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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

Una voz en la niebla (20 page)

BOOK: Una voz en la niebla
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Estaba equivocado. Folian y a ella le gusta. Tiene los ojos cerrados como alguien que está disfrutando.

—Ahrgl…

Un grito estrangulado de su madre lo arranca de la revelación. El fantasmilla, agarrotado, retrocede por el pasillo. Se da la vuelta, y tan silenciosamente como ha bajado, sube los catorce peldaños de la vieja escalera de barandilla de madera, y todavía de puntillas, cruza el pasillo.

Entra en su habitación, evita algunas tablas del suelo que sabe que crujen. Se desliza en la cama, y vuelve a ponerse el travesaño sobre la cabeza. Ya no, como las demás noches, para huir de los gritos, sino de la lluvia en los canalones. Del pequeño suspiro mojado que acaba de escuchar. De su madre, con los ojos entrecerrados.

Y en esa habitación, justo encima del salón donde folian, saturado por el olor de la orina en la sábana que se está secando, a sus ocho años, se hace una promesa: irse…

Pase lo que pase después: irse. Y no volver nunca.

… Palabrita del Niño Jesús…

No volver nunca… O el infierno.

Nicolas le Garrec abrió los ojos. Robert Smith, clavado con chinchetas a la pared, lo miraba fijamente —con sus ojos redondeados, maquillado como una mórbida muñeca pop— y parecía decir: «¿Qué? ¿Qué tal te ha sentado la siestecita?».

Se pasó una mano por la cara, sacudió la cabeza como si resoplara. Le había entrado sueño apenas se había sentado en la cama de su habitación. Ni siquiera le había dado tiempo de rebuscar en sus recuerdos: había entrado en su habitación como quien se mete en un túnel del tiempo que te lleva a la infancia, se había sentado para impregnarse de todas las sensaciones, y… ¡plof! se había quedado profundamente dormido.

Pero los recuerdos siempre encuentran el medio de abrirse camino a través de la conciencia, una vía hacia la superficie: imágenes fugaces, neurosis de todo tipo o distorsiones oníricas… Sobre todo en un lugar tan cargado de su presencia: no había cambiado nada, ella había dejado todo intacto. Y eso que había limpiado el polvo concienzudamente. Llegó a la conclusión de que ella entraba ahí a menudo. Maquinalmente, giró la cabeza hacia la puerta, como si ella fuese a empujarla.

«A comer, Nicolas. ¿Qué tal te ha ido en clase hoy? Vamos a salir esta noche, pero te he dejado pasta y pollo para que te los calientes. ¿Otra vez te has vuelto a hacer pis en la cama? Te estás relajando en tu trabajo últimamente. No cierres con llave. Está muerto, todo ha terminado ya. ¿Por qué quieres irte? No te vayas…»

Le habría gustado llorar: no lo conseguía.

Se levantó, se aproximó a la ventana: la niebla estaba cayendo, sí, cayendo: así es exactamente como Nicolas había percibido el fenómeno cuando era más joven. Como si, por la noche, el cielo descargara sus nubes sobre Laville-Saint-Jour vomitándolas desde lo alto de las mesetas que la rodeaban.

De pronto, pensó en el sótano: su sorpresa al descubrir a Bertegui. También sus temores…

Bertegui. En otras circunstancias, Nicolas lo habría podido encontrar simpático: con su cabezón erizado de remolinos, el esmero coqueto que prodigaba al vestir le recordaba a algún primo del comisario Tarchinini, el personaje fetiche de Exbrayat, mezclado con algo del carácter desconfiado y la agudeza psicológica del teniente Cuttoli, el investigador del «Quinteto de los colores»; hasta habría podido divertirse con esa coincidencia, esa filiación con Tarchinini y Cuttoli.

