Así que ¿por qué ese sentimiento opresivo, como si cada pared, cada mueble portara en sí restos… de otra cosa? Bertegui no podía explicarlo. Algo había sucedido en esa casa: unas horas antes o hacía años, Bertegui no lo sabía, pero la casa del 36 de la rue des Carmes conservaba el recuerdo de aquello.
Unos golpes secos en su puerta interrumpieron sus reflexiones y volvió al decorado inicial: una mesa moderna en la que Meryl y Jenny posaban entre risas en uno de los raros ángulos que no estaba invadido por expedientes —la mayoría tenían relación con robos, delitos menores, gestión de personal—, dos sillones de cuero, un poco perdidos en una estancia espaciosa aunque algo gris, unas plantas, la pared de cristal a medio cerrar por una persiana veneciana que daba al pequeño pasillo… Nada ahí hacía pensar en el éxito de un hombre que, tras haberse consagrado a la protección del prójimo, habría podido aspirar a un puesto de primera línea en la jefatura general del quai des Orfèvres en París.
Bertegui ahuyentó su repentina amargura con un gesto decidido, como si se sacudiera el polvo de la solapa de su traje de lana fresca de Armani.
—Pase…
Clément hizo su aparición.
—Confirmado, han cortado los cables del teléfono. Ninguna posibilidad de un problema en la línea o de que hayan sido los ratones… Hemos encontrado claramente dónde lo hicieron. Detrás de la casa.
—¿Huellas? ¿Algo?
—Los chicos están en ello. He tomado la decisión de hacerlos ir para que lleven a cabo todos los informes… Pero de todos modos, no hay duda: se ve perfectamente dónde han cortado el cable con una cizalla o una podadera.
Bertegui cerró los ojos. Alguien había cortado la línea… Había premeditación. Pero ¿de qué? Ninguna violencia…
Ningún robo aparentemente… Había muerto en su habitación, cerrada por dentro. Nada en la casa revelaba voluntad exterior agresiva. ¿Por qué habían querido aislarla?
¿Simplemente para impedir que llamara en caso de ataque? Sin aquel indicio —llevaba el teléfono en la mano en el momento de su muerte—, ¿quién habría podido sospechar otra cosa que no fuera un infarto?
Tuvo una idea.
—Ese nombre… Odile le Garrec…
—S… sí.
—¿No lo has oído nunca antes?
—Esto… no comprendo qué quiere decir —balbució el muchacho.
Bertegui hizo una mueca de disgusto. Clément debía de saber a qué estaba haciendo alusión… y debía de saber que él lo sabía. Había llegado el momento de que los dos hombres tuvieran una conversación seria. Quizá deberían haberla tenido antes, pero al principio había preferido que lo adoptara una ciudad, un clan, que sabía cerrados, antes que atosigar a sus hombres nada más llegar. Pero había llegado la hora de pasar a asuntos serios. Incluso aunque al final quizá no hubiera ninguna relación directa con Odile le Garrec.
Con un fruncimiento de ceño, señaló uno de los sillones.
—Siéntate —le ordenó.
El caso había estallado ocho años antes. Bertegui lo había seguido entonces, desde París, con el interés incrédulo e indignado que había suscitado en toda Francia.
El primer cuerpo había sido hallado bajo la hojarasca del parque de La Truandière, el pulmón de la ciudad al que ahí todo el mundo llamaba el «bosque del parque»: el crío tenía siete u ocho años; lo habían destripado, decapitado, castrado… Una carnicería, preludio de una macabra serie: un bebé secuestrado en un jardín, un niño raptado en los bosques durante un paseo a caballo… Y otros muchos, entre los cuales uno, salvado de morir atrozmente durante un ritual satánico gracias a la tenacidad de un policía. Porque justo en eso consistía: no era el acto aislado de un asesino en serie, sino la herencia de una tradición ancestral. No era la obra de un Gilles de Rais,
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sino la de un grupo… En cierto modo, incluso: la obra de una ciudad.
Al final, el caso había sido parcialmente esclarecido. Sin embargo, ¿quién conocía la verdad en realidad?
Es cierto que se había logrado identificar a los responsables directos: la familia Talcot, notable entre las notables desde el siglo pasado, controlaba aquel… asunto. Una familia maldita, que había cimentado sus destinos con sangre y extendido su influencia fuera de los límites de la ciudad, sobre Borgoña, e incluso más allá, a Francia y al extranjero… Aún hoy, ocho años después, sus motivaciones resultan, como poco, nebulosas: los documentos, los indicios, habían ardido en un pavoroso incendio; los que sobrevivieron a la matanza se habían inmolado en el fuego para escapar de la justicia; en cuanto a los pocos acusados que llegaron a ser juzgados, no habían arrojado ninguna luz: mudos o ignorantes, fanáticos o meros ejecutores, no habían desvelado ni nombres ni lugares ni fechas… Dos se habían suicidado antes de su proceso (otra inmolación, y una arteria femoral seccionada con una cuchilla de afeitar hábilmente disimulada contra el paladar durante el registro rutinario); el puñado restante había sido encerrado en régimen de aislamiento para escapar de la ira de los demás presos y mantenía una correspondencia delirante con exaltados de medio mundo.
