertimos muchos problemas: la superpoblación, el peligro de aniquilación nuclear, la corrupción de la ética laboral, la desaparición de las tradiciones, la homosexualidad, las enfermedades de transmisión sexual, el divorcio, la fragilidad de la economía… y decimos «También es mala suerte que todo esto nos ocurra a la vez».
Incluso si las consideramos por separado, estas situaciones nos parecen incomprensibles. Tomadas en conjunto, su contemplación no puede por menos que provocar terror. ¿Qué está ocurriendo aquí, y por qué tienen que pasamos todas estas cosas a la vez?
Como muchas otras cosas que parecen insolubles si las vemos como problemas, también éstas se pueden contemplar como soluciones. Constituyen un intento de alcanzar el estado de reposo.
Pensemos en una amistad que lleva durando mucho tiempo. De pronto, se produce un incidente por cualquier tontería, que hace que los amigos tomen distinto partido, y la amistad acaba por romperse. Los problemas que nos acosan son un intento del universo por descubrir —por selección natural, si quieren llamarlo así— el factor capaz de conducir al estado de reposo.