Una voz en la niebla (5 page)

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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

BOOK: Una voz en la niebla
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—¿La niebla?

—Sí, la niebla… ¿Tampoco has oído hablar de ella? —Volvió la cabeza hacia Derrick y continuó, con una inerte voz de robot—. Cae a partir de finales de septiembre o primeros de octubre. Al principio, lo encuentras hasta bonito. Pero al cabo de algunas semanas… ya no es un velo: es un espeso manto blanco. Y dura, y dura… meses enteros.

Dejó de hablar. Bastien esperó que hubiera terminado ya.

—Y luego, están las cosas…

—¿Las… cosas?

La mujer no respondió inmediatamente. Sobre su rostro colorado —rojo de beber, rojo de las dos semanas de vacaciones con ellos— la tele dibujó unas sombras luminosas y animadas. Sus ojos parpadearon lentamente, y Bastien pensó en Jaba the Hut de
El retorno del Jedi
.

—Sí, las cosas… —dijo con una voz que se arrastraba como la pierna de un cojo: «laaas cooosas…»—. Es una ciudad antigua. Una ciudad muuuy antigua. Con una larga historia a sus espaldas. Están las cosas que se cuentan… y las que no se cuentan. Como los asesinatos, de hace unos años. Tus padres seguro que se acuerdan. Asesinatos de niños… Salió en la tele, aunque no mucho… Es por la niebla: las cosas no salen a la luz.

«Pero… no eran los primeros, de todos modos. No, los primeros no, eso seguro ("eeeso seguuuro…"). Siempre ha habido… cooosas de esas en Laville-Saint-Jour… Es una ciudad que te atrapa… Y ya no te suelta. Nunca…

Se calló. Bastien y su amigo se quedaron mirándola unos segundos: sus carrillos de piel agrietada, su boca entreabierta, sus grandes ojos que nunca se cerraban del todo, que ya no veían la tele… Unos ojos que nunca habían regresado de Laville-Saint-Jour.

Cuando Patoche vio una lágrima correr por su mejilla quemada, le dio unos golpecitos en las manos:

—¡Vamos, venga! Nos está esperando Yu-Gi-Oh…

Bastien lo siguió hasta su habitación un poco como si fuera un autómata. Antes de cerrar la puerta tras de sí, se volvió: seguía como derrumbada en el sofá, una muñeca gorda, un muñeco monstruoso. Sus ojos no se habían movido; solo estaban más húmedos.

Esa misma noche, tecleó «Laville-Saint-Jour» en Google: la verdad es que se levantó por la noche para hacerlo, mientras sus padres dormían. No tenía ninguna razón para esconderse, y sin embargo, le parecía estar cometiendo alguna acción culpable.

Así que se puso a buscar en internet. Y vio las imágenes de Laville-Saint-Jour, las callejuelas estrechas de que había hablado la señora Patoche, los monumentos entre la niebla, las gárgolas… La historia de la joya del gótico en un oasis verde…

Y leyó lo del caso Talcot, como era conocido, los asesinatos, los raptos de niños, los escándalos, los rumores…

Estuvo más de una hora navegando por la red, en la penumbra del salón, tan solo iluminado por la pantalla del ordenador. Sin duda habría podido seguir más y más, pero cuanto más leía, más deprimido se sentía… Cuando dio con la historia de un médico forense paralítico —un hombre que había efectuado la autopsia del primer cuerpo y a quien la impresión había dejado misteriosamente en ese estado de por vida, decía el artículo— decidió desconectarse; ya había averiguado demasiado de Laville-Saint-Jour… bastante sobre sus monumentos y su clima; del caso de los niños sacrificados. Bastante como para saber que una ciudad así no podría curar ni a su madre ni a su padre.

Bastante como para saber que era el último lugar donde tenía ganas de irse a vivir.

Bastante también como para intuir —sin entender cómo— que era justo ahí donde irían.

