C
ésar se detuvo en seco a mitad de camino: acababa de oír algo.
¿Un grito?
Sí, se parecía a un grito. Y el o la que acababa de lanzarlo no estaba lejos, calculó. Y seguía, y seguía… Parecía que a la chavala —porque era una voz de mujer, ¿no?— la estuvieran destripando viva lentamente, muy, muy lentamente. Ahí mismo, a dos pasos… Como si estuviera pasando en el bosque del parque, es decir, prácticamente a su puerta.
Esperó unos instantes en la oscuridad —no había encendido la luz— por si acaso alguien se despertaba en la casa (alguien, esto es: su hermana o la putita irlandesa encargada de cuidar a la cría, que dormía un piso por encima del suyo, bajo el tejado. En cuanto a sus padres, estaban en la recepción de los Rochefort; bueno, de la señora Rochefort porque todo el mundo sabía que, tras la quiebra del tío Rochefort, era ella la que tenía la pasta y la que había comprado el colegio para el fracasado de su marido).
La casa continuó en silencio… Fuera, el grito se apagó. «Ostras, ha acabado por palmarla», pensó, y aquella idea hizo que no pudiera reprimir una risita nerviosa.
Esperó un poco más. Ni un solo ruido: ni rubianca pecosa flojeras… ni mocosa de seis años arrastrando un peluche que apestaba a leche cuajada… ni el buga de sus padres llegando a lo lejos. No había ni Blas… De puta madre. Porque de todos modos, esa noche no tenía elección. Imposible dormir. Tenía demasiadas ganas.
Siguió bajando sigilosamente, con los pies cálidamente abrigados en sus pantuflas, una gruesa sudadera y un pantalón de chándal puestos por encima del pijama.
Cruzó el vestíbulo, llegó a la cocina, desactivó la alarma antes de salir por la escalera de servicio.
A diferencia de la casa, el jardín aún estaba iluminado con esos horribles cacharros que su madre había debido rescatar de alguna mierda de subasta de tres al cuarto. Demasiado alterado como para notar el fresco, demasiado agitado como para reparar en la densidad de la niebla, rodeó la casa y se dirigió al fondo del jardín a la derecha, hacia aquel viejo cobertizo donde el jardinero almacenaba sus aperos, y que se encontraba inmerso en la oscuridad…
En su mano temblorosa, una llavecita. Esperó unos segundos, con el oído al acecho. Le pareció ver unos destellos rojos e intermitentes del otro lado del parque, pero era difícil de decir: desde aquel rincón oscuro del jardín, la propia casa le impedía la vista. Solo podía distinguir la orgullosa residencia y la sombra de los árboles que la niebla diluía. Giró la llave en el grueso candado, soltó la armella con un golpe seco, y se introdujo en la caseta sin encender la luz.
Reconoció al instante el olor que lo recibió. La sangre. Bajo su pijama, algo se movió.
Encendió la linterna que escondía en su habitación, apuntó con el haz hacia el banco; se acercó, con el aliento entrecortado y todo su cuerpo tenso en una erección que lo hacía estremecer.
El gato estaba directamente sobre la madera. Tenía las patas clavadas de modo que no pudiera liberarse: gruesos clavos hundidos en las almohadillas rosadas; o al menos, que habían sido de ese color antes de estar en carne viva. Además, las tenía atadas para impedirle cualquier escapatoria, pues dos días antes, se había arrancado directamente el extremo de una pata tratando de huir. Alrededor de su hocico, llevaba una mordaza para sofocar los maullidos y los chillidos, mientras que entre ambas orejas, un edema de sangre se coagulaba allí donde lo había golpeado previamente.
Yacía ahí desde hacía tres días, entre la sangre, los orines y la mierda: César lo mantenía con vida, mejor o peor, a base de jeringazos de leche directamente en la garganta, y el animal los chupaba con avidez, lo que a él le colmaba de éxtasis.
Al reconocer el olor del verdugo que lo alimentaba, la cosa que había sido un gato feliz que cazaba mariposas y ronroneaba junto a los radiadores, fue presa de la agitación, y el corazón de César volvió a acelerarse.
La idea se le había ocurrido un mes antes; una frase anodina de su madre: «No hay que asustar a los gatos, César, ¿lo sabías? Si se asustan mucho, su hígado puede negar a aumentar siete veces ¡y se pueden llegar a morir!». Su madre siempre tenía alguna gilipollez que decir a propósito de todo y de nada. También se pasaba el tiempo hablándole de animales (lo que le tenía con la mosca detrás de la oreja. La cabrona, pese a sus lingotazos de whisky, ¿habría notado… algo?).
