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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

Una voz en la niebla (4 page)

BOOK: Una voz en la niebla
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Madeleine Rabatet lo miraba ahora con ojos suplicantes. Sin embargo, el policía aún tenía otras preguntas que hacerle: ¿Tenía enemigos Odile le Garrec? ¿Algún amante? Desistió. Tampoco quería ver cómo se propagaba un rumor infundado. En Laville, desde hacía algunos años, había que andar con pies de plomo.

—Bien, todo parece aclararse… Perdón por haberla retenido. Puede irse. No creo que sea necesario que nos volvamos a ver. Por si acaso… —metió la mano en el bolsillo—, si recuerda algo, nunca se sabe, aquí tiene mi dirección.

Le entregó una tarjeta de visita. La cogió como si le fuera a morder.

—Bueno… —Se frotó las manos—. Bueno, vale, pues entonces ya me voy…

En la puerta, se cruzó con Clément, que iba acompañado del médico forense, Auberty un joven recién incorporado.

—Clément, ¿puedes acompañar a la señora Rabatet a la puerta? ¿Y asegurarte de que tenemos sus datos?

El teniente obedeció.

—Con toda probabilidad un episodio cardíaco —aventuró el médico.

—¿Está usted seguro… doctor? (Bertegui había dudado del título porque siempre le había costado considerar al joven digno titular de sus buenos quince años de estudios académicos.) —¡No al cien por cien, pero tras un primer examen, no se me ocurre nada más! —exclamó alegremente recorriendo la estancia con mirada distraída—. Habrá que confirmarlo con un examen más profundo si usted lo ordena, pero es usted quien debe decidirlo. —Y añadió sin transición—: Tenía buen gusto esta mujer. Me pregunto si sabría cocinar…

Bertegui no respondió. Ya conocía esa tendencia de los profesionales de la muerte: imaginar el cadáver… vivo; delimitar su personalidad, conocer su vida.

—Pero no hay demasiados indicios para solicitar una autopsia —insistió Auberty en un tono igual de distraído.

Su mirada se dirigió de pronto hacia la cubierta de
Lirio azul
.

—¡Eh! Creo que he reconocido al autor de la foto de arriba… ¿Es de la familia? —preguntó.

—Su hijo… —respondió Bertegui murmurando, antes de corroborar—. De todos modos, voy a pedir la autopsia.

El joven médico dejó de examinar los libros que había en el mueblecito.

—No hay problema, usted es el jefe. ¿Qué motivos tiene? Quizá me ayude saber qué es lo que está buscando…

—Pues, mire, doc, Clément debería habérselo dicho arriba: hay algo de lo que usted no ha podido percatarse…

Auberty ladeó la cabeza, como un perro sorprendido.

—… y es culpa nuestra, de hecho. —Bertegui clavó su mirada en la del médico, parapetado detrás de unas gafas tan redondas como las de Harry Potter—. Murió con un teléfono en la mano… y la línea estaba cortada.

Auberty no se movió ni respondió inmediatamente. Pero, ante la mirada de Bertegui, su mandíbula se contrajo, redondeando sus mejillas.

—Bueno, yo no sé si la autopsia nos revelará a quién quería llamar —murmuró—, pero estoy deseoso de saber lo que la madre de Nicolas le Garrec tiene que contarnos…

Capítulo 2

E
mergió del sueño como de una inmersión en aguas profundas: con el aliento entrecortado y palpitaciones. Durante unos momentos, Bastien recorrió la habitación con la mirada, desorientado: un techo alto, molduras por todas las esquinas —unos recargados angelotes—, una gran puerta vidriera cuyos postigos recortaban las primeras luces del alba en pálidas franjas en el suelo. Cuando sus ojos se toparon con la chimenea, volvió en sí: allí donde debería arder un fuego, reconoció los cestos de mimbre donde estaban guardados sus viejos juguetes: unos GI Joe, unos Batirían, cosas con las que ya no se divertía, pues a sus casi doce años, las había dejado de lado en favor de las consolas de videojuegos y las cartas Magic.