Se marcharon a los diez días: todavía podía ver la silueta de Olga, la amiga de su madre, encogiéndose mientras se alejaba el coche… Recordaba la cara de Patoche la mañana en que fue a despedirse, sus ojos húmedos, el nudo en la garganta… y también la extraña sonrisa de la señora Patoche.

Había dormido durante todo el viaje, como inconsciente.

Cuando despertó, ya casi habían llegado. Su padre había cogido un atajo para enseñarles la zona «desde lo alto», desde una meseta, como para convencerlos de su elección.

Y así apareció, justo al doblar una curva, la ciudad. Era verdad: desde la altura, se diría que era una joya, sobre todo con el sol —hacía buen día—, una joyita gris, antigua, en bruto, colocada sobre una extensión de musgo verde que se extendía hasta donde llegaba la vista. Bastien casi podía vislumbrar, desde ahí, a la gente haciéndoles gestos desde las calles: «Hola, estamos aquí… os estamos esperando…».

Creepy
.

Media hora más tarde, descubría la casa con, según su padre, «… el jardín y el columpio para ti, Bastien, y mira, tienes una habitación inmensa, vamos a poder construirte un circuito de narices, y Caroline, tú tienes un taller al fondo del jardín… y… y…». Era un pedazo de casa, incluso se había llegado a preguntar cómo podían permitirse una vivienda así, con molduras y chimeneas, con habitaciones enormes, como la suya, que daban al jardín y el famoso columpio, un columpio que se movía lentamente, en todo momento, aun cuando no hiciera aire… Un columpio que le había recordado extrañamente al que había entrevisto en un cuadro de su madre el día en que esta le había revelado los secretos de su pintura.

Aquella noche, había tenido su primera pesadilla. Hacía un mes de aquello. Le parecía que había sido hacía un año ya.

—¿Qué pasa, tesoro? ¿Estás soñando?

Bastien alzó la vista. Caroline Morcan acababa de asomar la cabeza por la puerta. Sonreía y, a su pesar, era obligado reconocer que esa sonrisa evocaba en el muchacho tiempos pasados. Sí, desde que llegaron a Laville-Saint-Jour, su madre iba mejor. De no haber sido por su manía de encerrarse durante horas en el cobertizo del fondo del jardín —su taller, donde nadie estaba autorizado a entrar—, de no haber sido por ese aire soñador, levemente flotante, cuando salía de él… de no haber sido por la propia Laville-Saint-Jour, Bastien se habría alegrado de aquella remisión.

—Me he levantado temprano y he venido para ver si Patoche estaba conectado…

Ella se acercó, le acarició con ternura el cabello, tan negro como el suyo, casi azulado.

—Esta noche hemos dormido con la puerta abierta tu padre y yo. No has gritado. No has tenido pesadillas… Estoy contenta. Verás cómo te acabas acostumbrando.

No, no lo veía. O más bien: estaba seguro de lo contrario. Pero no tenía ganas de sincerarse con ella… Ni de recordar la pesadilla que lo había sacado de la cama antes que a todo el mundo.

—Sí, seguramente —suspiró.

—¿Cómo te va en el cole?

—Bah… ahí va…

Mentira. El centro de enseñanza privada Saint-Exupéry no se parecía en nada a lo que Bastien había conocido hasta entonces. De todos modos, nunca había tenido lo que se dice facilidad para las relaciones sociales. Pero tampoco de ese problema tenía ganas de hablar… al menos, con ella y en aquel momento. ¿Con Patoche, quizá? Ni tan siquiera.

—¿Tienes alguna clase interesante hoy?

Su madre hacía esfuerzos, lo reconocía. Se abría a él… Retomaba el contacto con las pequeñas cosas de la vida. Ahora era él quien se había encerrado. Como si, al llegar a Laville-Saint-Jour, se hubiera cerrado en él una ventana. Y al mismo tiempo, se hubiera abierto una puerta a un sótano donde sus pesadillas celebraban bailes nocturnos. Pero no se trataba de envenenar a su madre con sus problemas… de tapar el minúsculo resquicio de cielo azul que empezaba a atravesar las nubes acumuladas desde hacía dos años y medio.

