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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

Una voz en la niebla (57 page)

BOOK: Una voz en la niebla
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Audrey guardó silencio, esperó. Lo tomó de la mano para ayudarlo a cruzar ese puente, tan difícil de franquear, que media entre el odio y la paz; la cogió como se coge la de un niño al que se guía en la oscuridad, y notó cómo la inundaba un mar de amor.

Cuando se agotaron las lágrimas, le sonrió —una sonrisa hecha de gratitud— y le hizo una pequeña señal invitándola a proseguir.

Juntos, descubrieron la verdad.

Capítulo 68

B
astien trató de aguzar la vista, de ver a lo lejos: imposible. Desde la verja, el bosque del parque, entre la niebla, a esa hora en que ya la luz del día empezaba a ceder, hacía pensar en una pecera gigante de aguas turbias en la que ondulaban las plantas acuáticas.

—¿Estás seguro de que está ahí dentro? —preguntó.

Mendel dirigió hacia él las dos troneras azules de su mirada.

—Yo no estoy seguro de nada. Pero sí, creo que sí…

—No lo entiendo.

Pero en el fondo, ¿qué más daba? Ya no podía quedarse sin hacer nada. Impotente. Preso de la incertidumbre. ¿Había muerto su padre verdaderamente? No lo sabía. A medida que pasaban las horas, se veía animado por ráfagas de esperanza. Después de todo, ¿cómo estar seguro de que se tratara efectivamente de su padre? julesmoreau no le había confirmado nada. Y es que julesmoreau se había limitado a enviarle aquel mensaje sibilino: «Ahora ya sabes… La verdad está a tu alcance… Al final del camino». Por eso no había esperado a que terminaran las clases para seguir a Mendel. Por eso se encontraba ahí. Suspicaz, pero decidido. Prudente y determinado. Y si debía emprender una expedición… por más que fuera con un chico que le había dicho, sin fingimientos: «También mi padre ha muerto…», lo quisiera o no, aquella frase creaba entre ellos una cercanía dolorosa y muda.

—No hace mucho que la conoces —insistió Mendel con esa calma adulta que turbaba a Bastien—. Puede que ella y yo no seamos amigos, pero… pero estuvimos juntos en primaria. Somos de Laville-Saint-Jour. Si Opale no está en el Saint-Ex ni en su casa, hay muchas posibilidades de que esté aquí…

—¿Por qué aquí?

—Porque es un lugar especial. Donde venimos a veces cuando algo no va bien. Y si Opale no está en ningún lado, es que… es que algo no va bien. El bosque del parque es un lugar mágico. Supongo que ya has debido de darte cuenta. Y esa magia… los villenses a veces la necesitan.

Bastien asintió con la cabeza. Mendel parecía seguro de sí mismo. Y sin querer, recordó las palabras de julesmoreau:

«Deja que quienes pueden acompañarte vengan a ti. En el colegio, por ejemplo…»

—¿Vamos o no? —dijo Mendel: una mera pregunta, sin impaciencia en la voz.

Puede que en el fondo fuera eso lo que decidió a Bastien. La indiferencia de su improvisado camarada. Si se hubiera tratado de una trampa o de una broma pesada, ¿estaría Mendel tan de vuelta de todo?

Por toda respuesta, Bastien avanzó hacia la verja abierta y entró en el parque desierto. A su espalda, César Mendel esbozó una sonrisa de triunfo.

Se adentraron en silencio; Bastien iba tras los pasos de Mendel, que parecía conocer el camino. Él, en cambio, se sentía desorientado, pero en el fondo, eso no tenía ninguna importancia. La vida se resumía ahora en esta ecuación: actuar o morir. De miedo o de pena… o de ambos, casi seguro.

Al cabo de unos diez minutos, Mendel se detuvo, pareció dudar. Bastien entornó los ojos para tratar de orientarse… Fue en vano. Se encontraban bajo un árbol cuyas ramas retorcidas formaban una bóveda, casi una pequeña gruta por encima de sus cabezas, en la encrucijada de varios caminos. Bastien se percató entonces de que aún no habían visto ni un alma.