Bertegui lo consideraba sospechoso, a él, al hijo… ¿De qué? ¿Cómo? ¿Por qué? Probablemente no tuviera ninguna respuesta clara, pero había olido el secreto al igual que la fiera ventea la sangre. No iba a soltar la presa. Entretanto, urgía un nuevo candado, para solucionar lo más acuciante. Luego… bueno, ya lo decidiría después: ¿condenar la entrada? ¿Venderlo todo? ¿Hay huellas que no se borran nunca?

Se percató de la hora que era: había llegado el momento de ir a casa de los Rochefort; es más, llegaba tarde, y eso que aún tenía que pasar por el hotel a cambiarse. Por suerte, este se encontraba cerca de la finca de la familia de Cléance. Aquella velada, pensó mientras avanzaba por el pasillo y descendía luego la escalera (¡catorce peldaños exactamente! aunque el papel pintado había cambiado, la casa había ganado en sobriedad y sobre todo en claridad) se presentaba como una tarea algo ingrata, pero una tarea casi bienvenida, entretenida…

«Ponte la bufanda.» Este es Henri… Henri Vilbois… ¿no le dices hola? Creo… creo que se va a quedar en casa por algún tiempo… ¿Por qué andas siempre con gente como esa Cléance? No perteneces al mismo mundo que tus amigos, Nicolas. ¡No, Henri, no! Está muerto, Nicolas… ¿me oyes? ¡muerto! No bajes nunca al sótano… ¡NUNCA!» ¡Ella estaba allí, en todas partes! En la puerta de la cocina, en la entrada, sentada en un sillón: reconocía el chesterfield, aunque no el nuevo tapizado del sofá…

Por todas partes el rostro, la silueta, la sombra de su madre. Un grito estuvo a punto de salir de su garganta: un grito dirigido a los fantasmas. Dejadme… Es el pasado… ¡Ya no existís!

Pero era falso, lo sabía, y aquella súplica no llegó nunca a rebasar sus labios… Porque desde siempre, 36 de la rue des Carmes o no, luto o no, vivían con él y nunca lo habían abandonado.

«… y ya nada será como antes…» Sí, exactamente como lo habría dicho su madre: ¡NUNCA!

Capítulo 19

L
os Rochefort sabían organizar recepciones. Audrey había sido invitada a pasar al «gran salón» por la propia Cléance Rochefort, quien la había lanzado directamente a los brazos de su marido.

—Mira quién acaba de llegar, querido.

La empujó casi al centro de la sala, dispuesta con buen gusto a fin de dar una dimensión humana a una superficie que no lo era, donde el calor de un gran fuego competía con la iluminación indirecta —velas, pequeñas tulipas ambarinas—, repleta de sillones, cojines, sofás de estilos y épocas diversos que componían otros tantos salones particulares, apartados y rinconcitos, en su mayoría vacíos: las cuarenta o cincuenta personas, según su estimación, que había en la estancia, preferían estar de pie, conversando en pequeños grupos, con la copa en una mano, y a veces un canapé en la otra, robado de alguna de las bandejas que circulaban por aquí y por allá en la mano distinguida de sirvientes de uniforme. Una música relajante flotaba en el ambiente, y se escapaba por una ventana abierta, mientras una inmensa puerta vidriera, en la parte trasera de la casa, ofrecía unas preciosas vistas sobre Laville-Saint-Jour.

Antoine la miraba ahora, con su sonrisa de grandullón totalmente desplegada, vestido con un esmoquin que realzaba la anchura de sus hombros y le daba aspecto de actor hollywoodiense.

—¡Ah! Señora Miller —exclamó—. ¡Qué gran placer…!

Por un momento se quedó desconcertada ante lo falsos que sonaban aquel tono, aquellas palabras: en el hombre que tenía ante sí no había ni rastro de su amante. Tampoco es que presentara mayor parecido con el director del Saint-Exupéry. Todo en él destilaba un aire de perrito faldero de la alta sociedad, una especie de criatura saltarina y vivaracha.

