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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

Una voz en la niebla (8 page)

BOOK: Una voz en la niebla
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—¿El del parque?

—Sí, el del parque de La Truandière. Fue hace ocho años, pero todavía sueño con aquello. Todos soñamos. Usted no ha visto nunca nada igual. Al menos cuatro de los nuestros se salieron del cuerpo después de aquello, ¿lo sabía? Porque fue… demasiado, ¿entiende? Uno no espera, cuando ingresa en el departamento de Laville-Saint-Jour, tener que enfrentarse a una… vaya, no sé cómo calificarla: una matanza…

«Así que si lo que me pregunta es dónde han ido a parar los documentos, no puedo responderle. Le puedo decir que sí, que seguro que hay compañeros que pulsaron con demasiada facilidad la tecla de
suprimir
del ordenador, pero pudo ser cualquiera, aquí o en otra parte… cualquiera de nosotros cine ya no pudiera soportar más lo de no poder pegar ojo, y lo de trabajar a vueltas con las fotos, los informes de los peritos, las autopsias, que quisiera olvidar… Porque quieren olvidar. Todos quieren olvidar.

Se hizo el silencio en el despacho de Bertegui. Este se encontraba atónito: no recordaba haber escuchado nunca a Clément una perorata tan larga.

—Odile le Garrec —continuó—. ¿Ese nombre te suena de antes?

—La verdad es que vagamente. Nunca tuve que interrogarla en el marco de la investigación si es lo que quiere saber.

—Entre otras cosas, pero no es lo único… ¿Llegó a aparecer en algún momento en alguna lista de sospechosos? Se sabe que salieron nombres en los interrogatorios… Acusaciones que no se pudieron probar y que no llegaron a más. Pero esos nombres salieron.

—Francamente, no tengo ni idea. ¿Qué le hace pensar que pudiera estar relacionada con aquello?

Buena pregunta, razonó Bertegui. ¿Qué responder? Pensó…

—Nada en concreto. Era cuestión de pura rutina. Una posibilidad que no se puede dejar de lado cuando se investiga sobre alguien de por aquí. En todo caso, voy a necesitarte —prosiguió el comisario—. Quiero que te des una vuelta por todo el departamento: trata de averiguar si Odile le Garrec fue cómplice de un modo u otro. A mí no me dirán nada. Contigo, los que compartieron aquella… experiencia… se sincerarán con más facilidad.

—Eso llevará tiempo… Quiero decir, en vista de la situación, y todo eso, no puedo ir de despacho en despacho pregonando la cosa esta.

—No tenemos prisa. El asunto no urge. Cuento contigo, eso es todo.

Clément asintió con la cabeza, y se dispuso a despedirse. Tenía ya la mano sobre el pomo de la puerta cuando se volvió.

—¿Es la casa? —aventuró.

—¿Cómo dices?

—¿Es la casa lo que le hace pensar que… bueno, que puede estar relacionado con los Talcot?

Bertegui se tomó tiempo para reflexionar.

—La casa, puede… sí. Pero no solo eso. También está el teléfono. Cortar la línea telefónica supone impedir hablar. Aparentemente nadie ha tratado de agredirla… nadie ha tratado de entrar en la casa. Solo querían que guardara… silencio.

Capítulo 5

A
udrey se volvió, miró al chico: quince años, acné adolescente, mirada aplicada. No lo conocía, sin duda se trataba de un alumno de primero de la señorita Rouvet, la otra profesora de literatura, a quien no había asustado la llegada de Le Garrec. Y acababa de levantar el dedo para hacer una pregunta.

¡Una pregunta, al fin!

Era un alivio, y Audrey advirtió, por la expresión de Nicolas le Garrec, que el autor pensaba de igual modo.

—¿Cómo le entraron las ganas de escribir? —preguntó el joven con ese acento un poco demasiado educado, diríase que afectado, que podía oírse a veces en el Saint-Exupéry.

Se encontraban en el salón de actos del colegio: un auténtico teatrito con su escenario polvoriento, su telón rojo, su megafonía a la última y hasta sus molduras doradas. Ahí era donde Antoine Rochefort inauguraba el curso con una de sus conferencias-río que tan bien dominaba, y donde lo clausuraba con un baile que recordaba más la tradición estadounidense de la
prom
que la kermés a la francesa.

Nicolas le Garrec se encontraba sentado en el escenario ante una mesita cubierta con un mantel blanco frente a los alumnos y a las dos profesoras.

¿Cómo le entraron ganas de escribir?

—Fue con mi primer ordenador, de hecho…

Una oleada de murmullos divertidos se expandió por la sala.

—Bueno, no es que fuera mi primer Mac lo que me dio ganas de escribir, sino lo que me liberó. Veréis, siempre he esbozado, imaginado historias. Pero aunque me gustaba mucho escribir, se me agotaba la inspiración al cabo de unas páginas… Después compré un Mac, y descubrí algo que todos vosotros domináis hoy, me imagino: el corta-pega… Lo que pasa es que yo soy de una época en que esas cosas había que descubrirlas.

