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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

Una voz en la niebla (65 page)

BOOK: Una voz en la niebla
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Bertegui no lo dudó: seguir la niebla era un comportamiento irracional, pero hacía dos horas que ese tipo de consideraciones ya daban igual. Se adentró en el corredor, se detuvo otra vez cuando un nuevo
eco
llegó resonando hasta él. ¿Le Garrec? ¿Reconocía la voz del escritor?

¡Ellas estaban ahí! ¡Estaban ahí, lo sabía! ¡Y Le Garrec también lo sabía! ¡Y ese cabrón no le había dicho nada! ¡Y ese cabrón era cómpl…!

Un movimiento detrás de él. Bertegui se dio la vuelta, a tiempo no de evitar el golpe, sino de desviarlo. El arma se clavó en su muslo. El dolor lo hizo vacilar, soltó su pistola, levantó la cabeza para identificar a su atacante. Tuvo una visión de pesadilla: un adolescente, rubio como un niño pequeño, manchado hasta los labios con una sangre que Bertegui intuyó que no era suya, con los ojos de un azul casi luminiscente, poseídos, ebrios de locura y de odio.

Ambos adversarios se midieron con la mirada, y a Bertegui lo asaltó un vértigo, una distorsión: lo que estaba viviendo no era real. No podía estar ahí, en un túnel enlosado, iluminado con antorchas, buscando a su mujer y su hija raptadas, frente a… esa criatura salida directamente de una película de terror, en medio de una niebla que seguía fluyendo por el suelo y ascendiendo por las paredes.

El adolescente se movió, todavía con el arma en la mano; de pronto, sintió una punzada más violenta de dolor en lo alto de su muslo, y Bertegui decidió que había que actuar deprisa. En un segundo, el chico iba a saltar sobre él. En un segundo, el dolor podría paralizarlo también: era imposible saber si la arteria femoral estaba afectada. Buscó su pistola con la vista: se hallaba a unos diez metros. Si su atacante no estuviera en ese momento en pleno arrebato, sin duda también lo habría visto. Y la habría alejado, o cogido. Pero el chico no tenía ojos más que para su presa y ese pensamiento sacudió a Bertegui con un escalofrío de terror.

Inspiró, luchando por no apoyar una rodilla en el suelo a pesar del dolor. En el momento en que el rubio ángel de la muerte se abalanzaba sobre él, Bertegui empleó toda su energía en impulsarse hacia la pistola. Volvió a caer como un saco y la descarga en su muslo le arrancó un grito, pero consiguió cogerla. Justo a tiempo de volverse y disparar tres tiros a la cara de zombi que se abalanzaba de nuevo sobre él para sangrarlo como a un cerdo.

Nicolas empuñaba todavía el revólver, no cedía ante la aparente diversión de Andremi.

—Apártate de Bastien, Pierre…

Una pálida mueca apareció en el rostro de Andremi; una sonrisa, aventuró Nicolas.

—No puedes hacer nada, Nicolas… ni siquiera con un arma. Ni con diez… Si me matas, no sabrás nunca, ¡NUNCA! dónde se halla el hijo de tu novia. Porque es tu novia, ¿no?

Nicolas torció el gesto: no había pensado en las cosas por ese lado y era un error. Conocía suficientemente la determinación de Pierre como para saber que el miedo a morir no le haría flaquear. Solo el miedo a perder tendría tal efecto. Y para no exponerse a la derrota, seguro que Andremi lo había previsto todo.

—Pareces sorprendido, Nicolas, pero, bueno… piensa un poco. No estoy solo en este asunto y, sin embargo… ¿has visto a alguien? Quiero decir, ¿alguna protección? No, nadie… y ¿sabes por qué? Porque es inútil. Yo quería este encuentro con mi hijo único, privado… y aquí. Porque es aquí donde todo comienza y todo termina. Y no necesito a nadie que vele por mi protección, porque ninguno de vosotros tiene elección: matarme solo servirá para precipitar la caída de vuestros allegados… Encerrarme tendría el mismo efecto. ¿Lo captas?