En cualquier caso, César había decidido que sería una experiencia interesante. También había oído decir que los gatos tenían siete vidas y llegaban a dar muestras de una resistencia excepcional. ¿Cuál de las dos leyendas se ajustaría a la realidad? ¿Tendría razón su madre?
Ahora ya no le quedaban dudas. Una sandez más que añadir a su lista.
Siempre en silencio, al borde del éxtasis a medida que la bola de pelo se retorcía y se desgarraba un poco más las carnes, soltó la linterna y cogió la jeringa. Aquel era el mejor momento: el poder… el poder total y absoluto sobre la criatura. Esto del gato era lo que mejor había hecho hasta entonces. Por lo general, «jugaba» un poco, antes de terminar con ellos. Ahora, con la experiencia, había progresado. Tres días… Ostias, la mierda esta del gato era lo más.
Bueno, mientras llegaba algo mejor…
Rellenó la jeringuilla introduciéndola en un brick de leche que andaba por ahí —seguro que bien pasada a esas alturas, ¡tanto que al bicho encima le iba a entrar una cagalera!— echó mano al gato para inmovilizarlo. ¡Ostia puta! —El éxtasis de notar cómo aún tenía fuerzas para retorcerse como un gusano contra su piel—, enchufó la jeringa al morro del animal…
Un ruido.
Justo ahí fuera.
El ruido que hace una planta cuando se la roza al pasar.
Se quedó paralizado, se le cortó el aliento. Se le bajó la erección sin que tan siquiera se diera cuenta.
Unos segundos aún. ¡Sí, como ruido de pasos! Bueno… Apenas ruido de pasos. Era como si se deslizaran, en realidad. Tenía el oído agudo y, además, había varios agujeros en el cobertizo. Se escuchaba todo lo que pasaba en el jardín como si estuvieras ahí (y viceversa, de ahí la precaución del «bozal», pues aun cuando su madre nunca se habría aventurado hasta allí —¡y su padre, mucho menos!—, habría podido oír algo cuando hubiera ido a echar un vistazo a los rosales).
¿Bernard, el jardinero?
Todo era posible tratándose de ese pirado. Tenía las llaves… Hasta era capaz de ir allí a escondidas a dormir. Con gato o sin él… Puede que eso hasta lo excitara. César no tenía ni idea y se burlaba. De todos modos, tanto él como el jardinero se tenían agarrados mutuamente: dos años antes, Bernard lo había cazado en el cobertizo mientras «hacía cosas» con una rata… Y César había hecho lo necesario para comprar su silencio. A sus once años, tenía ya una conciencia sexual mucho más avanzada que los chavales de su edad, y en varias ocasiones había sorprendido a Bernard mirándolo de manera extraña. Así que César había obedecido, con una soltura pasmosa, con la sensación de que ya había hecho eso antes, hacía mucho tiempo, pese a que él no hubiera conservado ningún recuerdo preciso.
Si era Bernard, no había peligro. Aun cuando en ese momento César no tenía ganas de dar «placer» a nadie más que a él mismo (un placer tan intenso, creía, que nadie, en ningún sitio, podría conocer un éxtasis semejante).
—Estás ahí, ¿verdad?
Se puso tenso. Le dio un vuelco el corazón. Notó cómo sus huevos se retraían y tuvo que contener unas violentas ganas de mear.
Aquella no era la voz de Bernard, sino la voz serena, profunda, de un ser con pleno dominio de sí misino.
—Sé que estás ahí… ni siquiera es necesario que me abras.
¿Cómo podía cuchichear y hablarle así al mismo tiempo, casi como si se encontrara allí, en la caseta, con él?
Bajo su mano, hasta el gato había dejado de agitarse. César ya solo sentía el pulso de su corazón bajo el pelaje.
—Está bien, ¿verdad?
… pum… pum…
En realidad no era el corazón de la criatura. Era su propio corazón el que latía. Una pulsación roja que le impedía distinguir cualquier forma del cobertizo, de tanto como se le agolpaban las emociones: terror… pánico… me han descubierto… sus padres… la cárcel…
—… no tengas miedo, ya sé lo bien que está. ¿Qué es esta vez? ¿Un gato? ¿Un perro?
… pum… pum…
—… no es necesario que abras… De todos modos, puedo entrar si quiero.
… pum… pum…
—… pero vas a escucharme.
La suavidad de su voz no ocultaba para nada el tono autoritario. Era una orden. Inapelable.
—… te necesitamos.
Y César escuchó. Un minuto. Diez… No habría podido decirlo. Con la mano sobre el pecho del gato y la jeringa a veinte centímetros de su morro. Escuchó y escuchó.
Y cuando la voz hubo pronunciado estas últimas palabras —«… sucederán cosas terribles y ya nada será como antes… Ni para ti, ni para nadie aquí…»— supo que un mundo nuevo se abría ante él y que su vida iba a convertirse en algo maravilloso.
