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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

Una voz en la niebla (59 page)

BOOK: Una voz en la niebla
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—¿Dónde está TU hijo? —preguntó Pierre Andremi disfrutando ante el estremecimiento que percibió en su aliado por el empleo del posesivo.

—En un lugar seguro —dijo—. Saphir está con él… a él le gusta Saphir. Y ella sabe manejarse bien con ellos.

Ellos… los niños. Pierre Andremi se abstrajo un momento contemplando al ex marido de Audrey. Un tránsfuga recientemente adherido a su causa —fue en círculos oscuros y prohibidos, en los que Pierre pasaba por tener cierta autoridad, donde se conocieron ambos hombres, en París y no en Laville-Saint-Jour—, cuyas motivaciones en un principio se le habían escapado a Pierre. Después de todo, ¿quién podía querer… servir a Laville, si no un villense? Finalmente, lo había comprendido: el odio que alimentaba Jocelyn por su hijo solo era comparable al que albergaba hacia su ex mujer. Todos los medios eran buenos para destruirla, incluido destruir el objeto de su resentimiento, el origen de sus tormentos… ¿Y qué lugar podía prestarse mejor a ello que Laville-Saint-Jour? Allí, más que en ningún otro lugar, todo era posible. Al abrigo de miradas indiscretas.

—Sí, está en un lugar seguro —repitió Jocelyn—. De todos modos, me pregunto si no has precipitado un poco los acontecimientos.

Pierre Andremi no respondió. Hay cosas que solo un villense puede entender. Es más: su trayectoria vital era única en la historia de la ciudad borgoñona, aun cuando el pequeño destello de razón que su megalomanía no había apagado aún le decía que en el fondo, la historia de cada uno de los que habían reinado sobre ese lugar era única. Pero bueno, él era verdaderamente distinto: él nunca había… creído. Su madre, sí… Mathilde Andremi, la fiel aliada —al menos, hasta cierto punto— de los Talcot. Había creído en las fuerzas del Mal, en la vocación de Laville-Saint-Jour de reinar sobre el mundo subterráneo de quienes Le servían. Y había esperado que quien retomara la antorcha, quien volviera a colocar a Laville en el lugar único que había ocupado durante siglos, antes de que el racionalismo y la ciencia hubieran debilitado la conciencia espiritual del mundo, aquel, en suma, que tuviera Laville-Saint-Jour en sus manos no fuera otro que su hijo. A tal efecto, Pierre había atravesado y vivido con ella lo impensable, un camino más allá de las tinieblas… De él no había regresado henchido de fervor, sino tan solo sediento de placer. Una sed inextinguible, incontrolable, que lo había llevado de las callejuelas de Laville a las avenidas de París, de las catacumbas que discurrían bajo el bosque del parque a los jardines de infancia de la capital, donde captaba a sus víctimas… Luego lo habían capturado. Y contra todo pronóstico, absuelto. Y sus demonios —en ningún caso los de su madre— lo habían abatido. Después… el fuego. El fuego había acabado por imponérsele, pues, en el fondo, la memoria termina siempre por darte alcance; el poder de los padres termina por controlarte, o más bien por condenarte. En Laville-Saint-Jour, la gente se inmolaba al igual que los samuráis se hacían en tiempos el
hara-kiri
. Pierre había seguido la senda de sus antepasados naturalmente.

Fue entonces cuando todo cambió. Su inmolación no había sido en modo alguno una pantomima. Pero había sobrevivido. ¿Cómo y por qué? Pierre Andremi tenía una respuesta: sencillamente porque su madre tenía razón. Él existía, mucho más allá del placer, de las fuerzas. Fuerzas que lo habían elegido, a él, entre todos. El hijo de Laville-Saint-Jour. Su heredero…

La curación había sido atroz; su sufrimiento, el calvario de un mártir. Pero eran las ventajas de tener el sostén de una red, la red que su madre y los Talcot, y otros antes que ellos, habían puesto en funcionamiento por todos los países, y más allá del océano y las fronteras. Se habían ocupado de él médicos a sueldo, lo habían llevado a Suiza, había vivido en una habitación esterilizada durante meses. A eso siguieron cuidados, reeducación, clandestinidad, nueva identidad. Entonces había descubierto la amplitud del movimiento oculto al que pertenecía sin saberlo, su poderío financiero, pero también su orfandad: privado de los Talcot, privado de ese punto de encuentro, ese faro que había sido Laville-Saint-Jour, se desmoronaba… Entonces Pierre había creído. En sí mismo, en ellos. Y en Él. Y había regresado, a Laville-Saint-Jour, a reencontrarse con el destino que su madre había trazado para él. «Algún día sucederán cosas terribles…» Esa frase pertenecía a su madre, quien la repetía como quien canta una nana, y Pierre no había captado nunca todo su alcance, hasta el día en que decidió regresar entre los suyos. «Algún día ocuparás el lugar que te corresponde… aquí, en la cima de Laville-Saint-Jour y por tanto, de algún modo, en la cima del mundo.» No, no la había comprendido, pero en el fondo —y de esto se dio cuenta más tarde—, había adivinado su significado: he ahí por qué desde sus años de juventud había hecho de ella su santo y seña.