En cualquier caso, de la investigación se había deducido que, lejos de actuar de forma aislada, la familia Talcot, sobre todo bajo el yugo de Madeleine, a quien todos llamaban la Señora, había contado con cómplices internacionales y poderosos protectores en el interior, de las más altas esferas. Había actuado con total impunidad, secuestrando, violando, sacrificando niños… y también traficando con ellos. De lo que con toda probabilidad no había obtenido ningún beneficio económico (al menos no directamente) . Pero Madeleine y los suyos habían urdido la trama de un imperio que sobrepasaba las fortunas tradicionales de provincia; sin duda, la aventura habría continuado prosperando si las disensiones en el seno del grupo no hubieran conducido a su implosión.
¿Habían actuado los Talcot movidos por el mero afán de lucro? ¿Por convicción mística? No se sabía… al igual que no se sabía desde cuándo los niños habían sido secuestrados entre la niebla, encerrados, torturados. Ni tampoco la lista, el número, de los verdaderos culpables. Ese era el aspecto del caso que producía más vértigo.
Hasta la fecha se habían encontrado treinta y ocho cuerpos, o, mejor dicho, pruebas de que los restos de al menos treinta y ocho niños diferentes habían sido enterrados en el transcurso de los últimos cuarenta años en los bosques que rodeaban La Talcotière, la propiedad de la familia donde se celebraban aquellos aquelarres…
Otros huesos sospechosos, pero imposibles de identificar, habían emergido entre los escombros de la casa en llamas… Y quizá habría hecho falta poner la ciudad patas arriba para empezar a calibrar la verdad.
En el fondo, Laville-Saint-Jour habría logrado, incluso a la luz, conservar su parte de sombra, bien oculta, posiblemente todavía latente, en su vientre de niebla.
Varios investigadores —el caso había despertado vocaciones— todavía cavaban. Algunos aventuraban la hipótesis de que esos actos se imponían «simplemente» como una herencia de la tradición. Una parte de la población que se estableció en Laville-Saint-Jour en el siglo XV, cuando el lugar aún no era más que un villorrio dejado de la mano de Dios entre mesetas, procedía de Arras. Huían del que fuera uno de los mayores procesos por brujería de la historia, la «Vauderie de Arras», y hallaron refugio en los limbos del otoño villense.
El árbol genealógico de los Talcot se remontaba de hecho a esos tiempos austeros y fríos en que se lanzaban hechizos y se bebían pociones. ¿Era suficiente como para concluir algo? Mejor no creerlo. Treinta y ocho en cuarenta años, eran los cálculos… ¿Cuántos, pues, en más de cuatro siglos?
Por supuesto, la idea era rechazada… Se prefería enterrarla. Pero, lejos de los platós de la cadena LCI o de France2, había quien admitía en ocasiones, por la noche, entre dos confidencias, cuando la blancura de los crudos inviernos ahogaba cada callejuela bajo la niebla pálida de sus besos, que, definitivamente, la ciudad había conocido un curioso destino a través de las épocas. Entonces se recordaba una Revolución francesa vivida como quien no quiere la cosa, sin cabezas cortadas. Unos alemanes encantadores, acogidos con los brazos abiertos durante la ocupación nazi; algunos oficiales venían a veces de vacaciones un fin de semana, cuando la ciudad, sin embargo, no tenía por qué ofrecer a sus huéspedes la benignidad de su clima. Y las lenguas se soltaban… hasta las estadísticas adquirían sentido: si bien conocía una casi nula tasa de pequeña delincuencia, Laville-Saint-Jour contaba, en cambio, con un porcentaje elevado de muertes violentas (suicidios, crímenes familiares o pasionales). Sí, cuando uno se asomaba un poco a los archivos de la ciudad, descubría, milagrosamente salvada de la modernidad, una historia al margen, un camino vital propio, y por el que caminaban sus habitantes, con toda tranquilidad, de generación en generación, jalonado por dramas inexplicables… Aún se recordaba al tío Perrodin, que una bonita noche de noviembre de 1968, había atado a su mujer y sus cuatro hijos en el granero y había degollado ante sus ojos a toda la cabaña —setenta y ocho vacas para ser exactos—, antes de infligirles a ellos la misma suerte. Lo habían encontrado tres días después, todo azorado, desnudo por los campos cercanos a La Talcotière, a pocas leguas de Laville. Era el único modo, decía, de acallar las voces… «No, voces, no… los cuchicheos… los cuchicheos de los niños…» O también Magali Picard, aquella joven pediatra apreciada por todos, que había estrangulado a uno de sus pacientes, mientras su madre se encontraba en la sala de espera. «Tuve que hacerlo… El quería que lo hiciera…» ¿Quién era ese «F. L»? Nunca se supo.
