Bajó del coche, caminó hacia la casa. No había luz en las ventanas… si bien, la planta baja de Suzy Belair era bastante oscura, según había podido observar en su anterior visita. ¿Habría salido? ¿Estaría ausente?
Pulsó el timbre que había justo debajo del misterioso signo astrológico grabado en cobre. Esperó. No hubo respuesta. Volvió a llamar, entornó los ojos acechando a través de los cristales. Nada.
Pasó su enorme zarpa a través de la verja, descorrió el pestillo. La verja cedió. Se dirigió por el caminito, hacia los tres escalones, tropezó y a punto estuvo de caerse. Se incorporó jurando antes de trepar hasta la puerta de la casa. Cerrada con llave. Ninguna luz. Ningún indicio de violencia. ¿De veras había contado con encontrarlo?
Un ruido a su espalda lo sobresaltó y se dio la vuelta de repente. A una distancia indefinida —¿treinta metros quizá? La niebla también distorsionaba los volúmenes—, vio cómo se alejaba una masa azul. Los pilotos rojos traseros producían un halo como dos hilillos de luz y desaparecieron torciendo la esquina.
Bertegui esperó: la calle desierta, los árboles, el silencio, la niebla. Nada más… y sin embargo, tuvo la sensación imprecisa de estar siendo observado. Espiado…
Ahora acechante, recorrió con la mirada todo su campo de visión. Y entonces los vio: los movimientos. Los movimientos no de la niebla, sino en la niebla. Las formas… Y también —¡ah, no, eso era imposible!— los rostros… Observó el fenómeno y… ¡sí! En el corazón mismo de la niebla, estelas, remolinos, pulsaciones como dotadas de vida propia y…
La sensación se desvaneció. Un viejo, a juzgar por lo encorvado que caminaba, acababa de aparecer con un perrito faldero negro atado con la correa. Simple ilusión óptica, por lo tanto.
Bertegui meneó la cabeza, enfadado consigo mismo. Decididamente, el ambiente de esa ciudad era contagioso. ¡Pernicioso, se diría!
Desanduvo lo andado hasta el coche, se sentó al volante. Los treinta segundos de alucinación (no encontraba otra palabra) habían hecho mella en él y su primer reflejo fue llamar a su mujer.
—¿Va todo bien, cariño? —preguntó ella con un punto de preocupación en la voz: por los temblores de su propia voz, Meryl podía adivinar sus estados de ánimo (era de esas mujeres a quienes no se podían engañar… De todas maneras, Bertegui nunca había sentido el menor deseo de hacerlo).
—Sí… Solo quería decirte que no iré a comer.
—Imagino que sigues con tu caso…
—Sí… Y también creo, en vista del tiempo, que estaría bien que la peduga no fuese hoy al colegio.
—Sí, también lo había pensado… He encontrado a una chica que va a cuidarla este tarde, precisamente, en sustitución de…
Sus palabras quedaron en suspenso. Bertegui comprendió que el repentino despego de la arpía que se ocupaba de su casa desde que llegaron seguía afectándola.
—Claudio…
—¿Sí, amor mío?
Un blanco, una vacilación. Se la imaginó mordiéndose el labio, un tic de infancia que reaparecía siempre que le entraba alguna duda, y exteriorizaba su apuro.
—Te amo, Claudio…
Colgó. Bertegui siguió con el teléfono en la mano, con el corazón sometido de pronto por un inexplicable yugo de angustia. ¿Por qué… ese tono un poco trágico en su voz? ¿Y qué habría querido decirle antes de echarse atrás?
M
eryl Bertegui colgó el teléfono justo en el momento en que llamaban al timbre de la puerta.
—¡Ya va! —gritó una voz aguda en el salón, seguida de un trote de pasitos. Tras su hija, Meryl llegó a la entrada. La puerta ya estaba abierta, y en ella se recortaba la silueta algo gruesa de una chica embutida en un loden, como empujada por la niebla que palpitaba en el exterior.
—Pase, pase —la invitó Meryl.
La muchacha obedeció y apareció en la luz una cara redonda, bajo una boina a juego con el abrigo conforme a un estilo muy «monjil».
—Buenos días, soy Saphir Argenson. Hemos hablado por teléfono por lo de esta tarde.
—Sí, por supuesto, la estaba esperando. No tengo clase hasta dentro de una hora larga, pero con esta niebla, pensaba echarme a la carretera ahora mismo.
La chica se quitó el sombrerito, descubriendo una melena de un rubio que Meryl, pura californiana de nacimiento, encontraba típicamente francés: un poco apagado, sin reflejos, sin artificios.
—¡Me imagino que es contigo con quien voy a pasar el día! —exclamó dirigiéndose a Jenny.
Esta asintió con la cabeza, encantada, con una gran sonrisa en los labios, que contrastaba con la cara de palo que le ponía generalmente a la señora Meniron.
—Sí, esta es Jenny…
—Mi nombre completo es Jennyfer, pero todo el mundo me llama así. Bueno, menos mamá cuando se enfada.
Saphir Argenson se volvió hacia Meryl con una sonrisa divertida.