En un segundo, la realidad recobró el protagonismo: el accidente de Jules… La mudanza… Laville-Saint-Jour… Su habitación.

Suspiró. Siempre lo mismo después de las pesadillas: un momento de ausencia, un instante errático, entre la vigilia y el sueño, la noche y el día.

Miró el despertador, una moto de diseño colorista. Los números 6:35 brillaban en la penumbra clara. Se incorporó en el colchón, aguzó el oído. Su padre y su madre probablemente aún estaban en la cama: el despertador sonaba a las seis y cincuenta en casa de los Morcan, y nadie asomaba la nariz antes de las siete.

Le daba igual; no tenía ninguna gana de quedarse en la cama; en realidad, la cuna, la habitación ya no constituían ningún refugio. Y luego además, por la mañana temprano, podía ser que Patoche estuviera conectado al Messenger. A Bastien le gustaba encontrarse con su amigo en internet. Aquello era un vínculo con una vida anterior, que había sido feliz, y la promesa de volver a verse muy pronto, para las vacaciones de Navidad o Semana Santa.

Tiritando, saltó de la cama, se puso una sudadera encima del pijama, buscó las zapatillas debajo del somier: el suelo de su habitación era de parquet, pero el pasillo y otras estancias estaban embaldosadas, con unas losetas heladas, como las que hay en los castillos, pero que, en su opinión, estaban fuera de lugar en una casa habitada por gente de carne y hueso (¡sobre todo gente acostumbrada a ir descalza por un suelo enmoquetado!).

Se detuvo justo al salir de su habitación, se quedó inmóvil un instante.

Algo era diferente esa mañana. Pensó, se dio la vuelta, contempló la estancia, aún algo vacía, demasiado grande de todos modos para que en algún momento diera impresión de abarrotamiento. Se detuvo sobre los objetos que la componían: la cama nuevecita —una gran cama barco de madera comprada hacía unas semanas en una sala de subastas—, la cómoda repatriada desde París y que su madre había decorado, los pósters de la pared: Zidane se codeaba con un inmenso anuncio publicitario de la Xbox 360, un cartel de
El Señor de los Anillos
, seis láminas de
La guerra de las galaxias
, unos cuadros firmados por Caroline Moreau…

La impresión había desaparecido. Se encogió de hombros, salió, cruzó el pasillo, entró en el despacho. De nuevo, lo inquietó esa vaga sensación, pero decidió no prestarle mayor atención; encendió el ordenador, introdujo la contraseña de su sesión. Mientras el Mac Os X se iniciaba, alzó la vista.

Y allí la vio.

La niebla.

Sí, la niebla en la ventana. Eso era lo diferente aquella mañana. En fin, lo que daba al mundo otro color.

La niebla… y la luz: blanca. Densa. Acolchada. Hasta la claridad de su habitación, aunque filtrada por los postigos, era distinta.

Se olvidó del ordenador y se aproximó lentamente a la ventana, como se dirigiría alguien, fascinado, hacia un animal aterrador.

Descubrió cómo, voluptuosa, a un tiempo ligera y pesada, danzaba en el jardín, serpenteaba en torno a los árboles, acariciaba los muros del pequeño taller que su madre había habilitado en un viejo cobertizo… y soplaba en el columpio. El-columpio-del-jardín, como lo llamaban en la casa (como si hubiera algún otro). Y que se movía siempre, mañana y tarde… siendo que nunca nadie se columpiaba en él (y mucho menos Bastien). Cerró los ojos por un instante, retrocedió. Un velo negro se cernió sobre él: algún día sucederán cosas terribles y ya nada será como antes.