—Por aquí —señaló Mendel, reemprendiendo la marcha hacia la izquierda, un camino gris en la blancura por el que se cruzaban ramas desnudas como si fueran brazos de algas.

Bastien lo siguió. Y entonces las vio: las formas en la niebla. Apenas unos esbozos, unas fibras. Un ejército de niños. Ocultos tras el tronco difuminado de los árboles, sus siluetas se dibujaban a merced del aire antes de fundirse en el seno de la niebla, como si jugaran con ellos al «tú la llevas». Bastien no sintió ningún temor, al contrario: ahora sabía que las sombras blancas no eran hostiles.

—¿Alguna vez has visto cosas en la niebla? —preguntó.

Sin detenerse, Mendel le lanzó una insondable mirada de través.

—¿Como qué?

—Pues… ¿sombras?

Mendel se detuvo de repente, paseó su láser azul por el parque.

—¿Fantasmas, quieres decir?

Bastien no descubrió ni rastro de ironía.

—No lo sé —mintió, no obstante, por precaución—. A veces, por la noche… he tenido la sensación de ver algo una o dos veces.

Largo silencio de Mendel, que murmuró finalmente entre dientes:

—La niebla es como las nubes —dijo—. Ves lo que quieres ver. —No se percató de la cara de asombro que ponía Bastien—. Algunas personas ven en ella niños, a veces… Bueno, al menos es lo que se dice. Y en cuanto a mí, lo que veo… me lo guardo para mí. Hablar de ello… —nueva mirada atravesada, sonrisa ladeada— trae mala suerte…

Pero el efecto de Mendel, que retomó la marcha de inmediato, no le hizo gracia. Bastien ya no lo escuchaba. «Ves lo que quieres ver…» La frase de su madre a propósito de sus cuadros. Los cuadros que se contestaban, que contaban su historia. Inevitablemente, volvía a ellos una y otra vez, como si todo condujera al final a la verdad contenida en esos lienzos: la tela azul, la pareja abrazada, la pintura en llamas, el cuchillo, el rostro de la muerte… Estaba seguro de que faltaban elementos. Pero conocía esa cara. Por eso habitaba sus pesadillas. ¿Era esa también la razón por la que todos los lienzos de su madre recordaban a Laville-Saint-Jour? ¿Una Laville-Saint-Jour risueña y colorista, pero igual de inasible?

Una vez más, no se le alcanzaba la respuesta. Pero en esa ocasión, no sintió resentimiento alguno. En ese preciso momento tenía la impresión de caminar hacia la verdad. Esa idea no se basaba en ningún análisis racional aunque, de todos modos, nada ahí era racional. La verdad al final del camino. Y Opale.

Como si Mendel lo hubiera escuchado, anunció:

—Ya hemos llegado…

Bastien siguió su mirada y descubrió una gran roca en la que habían excavado lo que parecía ser una gruta artificial, por la que fluía una pequeña cascada que iba a caer a un estanque; uno de los paseos discurría justo por encima, de modo que, perfectamente fundido en el decorado, apenas llamaba la atención, sobre todo entre la niebla.

—¿Aquí? —preguntó.

—Sí… Sígueme.

Mendel caminó en dirección a la cascada, se deslizó por debajo pegándose a la roca. Cuando Bastien se disponía a seguirlo, percibió una risita mordaz. Se dio la vuelta y vio la silueta de un niño que se estaba partiendo de risa. Cinco o seis años quizá; ¿las sombras blancas tenían edad? La aparición «cruzó» su mirada con la suya y se desvaneció al instante con un plop humeante.

—¿Has oído eso? —preguntó mientras rodeaba el pequeño salto de agua para reunirse con Mendel.

—¿El qué? Con el agua, no se oye nada, aquí dentro resuena todo… Bueno, pues aquí lo tienes, es por ahí por donde hay que pasar…

Bastien atisbó una especie de agujero en un recoveco de la piedra. Había que agacharse para pasar por ahí, y la cueva parecía estar completamente a oscuras.