—Y tú, ¿Saphir es tu nombre de verdad? —inquirió Jenny Bertegui, fiel a su preguntitis.
—Sí… Es cosa de familia, muchas chicas tenemos nombres de piedras… Tengo una prima que se llama Perle, otra Opale… Y dime, Jenny, ¿no tendrás por casualidad una bonita colección de Barbies? ¡Porque me encantan las Barbies!
Jenny Bertegui abrió unos ojos como platos, extasiada y feliz.
—¡Sí, ven, te la voy a enseñar ahora mismo!
—¡Eh!, señorita Bertegui —la interrumpió su madre—, ve a preparar a Barbie y sus amigos para tu nueva invitada; antes yo tengo que explicar dos o tres cosillas a Saphir…
La chiquilla trotó hasta su habitación, mientras Meryl enseñaba la casa a la chica.
—En principio, necesito que alguien la recoja en el colegio dos veces por semana y la cuide hasta la noche a causa de mis clases, pero hoy es un día un poco especial. Con esta niebla, no sé, no me imagino mandándola a clase…
—Oh, supongo que acaba usted de llegar aquí, pero ya verá cómo se acaba uno acostumbrando sin problemas. La niebla confiere siempre a la ciudad una atmósfera encantadora, y para serle franca, los días como este son muy excepcionales…
Meryl no respondió; continuó explicando la tele, los deberes, la merienda… La canguro escuchaba, asentía a todo, aplaudía con entusiasmo las pequeñas reglas de la casa, sin dar muestra de la menor duda o molestia.
Demasiado perfecta, pensó por un momento una Meryl Bertegui al acecho. Demasiado jovial, demasiado espontánea, demasiado «sí, tiene usted razón en todo y de cualquier modo, el mundo es maravilloso, ¿no cree?».
Llegó la hora de dejarle a su hija y Saphir Argenson se reunió con Jenny en su habitación, de donde empezaron a oírse enseguida exclamaciones de las chicas y grititos histéricos. Meryl asomó la cabeza por ahí un rato después, la descubrió ocupada en explicar la función de cada una de sus muñecas en el seno de la tribu. Mientras Jenny corría hacia su madre para colgarse de su cuello un momento, esta última sorprendió una fugaz mirada de través de la canguro y visualizó una imagen espantosa: la monjita cambiaba súbitamente de expresión en cuanto se cerraba la puerta, mientras se dirigía al salón para liarse un porro y pasárselo a Jenny ante los ojos muertos de las muñecas tiradas sobre la
coffee table
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Cerró la puerta tras de sí, se dirigió a la entrada, desconcertada ante la violencia de su visión. Luego se encogió de hombros, alzó los ojos al cielo. Sencillamente estaba conmocionada. Por la escena con la señora Meniron… por la niebla… también por ese horrible cacho de carne que había encontrado esa mañana en el columpio. Había estado a punto de contárselo a Claudio por teléfono poco antes, pero lo había intuido tan preocupado que se había prometido esperar a la noche.
Sí, conmocionada. Nada más que eso. Esa chica parecía perfecta, ¿no?
Se decidió a marcharse, se puso el abrigo, fue hasta el coche cuidando de ir con la boca cerrada, como si temiera tragar algo de niebla. Cuando arrancó un minuto después, estaba tan concentrada en la carretera que se olvidó del retrovisor. De no haber sido así, sin duda habría visto el coche que salía en pos de ella, unos veinte metros por detrás. De no haber sido así, quizá las cosas habrían sido totalmente diferentes.
«P
apá ha muerto.» No se lo podía decir. Bastien estaba sentado ante su madre, unos guisantes, un bistec… Ella tenía en el rostro esa sonrisa entre ausente y serena que había creído una señal de mejoría las primeras semanas en Laville-Saint-Jour antes de descubrir que tenía un significado bien diferente. Y ahora, Caroline Moreau era viuda, aunque Bastien fuera el único en saberlo. Bueno, no: las sombras blancas conocían la verdad. Y… y los que lo habían matado.
Porque se trataba efectivamente de eso, ¿no? Estaba convencido de ello.
Había perdido el conocimiento, y al despertarse no había ni rastro de la sesión. La sala estaba limpia, y él mismo no se encontraba tendido en el suelo, sino «dormido» en el sofá, de modo que por un momento, una vana esperanza había hecho desaparecer el dolor: se había quedado dormido, se había visto sumido en una pesadilla, nada más que eso. ¡Su padre estaba vivo en algún lugar, de «seminario», e iba a llamar en una hora, o dos, o tres…!