Nicolas no dijo nada: un repentino sentimiento de impotencia hizo que el brazo que sostenía el arma le pesara enormemente. Miró a Bastien: el chico mostraba esa calma embotada de la gente en estado de shock, que no vive el momento sino que se distancia de él para soportarlo. Luego observó de pronto unos extraños movimientos contra las angostas paredes del refugio de Pierre. La niebla, pensó presa de asombro. La niebla había llegado hasta ahí, hasta ellos y… trepaba por los muros. ¿Se habría dado cuenta Pierre?

Había que ganar tiempo.

—¿Por qué me escribiste, Pierre? —preguntó—. ¿Qué esperabas?

Un destello extraño cruzó la mirada del hombre sin rostro… ¿Pesar?, se preguntó Nicolas. Se disponía a responder cuando se oyeron tres disparos a pocos metros de ellos. Nicolas se sobresaltó, volvió la cabeza.

—¡Cuidado! —gritó Bastien.

Un segundo después, Pierre Andremi se abalanzaba sobre él con todo su peso.

Los dos hombres rodaron por el suelo. Bastien buscó el revólver con la mirada: el arma había tenido que ir para algún sitio, por fuerza. La vio bajo la pequeña mesa de madera carcomida, delante del sillón. Iba a tirarse sobre ella para cogerla —sin saber muy bien qué hacer con ella, por lo demás—, cuando el cuerpo de su «padre» rodó y lo adelantó.

Pierre Andremi se puso en pie de un salto, apuntando.

—¡Que nadie se mueva! —ordenó a Le Garrec.

Bastien se quedó clavado en el sitio, volvió la cabeza hacia el escritor, seriamente herido, con la cara ensangrentada.

—Por no querer perder tu alma, Nicolas, vas a perder la vida. Mira: ni siquiera estaba armado. Ni se me había pasado por la cabeza que fueras a venir hasta aquí… En cierto modo, cuando supe que no le habías dicho nada a nuestro amigo, el comisario, pensé que estabas definitivamente fuera de juego. Me equivoqué, pero creo que ha llegado el momento de…

Las palabras de Pierre Andremi se cortaron. Bastien siguió su mirada: las paredes… se movían. La niebla…

—Bastien, ven conmigo.

El adolescente se quedó mirando a su padre: el careto que tenía era incapaz de expresar el menor asombro, pero le salió una voz insegura.

—Bastien, ven-con-mi-go.

Bastien no se movió de donde estaba. Sus ojos fueron de su padre… a las paredes. La piedra ya no se veía: estaba totalmente recubierta de niebla Una bruma cuyos impulsos reconocía: ya había visto el fenómeno en su jardín, la noche de la niña del columpio.

Dirigió su atención hacia Andremi. Lo desafió con la mirada. El criminal agachó la cabeza como un perro sorprendido, y repitió, rechinando los dientes, separando cada sílaba, dijo:

—¡VEN-CON-MI-GO!

Bastien permaneció inmóvil: había comprendido que, por no se sabía qué oscuras razones, Pierre Andremi lo necesitaba y no le haría daño… o al menos, nada fatal.

—¡VEN CONMIGO, SUCIO COMEMIERDA, O ME LO CARGO AQUÍ MISMO, DELANTE DE TI, Y TE HAGO COMER SU CORAZÓN! —aulló mientras agitaba el arma en las narices del escritor.

Bastien se asustó, miró a Le Garrec: un destello de complicidad surgió entre ellos. Andremi acababa de mostrarles su verdadero rostro.

Volvió a mirar las paredes. Las pulsaciones empezaron a reventar la superficie del tapiz que recubría los muros de piedra. Andremi también lo había visto y Bastien intuyó sus temores. Entonces, de pronto le vino a la cabeza una serie de imágenes: Harry Potter y sus patronus… Y Carrie que controlaba los objetos… Y Charlie Ojos de Fuego, que controlaba el fuego… Y los actores de
Héroes
, la serie que se descargaba de internet… Él era el señor de la niebla. Podía dirigirla… controlarla. Las sombras blancas iban a ayudarlo. Habían venido por él.