Volvió al ordenador porque, decididamente, aquella mañana necesitaba hablar. Hablar con Patoche de la última expansión de las cartas Magic, o del campeonato de tenis que iban a disputar en directo, y a distancia, con su consola Xbox… Hablar de las próximas vacaciones, y de Sandra Joubert que, al parecer, había vuelto al cole con dos peritas que crecían bajo la camiseta… Hablar de todo y de nada, de las pequeñas cosas que constituían su antigua vida. Lejos de Laville-Saint-Jour. Lejos de la niebla. Lejos de las pesadillas.

Sobre el escritorio, la ventana del Messenger continuaba desesperantemente vacía… Ni rastro de Patoche. Esperó. Evitó volver la cabeza hacia la ventana. Y, a su pesar, recordó.

Habían decidido marcharse seis meses antes. Bueno, ÉL, su padre… a causa de ELLA, su madre.

En el transcurso de los meses que siguieron al accidente, Caroline Moreau había terminado por parecerse a la madre de Patoche. Aun cuando ella no bebiera como el alcohólico cancerbero que velaba por la educación de su mejor amigo, vivía enclaustrada, en bata de andar por casa, con los ojos hinchados por la pena, hablaba con el mismo discurso inconexo, y dirigía al mundo su «nueva mirada», dormida con los ojos abiertos, como la calificaba Bastien. Cuando giraba la cabeza, los ojos reaccionaban siempre con uno o dos segundos de retraso, incapaces de seguir un movimiento rápido, natural.

Había dejado de vivir. También había dejado de pintar. La única vez que lo había intentado había sellado el destino de todos ellos. Bastien no había olvidado la enorme mancha roja que embadurnaba el lienzo como un borbotón de sangre, y que había descubierto al entrar en la cocina… Y menos aún el rostro concentrado de su madre mientras, ante la mirada de todos ellos —incluso la de Patoche, que casualmente estaba ahí—, había clavado las tijeras en el cuadro y había desgarrado el lienzo con un ensañamiento maquinal.

Al día siguiente, su padre le propuso ir a dar una vuelta con los patines. Salieron sobre las nueve de la noche, después de la cena, que había transcurrido en calma, sin discusiones, sin llantos y también sin suspiros. Era un viernes por la noche; sobre París flotaba una atmósfera tibia, esa curiosa mezcla de contaminación y polen. Se dieron un buen paseo, en silencio, hasta las riberas del Sena. Su padre iba un poco sin aliento —había perdido el ritmo, era la primera vez que patinaban juntos desde lo del accidente—, pero estaban dando una buena vuelta, y a su pesar, a pesar de la situación, a Bastien le gustó aquel paseo.

En la ribera, su padre se detuvo para sentarse en el murete de piedra. Y para anunciarle su decisión: se marchaban.

—¿Irnos? ¿Quieres decir… cambiar de casa?

Daniel Moreau suspiró.

—No solo eso. Voy a buscar trabajo en otra parte.

—¿Otro laboratorio?

—Otro laboratorio… En otra ciudad. Nos hace falta un cambio, Bastien. ¿Entiendes? Un cambio de verdad. Una nueva vida.

Irse… Otra ciudad…

Una nueva vida…

No sabía cómo reaccionar. Se esperaba un divorcio, una separación… Y aun cuando el mundo podía ser un lugar horriblemente frío cuando lo compartes con dos fantasmas, era un gran alivio saber que aquello no entraba en sus planes (de hecho, tendría que habérselo imaginado, pues siempre había sitio consciente de que su padre estaba loco por su madre, aun con sus ojos medio dormidos medio abiertos, aun con su bata). Pero ¿marcharse? ¿Adónde? ¿Cuándo?

¿Y Patoche? Era como un hermano, su colega que vivía dos pisos más abajo del suyo.

—¿Qué opinas? —preguntó su padre.