Sí, lo había creído… hasta que encontró el trozo de cristal en el suelo. Un minúsculo reflejo de cristal, al pie del sofá. Entonces había buscado el vaso… estaba seguro de haber visto el vaso al entrar en la sala, junto a los cuadraditos blancos. Pero el vaso estaba roto de veras. Su padre estaba muerto de veras. Él era quien había ascendido desde los limbos de su descanso, para hablar con él en la Chowder…
Durante una hora, o puede que más, el llanto había fluido sin interrupción ante el montón de letritas blancas que yacían esparcidas a sus pies. Durante una hora, se le habían representado imágenes, imágenes de un tiarrón rubio deportista que lo llevaba a patinar los domingos, que se divertía con cualquier cosa —«soy un público muy agradecido», decía riendo de lo lindo tras una caída tonta—, que lo sentaba en sus rodillas en el coche, y le dejaba coger el volante por terrenos baldíos —«algún día serás bastante alto como para sentarte aquí y ese día, quiero que mi hijo esté preparado»—, y le susurraba a veces como en una confidencia, con los ojos húmedos: «¿Has visto qué guapa está tu madre hoy…?».
Así pues, Bastien había llorado a su padre, y estaba feliz: el dolor era aún inmenso, insuperable, tan profundo como un lago por la noche, pero por lo menos, podía mirar a su madre sin prorrumpir en sollozos. Hoy su madre estaba viuda; habría preferido morirse antes que afrontar esa verdad, aun cuando se tratara de una verdad abstracta, extraña… inconcebible aún.
—¿No comes, tesoro?
Bastien pestañeó, la miró: no se lo podía decir, no podía no decirlo, necesitaba gritarle a alguien «¡Mi padre ha muerto! ¡Mi padre ha muerto!», pero ¿a quién? Opale… Oh, Dios mío, tenía la sensación de que su corazón le iba a reventar de pena, de tristeza, de silencio. Pero iba a encontrarse con Opale. Esa tarde, bueno, en unas horas.
Le sostuvo la mirada: su madre había fruncido el ceño y entendió que estaba haciendo una breve incursión en el mundo real, que su preocupación era tangible.
—Es la niebla —mintió—, creo que me quita el apetito.
Se volvieron hacia la ventana al unísono… «Sí, ¿has visto?, tiene algo de mágica, ¿no crees?», dijo ella, pero no la escuchó. Sus ojos se acababan de detener en uno de los lienzos de su madre, o más bien en tres, alineados en frente de él y de repente lo tuvo claro: en ese instante, el mundo de la ventana se parecía con toda exactitud a un cuadro de su madre, o mejor dicho, a una versión triste de su pintura.
—Mamá —preguntó, temblándole la voz a su pesar—, tú no has venido nunca antes a Laville-Saint-Jour, ¿verdad?
Su madre pestañeó: adivinó el esfuerzo que estaba haciendo para permanecer con él y no replegarse para perderse en sus ensoñaciones.
—¿Por qué me preguntas eso?
Señaló con el dedo:
—La ventana… Es casi como uno de tus cuadros.
Su mirada voló de la ventana a las pinturas y viceversa.
Impasible, le respondió:
—No, nunca había venido… pero estás en lo cierto: es una curiosa casualidad. Bueno, yo no pintaría jamás un cuadro tan gris —observó con toda razón.
El muchacho asintió; tenía la vaga impresión de que aquello era y no era al mismo tiempo una mentira, de que todo le llegaba amortiguado, debilitado, como si estuviera encerrado en una burbuja invisible para los demás. Se concentró nuevamente en los cuadros, porque cualquier cosa servía para no pensar en la palabra formada por los cuadraditos blancos: P A P A.
¡CLING!
Una alerta del Messenger desde el despacho. Bastien saltó de la silla: lo había dejado conectado adrede, en la esperanza de que Opale se manifestara, o quizá Patoche, o incluso… su padre. Pero de todos modos, lo que quería era huir, ¡huir! Corrió hasta el ordenador, se abalanzó sobre la pantalla.
En una ventanita del Messenger, julesmoreau acababa de teclear estas sencillas palabras:
«-Así que ahora ya lo sabes…»
E
l hombre de la pantalla era guapo, quizá no en el sentido plástico del término, pero tenía esa oscura presencia, un magnetismo tenebroso, casi inquietante, que debía de fascinar naturalmente a las mujeres e hizo que de forma inevitable a Bertegui se le escapara un pequeño suspiro de envidia. Era el tipo de hombre con quien Meryl habría debido casarse, al menos si el amor y la belleza cedieran siempre a la simetría de los contrarios: hombre/mujer, sol/luna, luz/crepúsculo…
Una barba de tres días que contrastaba con una tez macilenta y dibujaba los contornos alargados de un rostro anguloso, delgado, realzaba los pómulos aristocráticos y los ojos de una negrura sin fondo. Filmado en un entorno que debía de ser un claro —se podía ver, aunque el encuadre estaba borroso, la linde de un bosque—, se presentaba en plan americano:
—Saludos a todos. La mayoría de ustedes ya conocen mi cara de haberla visto en las noticias a propósito del famoso proceso que tuvo lugar el pasado otoño. Para aquellos que aún no sepan quién soy, me llamo Pierre Andremi. Lo más probable es que esta sea la última vez que me vean. Pero estoy seguro… —una sonrisa con un toque de misterio— de que no se van a olvidar de mí tan fácilmente. La hora del caos está a punto de llegar. Entonces reinarán las tinieblas. Yo ya no estaré aquí para disfrutarlo, pero no lo duden: tendré mi porción de poder.