Sin ningún temor, sin ninguna duda en cuanto a su… poder, cerró los ojos.

Cogedlo Cogedlo COGEDLO Esperó… se esforzó por mantener los ojos cerrados. El silencio le resultó asfixiante y unas fugaces imágenes perturbaron su concentración: primero Andremi, sorprendido por ese cambio de actitud, avanzando hacia él; el escritor en el suelo quizá arrastrándose preparando un contraataque, o huyendo. Las alejó de sí, se centró en lo que estaba. No abrir los ojos… vaciar su mente de cualquier otro pensamiento: las sombras blancas van a aparecer… deben materializarse, ahora. ¡Se lo ordeno! ¡Se lo ordeno! Y las veo, clarísimas, en mi cabeza… ¡El ejército de las víctimas de Laville-Saint-Jour, ebrio de venganza! Los niños sacrificados han vuelto al lugar donde todo comenzó, y se despegan de las paredes, se descuelgan desde el techo, y…

… ocurrió: primero un leve picor eléctrico; luego una onda que le erizó todo los pelos de su cuerpo.

La energía… la energía fluía en él. Un flujo que aumentaba su potencia. Una fuerza controlada por la furia, y el odio, y una determinación sin fisuras. Una voluntad tan enconada que, por un momento, Bastien pensó que lo iba a consumir, a dejar exangüe, muerto quizá. No importaba… Había que… destruir a Andremi. Destruir el mal… ¡él también era Héroe! ¡También él proclamaba su ira!

Escuchó cómo Pierre Andremi ahogaba un hipo de sorpresa:

—Pero ¿qué…?

Mantuvo los ojos cerrados, incluso cuando percibió un brusco movimiento en su dirección. Tan fuerte como pudo lanzar un grito mental, chilló:

—¡¡¡¡¡¡¡¡COGEEEEEEEEEEEEEEEDLOOOOOOOOOO!!!!!!!!

La bruma… rugió. Bastien lo oyó claramente… en su cabeza más que con sus oídos, pero escuchó el sordo ulular, como durante la sesión con las sombras blancas en la Chowder. Andremi lanzó un gritito y Bastien supo que podía abrir los ojos.

La sala estaba totalmente blanca, como llena de humo. En medio del magma, dos siluetas oscuras: una que se alzaba suavemente del suelo, otra que luchaba contra lo que parecía un tentáculo blanco y compacto.

—¿QUÉ ES LO QUE HAS HECHO? —aulló Andremi.

Pero Bastien no lo oía. Tampoco hizo caso al escritor, que se acercó a él, se concentró en las formas que surgían de los muros, alumbradas con un plop, en los cuerpos vaporosos que salían de la piedra como las gárgolas de Notre-Dame para hinchar y reforzar aún más la energía de la estancia.

¡COGEDLO! gritó en su cabeza, ¡¡COGEDLO!!

Suavemente, el largo tentáculo que mantenía atrapado a su progenitor se estiró dividiéndose en dos partes: a Bastien le pareció entrever, en aquel caos acolchado, la silueta de dos niños que flotaban sobre el cráneo de Andremi, dos diablillos burlones. Volvió la cabeza: por todas partes, otros cuerpos cobraban forma. Vio las bocas carnívoras, las cuencas negras y furiosas de los ojos, las manitas tendidas hacia el enemigo. Con la leve lentitud que las caracterizaba, las sombras blancas rodeaban ahora a Andremi, tratando de engullirlo, de ahogarlo. Luego los cuerpos se fundieron de nuevo en un todo furioso, y la habitación empezó a dar vueltas en lo invisible, asfixiada por una nube a modo de torbellino de blancura compacta, densa, casi material que hizo que se elevaran por los aires los escasos objetos de la estancia, e hizo que soplara un viento helado entre las cuatro paredes…

Pierre Andremi lanzó un nuevo grito de rabia, pero Bastien apenas lo escuchó, ensordecido por el desorden de la tormenta, ahogado de pronto por la sensación de estarse quedando también él sin oxígeno, y sin vida, como si la niebla se alimentara de él, bebiera de su fuerza vital para ganar más y más potencia.