No podía responder nada. No tenía ningunas ganas de irse. Pero tampoco ningunas de quedarse, al menos no con ellos dos en aquel estado. Lo que realmente quería no era posible: no haber visto nunca los ojos de su hermano pequeño cuando levantó la cabeza hacia el coche; no haber oído nunca ese ruido de insecto aplastado; seguir despertándose por las mañanas con esos balbuceos que con el tiempo se habrían convertido en palabras; ver a su madre reír en la calle, dar paseos con su padre sin que hubiera una razón para ello…

Pese a todo, preguntó:

—¿Estaréis mejor si nos vamos?

Daniel Moreau se sorbió la nariz, volvió la cabeza. La concentración de patinadores de los viernes pasó en ese momento y contemplaron el espectáculo en silencio: miles de chicos y chicas que se deslizaban entre risas, entre gritos, adelantándose unos a otros, en las narices de los coches que habían parado los motores y esperaban a que pasaran, con los faros encendidos. Bastien pensó: «Ya nunca tendremos momentos como este allá donde vayamos… Será distinto. Estará menos bien. Y sin Patoche».

Cuando se reanudó la circulación, su padre pronunció esta frase:

—Todo sería mucho más fácil si hubieran encontrado al culpable.

Fue la primera y última vez que hizo alusión al tema y Bastien no sabía si iba dirigida a él. Pero sintió como una mano helada en su nuca.

El culpable era él.

Sí, claro, estaba el tipo que conducía el Mercedes, pero fue Bastien quien había insistido en que le compraran aquel helado, sin tener hambre en realidad… Es a él a quien se le había antojado esa especie de… capricho. Sin aquella parada, no había razón alguna para haber estado ahí en aquel preciso instante.

De no haber sido por el helado, Jules tendría ya tres años ese mismo día.

Bastien llegó a creer que finalmente no iban a trasladarse. Durante meses, su padre estuvo escribiendo cartas… Durante meses, lo oyó suspirar cuando volvía con el correo.

Fue a la vuelta de unos días de vacaciones que Bastien había pasado con «los Patoche» en el sudoeste cuando llegó la carta: un sobre blanco con un logo
high-tech. Y
su padre viajó a Laville-Saint-Jour para su primera entrevista.

Aquel día, Bastien bajó por la tarde a casa de Patoche. Su madre lo recibió con las cortinas corridas, apoltronada en el salón, y ni tan siquiera llevaba la bata: a causa del calor, vestía un medio camisón medio chilaba violeta con bordados deshilachados que no ocultaba ni sus rollizas piernas ni sus brazos hinchados y fofos que le colgaban. Apestaba a vino.

—He visto a tu padre esta mañana —masculló ella cuando Bastien pasaba con su hijo por el salón.

—¿A mi padre?

Cabeceó y despegó la vista de la televisión.

—Sí, esta mañana. Así que, según parece, vais a mudaros, ¿eh?

—No… no sé. No este año, según creo…

—¡Oh!, sí, este año —respondió ella—. Bueno, en cualquier caso, esta mañana, él creía que era posible. ¡Hasta me ha dicho que quizá os vayáis a Laville-Saint-Jour! ¿Te das cuenta? Laville-Saint-Jour… ¡Es una idea rarita, como poco!

—¿Por qué una idea rarita? —preguntó un poco ofendido.

Los ojos de la señora Patoche se entrecerraron —dos ranuras en sendos caramelos— y su cuello se estiró como el de una gran serpiente que levanta la cabeza.

—¿No conoces Laville-Saint-Jour?

Sin razón, Bastien sintió cómo se ruborizaba, cazado en fuera de juego.

—Vaya, es un sitio singular… ¡Oh! Es verdad que es bonito… Eso es lo que dicen todos los turistas que van por ahí. Es bonito… Es muy auténtico… Tiene carácter… Hay ambiente. Tu padre debe de pensar lo mismo. Hay ambiente. Evidentemente, cuando uno está de paso, no se puede saber. Pero cuando se vive ahí, no es lo mismo. Para nada… Es una ciudad que te atrapa en la niebla…

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