—Hoy creo que va a estar guay: viene un escritor al Saint-Ex… Esto… Nicolas le Garrec. Viene a dar una conferencia. Es un escritor de novela policíaca, creo. ¿Lo conoces? —preguntó.

Ninguna respuesta por encima de su cabeza.

Bastien alzó los ojos: Caroline Moreau estaba en otra parte. Miraba la ventana… la niebla en la ventana.

O más bien no: sus ojos estaban clavados en el cobertizo.

Y sonreía.

Una sonrisa extraña. Que no le gustó.


creepy…

Una alerta de sonido del Messenger quebró el silencio. Bastien volvió a la pantalla del Mac, leyó el mensaje que aparecía en ella. Y sintió cómo le resbalaba una corriente fría desde la cabeza a los pies.

—¡Dios mío, Bastien, vamos con retraso! —exclamó su madre a quien la señal sonora había sacado de su ensimismamiento—. Rápido, a ducharte mientras yo preparo el desayuno.

Se alejó por el pasillo y Bastien la oyó murmurar vagamente:

—Duermo demasiado aquí… Realmente duermo demasiado…

Después la engulló la cocina y el silencio se restableció, solo perturbado a lo lejos por la voz confusa de su padre. Durante mucho tiempo, estuvo mirando la pantalla, la imagen fija. Incapaz de reaccionar. Incapaz ni siquiera de decidir si debía aceptar la solicitud o no: «[email protected] quiere ser tu amigo. Autorizar a esta persona. Añadir esta persona a tu lista de amigos».

Jules Moreau.

El nombre de su hermano.

Pero era imposible, claro… Jules había muerto hacía dos años. ¡Y de todos modos, tenía dieciséis meses! ¡Desde luego, no era una edad a la que se maneje el teclado y el ratón! Y ese pensamiento le arrancó una risita siniestra y nerviosa.

Pero entonces, ¿quién?, ¿cómo?, ¿por qué?

¿Quién era ese Jules Moreau? ¿Cómo había averiguado la dirección de Messenger de Bastien? ¿Por qué quería… ser su amigo?

Pensó en los colegas del colegio. ¿Una broma pesada? Se paró a pensar. Cerró los ojos… Se puso a contar.

1… 2… 3…

Vaciló. No tenía ganas de hacerse «amigo» de JulesMoreau@ hotmail.com.

… 4… 5…

Pero tampoco de quedarse ahí, sin saber algo más.

… 6… 7…

Con la sensación de estar pactando con el diablo, hizo clic en el ok.

Capítulo 3

A
l igual que el comisario Bertegui, y más o menos a la misma hora, Audrey Miller descubría las primeras brumas desde el balcón de su apartamento, en el último piso de una pequeña urbanización de Vonges, uno de esos barrios nuevos que dominan el centro de Laville-Saint-Jour al estar situados un poco por encima de él. Durante unos instantes observó cómo se deshacían los hilos de encaje entre las ramas de los grandes árboles a los que daba su ventanal, con el corazón preñado de suspiros, ahogado por la ira, por los reproches… y por el odio. También pleno de esperanzas: recuperar a su hijo y marcharse lo antes posible, dejar la ciudad…

—Mamá, me parece que papá acaba de llamar…

Ella se volvió. David estaba vestido, listo para irse. Excepcionalmente, Jocelyn se lo había dejado una noche más: en principio, David no dormía en su casa más que una noche a la semana, la del sábado (y aun así, ¡cuánto había tenido que luchar para merecer ese derecho!). El fin de semana anterior, su ex marido le había pedido que se quedara con él hasta el lunes por la mañana. De no ser por lo feliz que la hacía el pasar unas horas de más con su hijo, evidentemente se habría negado. No estaba dispuesta a ceder ante Jocelyn… ¡Ni tanto así! ¡Nunca más!