El plan había sido preparado, pensado, financiado tanto en el interior como en el exterior. Sin embargo, y esto lo hacía enloquecer, no había podido controlarlo todo. Ante todo, el poli había resultado ser más avispado de lo previsto. Pierre había supuesto que el nombramiento al frente de la policía local del superviviente de un infarto, que además no era de la ciudad, le ahorraría investigaciones demasiado en profundidad. Evidentemente se equivocaba… Bertegui era un adversario de calidad, aun cuando, justo era reconocerlo, la suerte le había ayudado. Odile le Garrec, por ejemplo, no debería haber muerto. En un principio, el único plan que Pierre había pensado para ella era sonsacarle el nombre de quienes podían cruzársele en el camino, una lista de la que sabía que ella misma formaba parte, pues había abrazado repentinamente la fe cristiana.

Después, había sucedido el «accidente Audrey», ese estúpido celo de profesorzuela en pleno delirio mesiánico con su alumno… O también lo de ese joven patinador que lo había sorprendido en el bosque del parque…

Finalmente, la elección de La Talcotière para establecer su cuartel general no había sido muy juiciosa, aun cuando jamás de los jamases Pierre Andremi hubiera imaginado a Bertegui tan fino como para incluir a Cléance entre sus testigos… y mucho menos a él como potencial sospechoso. Sin embargo, La Talcotière le había parecido en un principio una buena idea: situado en lo alto de Laville, era un lugar en el que no solo podía impregnarse de esa atmósfera única, sino también propicio al recogimiento y aislamiento al que se veía condenado: su rostro no era nada fácil de esconder. Oh, sí, estaban esas… máscaras. A él se le ocurrió la idea durante su convalecencia mientras veía una película de gángsteres de serie B: durante un golpe, dos tipos llevaban medias por la cabeza y Pierre se dio cuenta de que los rasgos se disimulaban. La nariz aplastada, la boca tapada conferían a sus caras un aire grotesco. Pero si se recortaba un orificio para la nariz —aunque la de Pierre no fuera más que un pedazo de cartílago con dos agujeros—, si se practicaba una incisión para los labios, la fina rejilla daba entonces la ilusión, bajo un sombrero o una gorra, en la penumbra, de una piel tramada y un poco más coloreada que el amasijo de carne pálida que era en realidad su rostro. No obstante, si su aspecto podía pasar inadvertido en la noche de las grandes ciudades, no podía evitar despertar interés en una ciudad de apenas treinta mil habitantes, donde llevar un jersey naranja bastaba para atraer las miradas.

Así pues, La Talcotière, un error… Daba igual: con la filosofía de los grandes creyentes, Pierre sabía que cometería otros, que su camino estaría lleno de tentaciones: la tentación inconsciente del fracaso… Las que el gran barbudo, allá arriba, iba a enviarle.

Pero había quien lo ayudaba también: ¡por ejemplo, el chaval del que le había hablado Bernard, el jardinero… en la clase de Bastien! Una suerte loca… Sobre todo, después de enterarse de quién era su madre: Floriane, una antigua aliada, que no había respondido a sus llamadas, como tampoco lo habían hecho los Camerlin; ironías del destino, había previsto, de un modo u otro, raptar a los hijos de sus antiguos camaradas de la Chowder que le habían dado la espalda, que habían escogido la blanda comodidad de villense de bien en lugar de la ferviente aventura de su nuevo ejército, que habían pasado por alto su regreso. Los hijos: todos unidos por los turbios vínculos de la adolescencia. Tan fáciles de atrapar.

Y la noche pasada: la niebla. Como villense de pura cepa, Pierre había comprobado la víspera su particular consistencia, su densidad. Presagiaba uno de esos días de puré de guisantes absoluto en que los habitantes se encierran en casa como cuando hay tormenta… Un día en que todo es posible. Por ello, la otra noche, mientras observaba cómo crecía la niebla, supo que había llegado el momento de visitar al cura, de sacarle el nombre de los que trabajaban en la sombra, en silencio, para oponerse a Él… Y por eso había decidido «precipitar los acontecimientos», como Jocelyn acababa de decir. Y con razón: esa misma mañana, Bertegui había ido a ver a Cléance y había pronunciado su nombre, prueba evidente de que era urgente actuar. En cuanto al cura, después de resistirse durante horas había terminado por delatar a Suzy Belair… quien por el momento estaba en paradero desconocido. Sí, era el momento de actuar: ahora o nunca. Porque la niebla mandaba. La niebla era una aliada cuyas señales había que saber interpretar.

Sin embargo, Pierre Andremi no juzgaba útil explicar todo eso a Jocelyn. Él no pertenecía a Laville, nunca sabría cómo funciona, los mensajes que te lanza…

A modo de respuesta, y para despedir al intruso, dijo:

—En poco más de un mes, será el solsticio de invierno…

—Ya lo sé.

—Entonces llegará el momento de que tú y… tu hijo mostréis vuestro compromiso.

Jocelyn Hersaut sencillamente asintió con la cabeza.