«Eso me liberó. Escribí una primera escena, luego una segunda… Y un buen día, bueno, meses y meses después, ¡y litros y litros de café después!, el libro estaba listo…

Había respondido con franqueza, con sencillez. Y eso tuvo su recompensa: se había roto el hielo. Otros dedos se alzaron, y las preguntas empezaron a encadenarse sin parar, oportunas, o graciosas, o ingenuas…

—¿Se agobia delante de la hoja en blanco? Porque lo que es yo, cada vez que tengo que hacer una redac, me entra dolor de barriga. (Risas en la sala…) —¿Era bueno en literatura cuando estaba aquí?

—Conoció a Rochefort… ¿cómo era de joven?

—En su novela, lo más sorprendente es la estructura: ¿cómo se las arregla para controlar todos esos personajes? ¿Tiene un plan?

—¿Por qué decidió matar a Lizbeth? A mí me gustaba mucho, y me resultó muy duro cuando murió…

Audrey se enteró así de que Nicolas le Garrec había cursado estudios de derecho y criminología, sin saber en su momento dónde iba a acabar… No se veía de abogado, una temporada lo tentó lo de la policía, pero la aventura de su primera novela, como un «accidente vital» decía, había cambiado el curso de los acontecimientos. Una vez terminado el libro, lo había enviado a decenas de editores. Solo uno, uno pequeño, lo había aceptado. A raíz de aquello, en lugar de preparar las oposiciones a la administración, había acometido su segunda novela mientras escribía algún que otro artículo por aquí y por allí para sobrevivir… Solo con el primer libro de las aventuras del teniente Cuttoli había adquirido su celebridad, un personaje que iba a dejar de lado (pues
Lirio azul
ponía punto y final al «Quinteto de los colores»…).

Mientras hablaba, Audrey lo observaba: Le Garrec se expresaba con vehemencia. Y sin embargo, percibía… silencios. Cosas que no se dicen. Era vago, general, como celoso de su propio misterio. Aparte de las bromas (… pues, para ser sincero, Antoine Rochefort era más bien un alumno… ¡al que le iba el cachondeo, si me permitís la expresión!), eludía, huía en ocasiones, con un pase mágico, de las respuestas tópicas:

—¿Qué es lo que le impulsa a matar a sus personajes del modo en que lo hace?

—No lo sé… las mismas razones, supongo, que impulsan a la gente a ir corriendo a ver
El silencio de los corderos
o a leer a Agatha Christie… Eso que P. D. James denominó: un auténtico gusto por la muerte… que en el fondo, todos experimentamos más o menos, ¿no?

—¿En qué se inspira?

—Esa es ciertamente una pregunta para la que no tengo respuesta, porque no controlo el proceso…

Y también:

—No se escribe por gusto, sino más bien por necesidad… etc.

La profesora tenía la misma sensación que durante su desayuno en la cafetería: la de un ser doble, solar y umbrío, simple y complejo, accesible y distante. Y al mismo tiempo, un hombre abierto al prójimo y un escritor atormentado por la niebla.

La niebla.

Audrey volvió la cabeza hacia la ventana por un instante: el velo empezaba a alzarse, las piedras del Saint-Exupéry descubrían de nuevo su encanto ancestral. Aún no estaba del todo familiarizada con el fenómeno, pero se lo habían explicado: los primeros días, la niebla cae por la noche y se disipa poco a poco a lo largo de la mañana; luego, con el tiempo, con la llegada del invierno, acaba por instalarse definitivamente.

Un ruido como de roce atrajo su atención: vio las alas negras de un cuervo que se alejaba graznando. Distraída, siguió su vuelo en dirección al despacho de Antoine. Dio vueltas durante unos segundos ante la ventana del director antes de desaparecer; curiosamente, le vino la imagen de un pájaro mensajero dando cuenta a su amo del buen desarrollo de las operaciones. Esa idea le hizo gracia. Era «una idea harrypotteresca», pensó y, enseguida, mientras aún escuchaba el baile de preguntas y respuestas, una parte de su imaginación voló. Pensar en Harry Potter la llevaba inevitablemente a su hijo David. Adoraba ese personaje; aun cuando era demasiado pequeño para entender toda la complejidad de las tramas, había leído los primeros volúmenes y le encandilaban sus aventuras en la gran pantalla. Así es como Harry se había convertido en una especie de miembro virtual de la familia. Audrey había aprendido a vivir con ello. Cuando estaba sola, cuando su hijo se encontraba con su padre —es decir, doce de cada catorce días—, el mero hecho de nombrar a Harry Potter, el cartel de una película o alguna noticia relativa a su autora la traía de vuelta a la situación, a la ausencia, al horror del divorcio.

A su espalda, una voz de chica la sacó de sus pensamientos:

—He leído su primera novela, la que escribió con seudónimo, con su ordenador recién estrenado precisamente (risas en la sala). Es muy diferente de
Lirio azul…
mucho más oscura. Me dio miedo, de hecho. Mucho miedo. No parece escrita por la misma persona…

Audrey creyó identificar la voz y se volvió. Efectivamente, era ella: Opale Camerlin.