—¿Ahí dentro? —se extrañó Bastien—. Estás seguro de que Opale est…

Pero ya Mendel se había arrastrado para hundirse bajo el bosque.

Bastien se dejó caer: era más fácil de lo que parecía. Una densa oscuridad, un olor a musgo, a tierra… y a algo más, como un tufo remoto a carne putrefacta. En algún lugar al fondo del todo, un débil resplandor rojizo. Atractivo, inquietante.

—¿Dónde estás? —preguntó Bastien, desorientado; se encontraba en algún punto entre la poca luz que llegaba desde el parque y el resplandor lejano.

Una cara de pesadilla apareció a un metro de él y se asustó. Mendel, iluminado desde abajo, movió la linterna y Bastien lo reconoció.

—¡Soy yo, bobo!

Parecía divertirse, lo que resultaba, a un tiempo, tranquilizador y perturbador.

Sus ojos empezaban a acostumbrarse a la oscuridad, y Bastien observó los detalles: se hallaba en una estrecha galería excavada en la roca, de unos dos metros y medio de altura, de paredes granulosas.

—¿Vamos hacia allá? —preguntó señalando el resplandor que se veía al fondo de lo que parecía un túnel natural.

—Exacto.

Mendel echó a andar, seguro de sí mismo, con la linterna por delante para así poder sortear los charcos en el suelo de tierra batida.

—Qué raro es este sitio —observó Bastien—. Es como si… hubiera sido excavado.

—Y así es. Los antiguos villenses lo utilizaban a veces —respondió Mendel… y su voz se prolongó en un hueco y húmedo eco.

—¿Para qué?

—Para llegar al bosque del parque, en cualquier momento… sin ser vistos. Cerca del árbol…

Bastien guardó silencio: no tenía ganas de saber a qué iban los villenses al bosque del parque.

Siguieron avanzando por el túnel, sus zapatillas rechinaban contra la tierra húmeda salpicada de gravilla, en el silencio glacial y entre los olores de las entrañas de la tierra. A mitad de camino, Bastien se dio la vuelta. Por la abertura que daba al exterior al otro extremo de la galería ya solo entraba un rayo de clara oscuridad. La noche caía sobre Laville-Saint-Jour. Por el agujero por el que se habían deslizado, se colaban sinuosa y blandamente unos filamentos de niebla.

Tras unos minutos más andando, llegaron a una puerta. La luz rojiza estaba justo detrás: se filtraba por debajo de ella y por las junturas del marco, como si algo palpitara al otro lado. Bastien se adelantó a Mendel y se acercó: la puerta era muy antigua; en algunos lugares, la madera estaba podrida a causa de la humedad, pero los gruesos clavos resistían bien. No había ni tirador ni candado. Tan solo una recia cerradura de cobre.

Iba a volverse cuando Mendel, a su espalda, le hizo de repente esta pregunta:

—¿Cómo supiste lo de tu padre? Y… y ¿de qué murió?

Bastien se quedó petrificado. No habían hablado nada de sus respectivas historias. ¿Qué responder? La verdad, decidió. La verdad al final del camino…

—Las sombras blancas —respondió… y su voz se perdió a lo lejos, en el túnel…—. Las sombras blancas me lo han dicho.

Un silencio… Se preguntaba qué cara pondría Mendel en ese momento, y si definitivamente se acababa de ganar a pulso su reputación de «tío raro».

—Y no sé cómo ha muerto. Lo sé, eso es todo.

Y al formularlo, comprendió que era ya un hecho indiscutible, para el que no había vuelta atrás.

—¿Y tú? —preguntó con un nudo en la garganta.

Silencio. Esperó… un momento en suspenso, ahí en aquel túnel, frente a esa puerta que los villenses utilizaban para… ¿para qué, a todo esto? Se armó de valor y se dio la vuelta.