—¿Estás seguro, tesoro? Yo no he oído nada…

Claro que no lo había oído: aquel timbre le recordaba, como un toque de campana, la situación.

Asintió con su cabecita rubia; ya llevaba la cazadora azul por los hombros: ella misma la había escogido unos días antes. Se arrodilló, compuso el cuello de la prenda y lo ayudó con las mangas. David le sonrió: era de esos niños que saben apreciar las atenciones de una madre: el cuento antes de dormir, el beso robado sin motivo, las recomendaciones mil veces repetidas…

—¿Estarás bien, mi cielo?

Su hijo se enderezó.

—Claro que sí, no te preocupes…

Pero sí, precisamente estaba preocupada. El timbre los llamó al orden.

—Buf, tiene prisa… Como siempre —renegó David.

Con un nudo en la garganta, haciendo de tripas corazón, cruzó el salón hasta la entrada.

—¡Ya baja! —escupió por el interfono.

Colgó con violencia.

En bata y zapatillas, salió al rellano, llamó al ascensor. Cuando se abrieron las puertas, besó efusivamente a su hijo.

—No lo olvides, David… Para cualquier cosa, tienes el móvil, ¿vale? Mi número está guardado, es uno de los cuatro a los que puedes llamar, así seguro que no te equivocas. No lo dudes, ¿de acuerdo?

El niño asintió. Se sabía toda la retahíla de memoria, y era aún demasiado pequeño para manifestar su cansancio respecto a una madre demasiado ansiosa.

Ella misma pulsó el botón de la planta baja… Las puertas se cerraron. Ya está, se acabó.

Se refugió en la cocina, que daba al aparcamiento que se encontraba detrás del inmueble. Enseguida identificó el 4 x 4 de Joce: él siempre había sentido predilección por los coches llamativos. Advirtió que a ras de suelo, la niebla parecía algo más densa que más hacia arriba.

Vio la silueta de su hijo trotando hacia el coche. Joce bajó, no para recibirlo, ya lo sabía ella, sino para dar el espectáculo. Le dio a su hijo un escueto beso en la mejilla y le abrió la puerta trasera. Luego, mientras David saltaba al vehículo, levantó la vista.

A aquella distancia, en la niebla, ella no podía distinguir su rostro. Joce solo era una sombra envuelta en un abrigo de paño azul, en el aparcamiento. Pero a ella no le cabía duda: su mirada estaba llena del mismo triunfo que mostró al salir de la audiencia. De triunfo y de desafío: «Nunca te lo quedarás… Puede que hayas logrado encontrar un trabajo y te hayas instalado a menos de dos kilómetros de mi casa, pero por más que hagas, ¡no te lo quedarás!».

De un modo u otro, su marido se equivocaba.

Ella bajó violentamente las persianas venecianas y se dirigió al cuarto de baño para arreglarse.

Eran las ocho y veinte cuando cruzó las puertas del Saint-Exupéry, la institución escolar más privada —y también la más cara— de Laville-Saint-Jour y, sin duda, de toda Borgoña. Con paso decidido, atravesó el hermoso patio ajardinado, rodeado de galerías abovedadas de piedra vista, vestigios del antiguo convento en torno al cual la escuela había ido ampliando sus edificios en el transcurso de las últimas décadas.

Por el camino, no se cruzó con nadie porque a aquellas horas en el Saint-Exupéry solo se oía el rumor estudioso de los alumnos en plena clase, pero varios profesores, desde el estrado de sus aulas, vieron a su colega con su bonito abrigo de piel aterciopelada mientras caminaba con ese paso que hacía retumbar sus tacones contra los muros seculares y que agitaba al viento sus cabellos claros de reflejos ígneos. Algunos incluso llegaron a perder por un instante el hilo de su lección al seguir con la mirada la silueta esbelta y apresurada, mientras se preguntaban adonde iría así de corriendo la señora Miller, la nueva profesora de literatura, de la que todo Saint-Ex hablaba, a la que todo Saint-Ex observaba en secreto…

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