Todos los años, casi en cada grupo, hay alumnos con los que un profesor se queda al cabo de solamente dos horas de clase, cuando a veces son necesarias varias semanas para asociar un nombre a una cara. No era tanto una cuestión de aspecto físico cuanto, sencillamente, la realidad de una presencia que traslucía a menudo una fuerte personalidad.

Opale Camerlin formaba parte innegable de esa «élite»: los elegidos por la luz. Desde luego, era guapa. Tenía ese pelo rojo intenso que a menudo acompaña a los ojos verdes, pestañas densas, unos labios carnosos y ávidos. Pero más allá de todo eso, mostraba un carácter impetuoso y salvaje, una expresión grave que contrastaba con su belleza y las pecas que salpicaban su cara.

Audrey volvió a Nicolas le Garrec. Su rostro, en el pequeño estrado, bajo aquella luz un poco fuerte, había cambiado; como si de pronto se le hubiera caído una máscara. Supo de inmediato que el comentario lo incomodaba (pues se trataba efectivamente de un comentario y no de una pregunta): «He leído su primera novela… Da mucho miedo… No parece escrita por la misma persona…».

El silencio se prolongó. Después se oyó el grito.

Fue breve y terrible: un grito de horror, que atravesó la sala, les heló la sangre, dejó paralizados a los alumnos y a las dos profesoras.

Por un momento, al igual que todos los demás, Audrey se quedó petrificada: le dio un vuelco el corazón, mientras a su lado, Martine Rouvet pegaba un salto de gacela asustada.

Cuando se repusieron, ambas mujeres se levantaron en busca del autor del grito. Espontáneamente, Audrey dirigió la mirada hacia el fondo de la sala (por experiencia, sabía que los problemas nacían cerca del radiador). No había radiador al fondo del teatro, pero bueno, el reflejo era el que era… Barrió la fila con la mirada, vio a Mendel —ese repetidor tan inteligente de su clase de quinto—, que la miraba fijamente, y comprendió que no era el culpable.

Se volvió, su mirada se cruzó con la de Nicolas le Garrec (al menos, eso le pareció), antes de advertir que también él tenía los ojos fijos en el fondo de la sala.

Siguió su mirada. Entonces lo descubrió, al fondo del todo en efecto, a unas butacas de distancia de Mendel: Bastien Moreau, el único alumno que no la observaba, sino que contemplaba…

¿… la pared?

Sí, tenía la cabeza completamente girada hacia la pared y aspecto de encontrarse en estado de shock.

En unas pocas zancadas rápidas cruzó la sala, mientras la señorita Rouvet se quedaba en un segundo plano: Bastien era uno de sus alumnos de quinto, de la misma clase que Mendel y Opale.

Cuando llegó a su altura, Moreau volvió hacia ella un rostro de robot que por un momento la dejó desconcertada.

—Bastien, ¿qué sucede?

Al verla, el muchacho abrió los ojos de par en par, como si fuera el diablo en persona. Audrey oyó vagamente sonar un móvil a su espalda, pero no le prestó atención.

—Bastien… —repitió, aproximando su mano al brazo del chico con precaución porque no quería asustarlo.

—¡La… señora! —musitó.

Audrey se quedó perpleja.

—¿La señora?

El niño volvió nuevamente la cabeza hacia la pared. A su espalda, estallaron risas maliciosas: Bastien Moreau, el bicho raro por excelencia, estaba en medio de un ataque. Qué pasote. Para morirse de risa.

—Callaos —ordenó ella, girándose de repente.

Se hizo el silencio. Cuando se dirigió de nuevo a Bastien, vio que el chico pestañeaba, perplejo.

—¿Estás bien? —preguntó con dulzura.

Miró a derecha e izquierda, alzó la mirada hacia ella con una repentina expresión de desconsuelo, confuso, se ruborizó al ver todos los rostros vueltos hacia él, ansiosos, curiosos, emocionados. Se pasó la mano por los ojos, luego por su espesa mata de pelo, se sorbió la nariz.

—Sí… estoy bien. Lo… lo siento mucho. Creo que he tenido una pesadilla.

Aquella declaración provocó la hilaridad de los presentes.

—¡Buah, qué fuerte! —exclamó César Mendel detrás de Audrey.

Ella se volvió:

—Mendel, si vuelvo a oír una sola palabra, vas directo al despacho del director.

El repetidor barbotó algo mientras la miraba fijamente de mala manera. Si hubiera tenido tiempo, Audrey le habría aguantado la mirada, pero había que solucionar algo más urgente. Estaba Bastien Moreau, Nicolas le Garrec, cien alumnos esperando…

Dirigió de nuevo su atención hacia el muchacho, esforzándose por no revelar su turbación. Pues al fin y al cabo, si en el transcurso de su carrera se había tenido que enfrentar a muchas situaciones (había para todos los gustos: ataques de epilepsia, peleas en mitad de la clase…), nunca había visto a un alumno salir del sueño en un estado catatónico. Ni tampoco había escuchado un grito de terror semejante en su aula.

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