Mendel estaba frente a él; bueno, alguien, algo que había sido César Mendel estaba ahí mirándolo, pues la brutal expresión que Bastien descubrió, la mirada de un azul mortecino, sin alma, tan profunda como un pozo de negras aguas, no se parecía en absoluto a la del chico que lo acompañaba desde hacía media hora.

Con voz grave, casi sorda, la criatura profirió estas increíbles palabras:

—Porque he sido yo quien lo ha matado.

Con un gesto violento, levantó la linterna y golpeó a Bastien en la cabeza.

Capítulo 69

B
ertegui se adentró por el camino, sobre el que los árboles calcinados formaban una bóveda oscura y descarnada, atravesada por débiles rayos de luz: huecos entre las mallas de una red. En cuanto se puso en marcha, se vio asaltado por una sensación de vacío: la finca de La Talcotière estaba sumida en un silencio sepulcral. Ni pájaros, ni tan siquiera el graznido de un cuervo… ni el menor murmullo de follaje. El paraje parecía condenado a un invierno eterno.

La casona se alzaba justo al volver una curva, como una sorpresa desagradable al final de un camino que atravesaba las tierras que ahora pertenecían a Hecticon. Bertegui dejó el coche en lo que debió de ser un pequeño aparcamiento para los residentes.

El caserón era muy grande. ¿Se trataba de un castillo? ¿Una mansión? Imposible decirlo: tan solo quedaban unas ruinas de piedra lamidas por enormes lenguas de hollín, vigas que asomaban, techumbres hundidas y columnatas desmochadas que se recortaban contra el cielo. El paralelismo con Pierre Andremi se impuso; sin duda, el antiguo orgullo villense presentaba hoy el mismo aspecto devastado que el hijo maldito de la ciudad. ¿De verdad había ido Andremi allí?, se preguntó. Andremi o quien sea…

La Morizot había visto luz. Tenía que comprobarlo por sí mismo. Por lo demás, la finca pertenecía a Cléance Rochefort. Ese mero detalle ya bastaba para despertar sospechas. Es más, debería haber empezado por ahí, pero todavía sabía poco; le había parecido improbable que la muerte de Odile le Garrec pudiera estar relacionada, del modo que fuera, con pasado de esa casa. Ahora, estaba abierto a cualquier explicación, a cualquier hipótesis.

Recorrió los últimos metros del caminito, con una linterna en una mano, y la otra en la funda de la pistola, preocupado por el ruido de sus pasos contra la gravilla, única manifestación de una presencia humana, o incluso animal, consciente del riesgo que corría al ir en plan llanero solitario. Aunque realmente no había tenido opción… Ya al despedirse de Cléance Rochefort, había tenido una visión: la directora marcando un número de teléfono, nada más haber cerrado él la puerta, para avisar, cuchicheando, a quienes podrían verse perturbados por la visita de la policía. Por otro lado, estaba violando claramente una propiedad privada, dado que ningún elemento concreto podría justificar esa intervención… y que, tal como estaban las cosas, y a la vista del expediente, ningún juez le habría concedido las autorizaciones pertinentes. Así que ni hablar tampoco de que intervinieran refuerzos.

Habían echado abajo la puerta… Bertegui echó un vistazo a través de un agujero, y juzgó que había vía libre. Justo cuando iba a entrar en la casa, se vio alertado por un zumbido a lo lejos. Bertegui aguzó el oído: el sonido parecía proceder de la parte trasera de la casa y decidió rodearla antes de visitarla por dentro.

A la izquierda descubrió Laville-Saint-Jour —así que era esa fachada la que podía verse desde determinados puntos de la ciudad— y el sobrecogedor espectáculo de las columnas de niebla que bajaban por las colinas como asaltantes que fueran a engrosar las tropas de más abajo… Luego observó, a unos cien metros de la casa, una edificación mucho más pequeña, como un pabellón de caza, oculto en parte entre una densa vegetación. ¿Se trataba de alguna dependencia? En cualquier caso, el ruido provenía de esa dirección, y Bertegui decidió que la casa podía esperar.

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