Se repuso de la impresión. Antoine discutía con tres o cuatro personas y ella había interrumpido su conversación.

—Por nada del mundo me habría perdido esta velada, señor Rochefort…

Era todo lo que, a falta de idea mejor, le había salido y se había esforzado por evitar cualquier asomo de sarcasmo.

—… las condiciones en que he conocido a Nicolas le Garrec esta mañana han sido un poco frustrantes y me gustaría poder darle el pésame.

Una frase estúpida e inapropiada. Era como decir: «Si he venido aquí ha sido por Nicolas le Garrec y solo por él. Todos los gilipollas a mi alrededor, incluido tú, me importáis un carajo».

Notó cómo el grupito se ponía tenso, intercambiaba miradas fugaces.

—La señora Miller ha recibido a Nicolas esta mañana. Y se encontraba con ella cuando se enteró de la noticia…

Se alzó un vago «Aaahhh», seguido de algún que otro suspiro: «Es horrible…»; «Pero ¿cómo ha sucedido?»; «¿Un ataque al corazón?».

—Bien, Audrey… ¿Puedo llamarla Audrey? —¡no podía creer que Antoine hubiera pronunciado aquellas palabras!—, le presento…

Uno era abogado, el otro notario… esta era «la esposa de»… aquella «la mujer de»… No personas, sino funciones, estatus. El juego de la sociedad, al que siempre le había costado someterse.

Antoine se hizo cargo de ella durante algún rato, le presentó a otros próceres, y otros propietarios de viñedos, y otras «mujeres de», que la miraban con gesto glacial, con sonrisas de circunstancia (las mujeres), o imperceptibles muecas de aprecio (los hombres), pues su vestido
Instinto básico
resultaba un poco desnudo en aquel ambiente, y sus zapatos sin duda demasiado dorados. Porque efectivamente, debía de mostrar un ligero aspecto de
call girl
parisina en lugar del aire digno de una esposa de provincias, aun cuando, lúcida y un punto desengañada de la naturaleza humana, a ella no le cabía duda acerca de la realidad sexual que unía a los invitados: todos más o menos habían follado entre sí. De hecho, por un momento se figuró que seguramente Antoine se había tirado a unas y otras, las más monas, vaya, pues viendo a su mujer, era un hombre que gustaba de la belleza. Difícil, por lo demás, eludir tales pensamientos: a veces le rozaba el brazo con una ligereza evocadora, y, cuando se encontraban solos por unos instantes, disfrutaba dejándole caer palabras subidas de tono: «Me la pones dura, vestida así… Tengo ganas de ti… Aquí, ahora…». Le gustaban los juegos sexuales, ella lo sabía, y la situación debía de excitarlo tanto como a ella la enfermaba.

Así, Audrey sorprendió en varias ocasiones las miradas fríamente divertidas de Cléance, que se posaban sobre ella mientras volaba de grupo en grupo con aquella sonrisa increíble, aún más resplandeciente que la de su marido, y también las miradas curiosas, interesadas, maliciosas, de otras «esposas de». Así que Cléance Rochefort no era la única que lo sabía: todo el mundo estaba al tanto… o, en el mejor de los casos, todo el mundo se lo imaginaba. Incluidos algunos padres de sus alumnos, pues entre las «esposas de», había varias que le informaron de que era la profesora de sus hijos: un anuncio hecho con los labios fruncidos, sin entusiasmo, con un desprecio apenas perceptible, pero eficaz: «Está usted a nuestro servicio… nosotros somos quienes le pagamos…».

Así fue como conoció a los padres de Opale, y luego a Floriane Mendel, la madre de César: silueta seca como una vara de zahorí, con el pelo marcado a lo Catherine Deneuve años noventa y vestido largo/torera negra sobre la que campaba un auténtico criadero de perlas en el surco huesudo de su escote. Le contó que «… puede que César no termine el curso en el Saint-Ex, pues es posible que Roland-mi-marido acepte un cargo muy importante en Arabia Saudí, pero ¿cree que supone un problema para César esto de cambiar así a mitad del curso?».