—Estaré preparado.

Capítulo 71

N
icolas cerró la puerta del coche.

—Es su casa —dijo.

Audrey se subió también y se sentó en el asiento del copiloto.

—¿Qué quieres decir?

—La casa donde vive tu alumno… es la casa donde se crió Pierre. Él y su madre, y su hermana… Hasta he visto el columpio donde su hermana acostumbraba estar balanceándose durante horas.

Audrey volvió la cabeza en dirección a la hermosa residencia burguesa y se estremeció. La noche ya casi había caído, pero por las ventanas no salía ningún halo de luz que se diluyera entre la niebla. ¿Dónde estaba ahora Caroline Moreau? ¿Se había retirado al fondo del jardín, donde Bastien le había dicho que se dedicaba a pintar? ¿A pocos metros del columpio?

De pronto, recordó la carta de Odile le Garrec a su hijo:

Nicolas, conoces la historia de Laville-Saint-Jour. Es inmutable, y tarde o temprano, volverá, volverán, para continuar con la tradición, para constituir nuevamente, para reconstruir una red que nunca ha dejado de existir por completo. Y aunque sé que todas estas reglas se te escapan, no ignoras que para ello necesitarán un niño. Encuéntralo… Es el único medio.

—¿Qué hacemos? —preguntó Audrey. Nicolas suspiró.

—Ella lo sabe —dijo.

—No… no estoy segura. Es rara, de acuerdo, pero…

Nicolas no dijo nada. Por supuesto que Caroline Moreau lo sabía. No podría ser de otro modo. Sencillamente, se había visto superada. Incluso ahogada, pensaba Nicolas. Todo en ella lo evidenciaba: su belleza evanescente, su mirada fija, el aire ausente, ni siquiera sorprendido, cuando le habían preguntado sí conocía a Pierre Andremi…

—¿A qué hora sale tu hijo del colegio?

—A las cinco y media. Y Bastien tiene clase hasta las seis. He llamado al Saint-Ex para que me dijeran su horario…

Nicolas miró la hora en el panel del coche.

—Vamos a buscar a tu hijo… Quedan veinte minutos. Después, iremos al Saint-Ex…

Circulaban en silencio por las calles adoquinadas de Laville-Saint-Jour, los faros destilaban unos conos luminosos que atravesaban la niebla. Audrey no había visto nunca antes un fenómeno parecido, pero el ambiente no se prestaba a lánguidas contemplaciones.

—Su hermana —dijo para liberarse de la angustia que le oprimía el pecho—. No me has hablado de ella. Sin embargo, me ha parecido entender que detrás… —buscó la palabra, sin encontrarla— detrás de todo esto, había una voluntad familiar, una historia de herencias…

—Murió —acabó diciendo Nicolas—. Al menos eso creo…

—¿Cómo fue?

—Desconozco lo que sucedió exactamente… Pierre solo habló de ello en una ocasión. Creo que pasó cuando era niño, o al menos más joven. Ella era algunos años menor que él… No sé nada más.

Audrey se subió maquinalmente el cuello de la chaqueta, como para librarse del malestar que le había producido de inmediato el columpio durante su primera visita.

—¿Cómo sabes lo del columpio? Bueno, lo de que se quedaba en él horas y horas…

—Lo sé por Pierre, un día que estaba en su casa: «Me gustaba quedarme ahí mirándola… Podía columpiarse horas, lentamente…». No dijo nada más, pero recuerdo muy bien sus palabras porque en su momento se me hizo raro imaginar a aquella niña balanceándose así, tanto tiempo, en su columpio, ante la mirada de su hermano. Es una imagen que incluso llegué a utilizar en una novela…

Un silencio los aisló y de nuevo Audrey se esforzó por alejar de ella la morbosa idea de un chico, futuro asesino, observando a su hermana pequeña a hurtadillas desde esa casa ahora habitada por los Moreau y… ¡oh, Dios, puede que desde la misma habitación que ocupaba Bastien!

Como si le hubiera leído el pensamiento, Nicolas exclamó, conforme se acercaban al colegio de David:

—¡Santo cielo! ¿Cómo explicas que sea esa su casa si estamos equivocados?

Ella no se lo explicaba. Ni ganas tenía de hacerlo. En ese momento, lo único que deseaba era abrazar fuertemente a su hijo y huir…

—Sé que tienes razón —murmuró finalmente en tono lúgubre—. Sencillamente…

Se calló, notó cómo Nicolas soltaba la palanca de cambios y ponía su mano sobre la suya. ¿Se podía imaginar una situación más violenta para un encuentro?

—Es ahí, a la derecha —señaló ella.

Giró y continuó por la pequeña avenida. Delante del portal, canguros y parientes esperaban a su progenie: seguro que la mayoría estaba trabajando y no habían podido venir a buscar a los chicos a pesar de ese día de niebla tan especial.

Mientras Nicolas aparcaba, Audrey buscó con la vista el BMW de su ex, sin hallarlo. Mejor, pensó. Si había enviado a la canguro, todo sería más sencillo. Bajó del coche, con el corazón galopando, a punto de salírsele por la boca.

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