Algún día, la niebla…
N
o eran muchos los que habían venido a acompañar a Odile le Garrec a su última morada, pensó Bertegui. Desde su puesto de observación —se mantenía a cierta distancia— calculó que el pequeño grupo se compondría de unas veinte personas. Veinte siluetas y un cura alrededor de una tumba, vestidos de oscuro, que se recortaban en el silencio de un cementerio con grandes árboles de nobleza centenaria, en uno de esos días típicamente villenses en que el gris del cielo se confunde con los blancos sucios de una niebla, sin embargo ligera, aquella mañana.
Pese a la distancia y la visibilidad un poco borrosa, reconoció a Nicolas le Garrec, Suzy Belair, la doméstica… Y creyó identificar a la hermana de la víctima, con un pañuelo negro por la cabeza, aunque todavía no se supiera con certeza si se trataba efectivamente de una «víctima» en el sentido legal del término. Las demás caras le resultaban desconocidas; solo una mujer con un moño de color naranja atrajo fugazmente su atención, pues el color de su pelo era como un insulto, dadas las circunstancias.
Precisamente para encontrarse con la hermana, Sophie Merichon, se encontraba Bertegui allí. Suzy Belair, la astróloga, le había facilitado su nombre y lugar de residencia, y Bertegui la había llamado dos días antes. Dada su fría acogida, había comprendido que las relaciones con su hermana no se caracterizaban por un gran cariño. Por lo demás, no había emitido comentario alguno cuando Bertegui dijo que quería hablar con ella; ni siquiera mostró sorpresa. «Iré solo para el entierro… No me quedaré allí. Podremos vernos después de la ceremonia, si lo desea. Antes de que coja el tren.» Tras lo cual, había colgado. Ni una palabra sobre las circunstancias de la muerte. Ni la menor duda sobre su posible aportación a la investigación.
Pero además, ¿era una investigación? No exactamente. No más, de hecho, que las actuaciones relacionadas con el cadáver del toro.
O los interrogatorios a raíz del accidente del bosque del parque; habían avisado a Bertegui en medio de la noche, y no estaba dispuesto a olvidar ese espectáculo: los intermitentes rojos y azules de las ambulancias y los coches de policía que surgían en la niebla como las luces de un ovni que hubiera aterrizado de emergencia. La escalera de los bomberos desplegada, contra la verja, para descolgar al ajusticiado. Aquella frase de una curiosa en bata, cuando pasó a su lado: «Dios mío, pero si es como el hijo de Romy Schneider». Y para rematarlo, los alaridos de la madre, a quien habían avisado demasiado pronto.
Por el momento, en todo caso, sus gestiones habían resultado baldías. No habían identificado al o a los «graciosos» que habían cortado el cable del teléfono de Odile le Garrec y, evidentemente, la autopsia había confirmado el infarto fatal. Además, no había nada que permitiera incriminar a su hijo de la manera que fuera: la herencia se reducía a la casa y algo de dinero en efectivo, naderías comparadas con los derechos de autor de Le Garrec, cuya buena salud financiera estaba fuera de toda duda.
Suzy Belair, a quien habían puesto brevemente bajo vigilancia durante dos días, tampoco había mostrado ningún comportamiento sospechoso.
Al toro, en cambio, lo habían matado en circunstancias claras. Primero lo drogaron con un dardo, según habían confirmado los expertos, para después sacarle las vísceras con una especie de cuchillo grande, probablemente una herramienta de cazador con la hoja dentada. Sin embargo, a la espera de nuevos análisis de lo hallado sobre el terreno (petición de Bertegui que había hecho levantar más de una ceja, pues después de todo no era más que «¡una vaca con cojones!» tal y como lo había expresado un teniente con bata blanca enviado desde Dijon), el comisario se encontraba atascado.
Y quedaba Christophe Dupuis, suspendido de las verjas del bosque del parque. El interrogatorio de su amigo, Bruno Mansard, no había resultado más concluyente que las demás tentativas de Bertegui. En cuanto a su hermano pequeño, el Jabalí ni siquiera había podido oírlo: «¡Déjelo algunos días!», había suplicado la madre. No había insistido más.
Así pues, ¿a qué podía agarrarse el policía? Una sensación difusa… y algún que otro detalle. Poca cosa, algo como un ligero desfase entre dos peldaños de una escalera perfectamente alineada: la distancia, la actitud displicente de la astróloga, su aparente indiferencia; el mutismo de Le Garrec, su falta de interés en lo referente a la identidad de quienes habían cortado la línea telefónica; la mirada maravillada de un crío de seis años ante su pipa, que le susurraba casi al oído: «Es el espíritu… el nuevo», mientras señalaba un caserón en ruinas que se alzaba en la ladera de una colina.