Oh sí, cuando la memoria vomitaba lo que la razón se había afanado en guardar en un cajón bien cerrado, no faltaban las historias. Y al caer la tarde, los más osados se atrevían a susurrar: «¿Y si los antiguos de Arras hubieran… sacrificado niños para obtener la paz… y el poder? ¿Y si hubieran hecho un pacto? ¿Y si la ciudad estuviera… maldita?».
¡A Bertegui ya le daban igual sus especulaciones y sus divagaciones! Solo le interesaban los hechos. Y los hechos eran simples: una familia de iluminados se había dedicado a sacrificar niños. Puede que hubieran contado con cómplices… o puede que no. A él no le correspondía juzgar eso. El caso se había cerrado oficialmente hacía dos años.
Pero había comprendido enseguida que la ciudad guardaba celosamente sus secretos. Los villenses habían vivido traumáticamente aquellos años mediáticos: durante un tiempo, incluso, había llegado a reinar un auténtico caos que desfiguró el lugar y sus piedras: hordas de periodistas, y la justicia, y la policía, toda esa gente guapa de París cruzándose por los cafés y restaurantes de la ciudad, compadreando, robándose las informaciones, regateando exclusivas, confesiones, cuerpos del delito…
Y los villenses, como si hubieran suscrito un acuerdo tácito, se habían cerrado más aún. Durante los dos primeros años, a medida que la luz de las cámaras atravesaba la niebla, las caras se bloqueaban, los postigos estaban echados desde las tres, y todos vivían escondidos… Laville-Saint-Jour se atavió con la vestimenta de un viejo ermitaño.
Luego Marc Dutroux había extraído de su letargo otra parte del mundo… Después Outreau y Angers tomaron el relevo. Seguramente habría otros en el futuro. Conforme pasaban los meses, ante el mutismo y la magnitud del horror, se empezaba a dudar… A renunciar. Los periodistas se habían ido: varios equipos, tenaces, habían intentado regresar, una vez pasada la locura inicial, pero los neumáticos rajados, las miradas torvas, los silencios, habían desarmado las voluntades más fuertes. ¡Algunos incluso habían llegado a la conclusión de que valía más tratar de interrogar a los corsos! Y con el tiempo, solo quedó un puñado de viejos locos —investigadores atrevían a llamarse— que acudían a bucear en la biblioteca para consultar documentos sobre la historia de una ciudad que nunca había permitido que la verdad fluyera por ningún texto público…
A día de hoy, la ciudad despertaba dulcemente de nuevo, como una mujer dormida. Intacta. Inmutable. Envuelta en sus blancos velos.
Limpia.
Y ahí residía justamente uno de los problemas de Bertegui. Faltaban muchos interrogatorios y audiencias, lo que le recordaba el caso de la cienciología, cuando un expediente que contenía dos años de instrucción había desaparecido de la cancillería del Ministerio de Justicia, poniendo pura y simplemente punto y final a las diligencias. Como si Laville se hubiera absuelto a sí misma de sus pecados.
No le correspondía a él reemplazar a la Inspección General de la Policía e iniciar una investigación de envergadura. Después de todo, el caso estaba cerrado. Pero su nombramiento en la comisaría central de Laville-Saint-Jour respondía a la voluntad de las instituciones de poner un poco de orden en la policía local y de recordarles que, ahora que el caso Talcot estaba archivado, había que acatar las órdenes sin rechistar.
—Participaste en la investigación del caso Talcot, ¿no? —preguntó Bertegui—. ¿Me equivoco o eres uno de los muchachos que siguieron aquello de cerca?
La sandía se puso colorada de repente, con las orejas a punto de ignición.
—Yo… Sí, seguí el caso, así es… bueno, como casi todos los polis de por aquí —se apresuró a añadir.
—Justo lo que pensaba… vaya, realmente lo sabía. Así que tengo una pregunta que hacerte, Clément: ¿dónde están los atestados?
Clément se revolvió en su sillón.
—¿Los… los atestados? —balbuceó.
Bertegui asintió con un movimiento de cabeza:
—Está lo que el ministerio registró y archivó… Pero también lo que los servicios policiales deberían haber guardado. De eso, no se sabe nada. Por ejemplo, han desaparecido los nombres de quienes fueron meros testigos. Al final, si uno lee los expedientes, se tiene la impresión de que, a excepción de los acusados, nadie más estuvo involucrado. Sin embargo, si la memoria no me falla, se interrogó a docenas de personas, y muchos estuvieron a punto de resultar inculpados. ¿Quién era esa gente? ¿Qué ha sido de ellos?
Clément desvió la mirada.
—Lo ignoro —murmuró—. Todos lo ignoramos. Demasiado bien sabemos que… bueno, que lo que pasó no es normal. Pero no se sabe quién, cómo sucedió…
—¿Hay autoridades en Laville o en Borgoña interesadas en que desaparezcan documentos?
—Hay mucha gente que tiene interés en eso… Sí. Autoridades o no… —Levantó la nariz de los zapatos, hacia los que se había ido hundiendo—. Usted ni estuvo allí… usted no sabe… los cuerpos… lo que vimos. Lo que oímos… —Inspiró profundamente—. Yo formé parte del equipo que llevó la investigación del primer crío que descubrieron…