La susodicha señora Mendel no había esperado la respuesta y, volviéndose hacia el grupo al que se había pegado, y dando la espalda manifiestamente a Audrey, les había soltado a sus alegres compañeros: «De verdad, no me puedo imaginar con… ¿cómo llaman a esa cosa por ahí?, ¿una chilaba? Ja ja ja…».

Aquel fue el momento elegido por Cléance Rochefort para llamar a su marido: «Querría presentarte al señor…», de modo que Audrey se encontró ante la espalda de la señora Mendel, con una pinta absolutamente estúpida (al menos así lo creía ella), con el vaso en la mano y un agujero en el estómago, un agujero que se estaba llenando de nuevo de un odio mortal.

Joce… Por su culpa tenía que representar aquella mascarada. Todos esos manejos para arrebatarle a David… Para robárselo. Para privarlo de su amor.

Dios, ¿existía algún lugar donde cupiera la esperanza de poder escapar de su historia? ¿De su ex marido? ¿Del horror de aquella situación?

—Me parece que no ha llegado a responderme.

Audrey parpadeó. El grupito de Floriane Mendel acababa de disgregarse según el inevitable juego de la orgía social. La futura saudí estaba ahora sola delante de ella.

Audrey accedió a someterse al ejercicio: reunión de padres de alumnos en pleno cóctel. De todos modos, la cosa no funcionaba: César Mendel no era un tema de conversación muy bien traído… sobre todo ese día.

—No creo que sea muy bueno.

Floriane Mendel la observaba fijamente con una sonrisilla ausente y, a juzgar por el velo un poco vidrioso de su mirada, alcoholizada. Un silencio aisló a las dos mujeres.

—No es un niño fácil… —comenzó la madre de César, y contempló brevemente el fondo de su vaso casi vacío con gesto apenado—. ¡Oh! Es muy bueno —se repuso—. Sí, muy bueno. Pero vaya… Nunca se sabe lo que le pasa por la cabeza… No se abre demasiado…

Por un instante, Audrey miró a la madre de su alumno con cierta sospecha: ¿estaba ya tan «ida» como realmente parecía para haber cambiado de tono así de repente?

—¿Por qué repite? —preguntó.

—Como todos los repetidores, me imagino… Falta de trabajo. Es un chico inteligente, ¿sabe…?

Audrey no lo dudaba. La maldad de Mendel no tenía nada de tonta.

—… Y siempre ha tenido muy buenas notas… Bueno, hasta séptimo. Sí, siempre había sido el primero de la clase hasta que… la cosa empezó a torcerse. Claro está, esto molesta mucho a Roland, él pasó por la Escuela de Estudios Superiores de Comercio, ¿comprende? Pero no sabemos muy bien qué hacer. No es porque no hayamos gastado una fortuna en clases particulares, pero… Tiene ese carácter tan raro…

Había pronunciado las últimas palabras como en un susurro casi temeroso. Sí, por un momento Audrey percibió algo más que la inquietud lógica de una madre ante los problemas escolares de su hijo.

—Y luego… Tiene esa extraña pasión por los animales…

—¿Los animales?

Floriane Mendel pestañeó, sacudió la cabeza, como si de pronto se acabara de percatar de que había hablado demasiado. Un hombre se acercó.

—Ah, Floriane, ¿has venido? Roland me había dicho que estabas indispuesta…

Volvió la cabeza; sus perlas hicieron un curioso movimiento en su prisión ósea.

—¡Jacques, qué sorpresa! Solène me había dicho que habías ido a Tokio para hacer negocios con una cadena de restaurantes.

Jacques se llevó a Floriane… y Audrey volvió a encontrarse sola. Con el vaso vacío. Desengañada.

Vio a un criado, preguntó por el cuarto de baño.

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