Se oyó un disparo, el muchacho notó cómo silbaba la bala en su oreja, luego el revólver salió volando. Pierre Andremi estaba sepultado: una forma que se debatía a tientas contra fuerzas ocultas, entre los ruidos desordenados de los objetos que volaban.

Bastien notó de repente cómo una mano le tocaba el brazo. Oyó la voz de Nicolas le Garrec:

—Tenemos que irnos… Ven, corre, ¡corre!

Ya no se distinguía al hombre, pero notó que lo agarraba más fuerte.

—¿Dónde está la puerta? —gritó Le Garrec—. ¿Dónde está la puerta?

Bastien no lo sabía. Había llegado un punto en que ya no veía nada: ni a su padre, ni al escritor, ni la salida… Ni siquiera podía distinguir su propio cuerpo, ya no se veía el mundo al otro lado del opaco cortinaje desatado como un océano. Comprendió que acababa de desatar unas fuerzas que escapaban a su control, como en el transcurso de su sesión en la Chowder Society, cuando todo se había salido de madre… Pero esta vez iba a morir, porque]R no estaba ahí para darle un puñetazo y detener a las sombras blancas que se habían vuelto locas; y ya se estaba dejando ir en un trance medio somnoliento, de modo que no alcanzó a oír el nuevo disparo, ni los encantamientos incomprensibles que Pierre Andremi pronunciaba en una lengua desconocida.

—¡Cógeme de la mano! —gritó el escritor.

Bastien dio un respingo. Notó cómo una palma fría descendía por su brazo hasta la mano. La cogió, se aferró a ella para no perder pie. Un nuevo grito lo sacó de su letargo y durante unos segundos, distinguió los contornos de la silueta de Andremi en la habitación, como si el hombre hubiera logrado repeler a sus atacantes. Un instante después, mientras las sombras enfurecidas se aglomeraban de nuevo yendo a fundirse donde se encontraba el asesino, algo pasó a escasos centímetros de él, cruzó la estancia, luego les llegó un tropel de pasos desde el exterior: Andremi ya estaba fuera.

Una fuerza tiró de él violentamente: el escritor también había visto la salida. Bastien confió en él, se dejó llevar. Cuando creyó haber pasado la puerta, se dio la vuelta: vio un sillón que levitaba dando vueltas y, en medio del caos, reconoció claramente la forma de una muchacha, con el vestido flotando a su alrededor, con su melena desatada en leves mechones, que le dedicaba un saludo alegre y cómplice.

Capítulo 84

E
l teniente Clément observaba a la mujer que tenía sentada enfrente, que a su vez miraba fijamente la pared con una frialdad impasible que suscitaba respeto, dadas las circunstancias. De todos modos, sucede a menudo, en las ciudades pequeñas, que hay nombres, personas que uno descubre con sorpresa que ejercen un poder sobre los demás, que su notoriedad local les confiere un cierto ascendiente. Ese era, sin lugar a dudas, el caso de Cléance Rochefort, aunque estuviera acusada de casi todos los crímenes posibles, aun sin maquillar, aun con la cara tumefacta a raíz de una riña cuyas circunstancias quedaban aún por dilucidar… no era ese evidentemente el menor de los misterios que había sacudido Laville-Saint-Jour.

—Se lo vuelvo a preguntar, señora Rochefort: dónde se encuentra Pierre Andremi…

Cléance Rochefort no se movió ni un ápice… Simplemente dirigió su mirada hacia el teniente, que consiguió no ruborizarse; después de horas de interrogatorio, había terminado por acostumbrarse al gesto despectivo que le dedicaba, con ese asomo de sonrisa, cuando se demoraba un poco en sus orejas.

—Y yo se lo vuelvo a repetir: no-lo-sé.

Clément suspiró.

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