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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

Una voz en la niebla (2 page)

BOOK: Una voz en la niebla
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Pero en lugar de ello, se vio invadido por esta verdad insoportable: Jules iba a morir. Y lo que es más horrible: vio en los ojos de su hermanito que también él lo había entendido, pues en el instante en que aquel levantó la cabeza, descubrió el parachoques rutilante, desmesurado, que se le venía encima a toda velocidad.

Cuando pasaron las ruedas, el cuerpo cedió con un ruido horrible, una especie de crujido viscoso… Un Piolín al que chafaran en un dibujo animado.

Luego… las imágenes se nublaron ante sus ojos. Más tarde le contaron que el coche había herido a alguien más… que se había dado a la fuga… pero no distinguía nada. Se quedó inmóvil mientras la gente gritaba a su alrededor, mientras por algún lado empezaban a aullar sirenas, mientras el heladero en su caseta como un pastel le repetía sin cesar: «No mires, chaval, no mires…».

Bastien no lo oyó. Vio cómo su madre se arrodillaba, con la mano ensangrentada y una cara como nunca le había visto, el cabello desgreñado, descalza de un pie porque había perdido un zapato, y tocaba lo que quedaba de su hermano, incrédula. La vio alzarse, con ese aspecto de loca, y… tirarse de los pelos. Sí, tirarse de los pelos, ¡ahí, delante de todo el mundo! ¡En medio de la calle! Bastien siempre había creído que tirarse de los pelos era una frase hecha, como «poner la mano en el fuego»: nadie hacía realmente esas cosas. Pero había mechones en su mano. Mechones de su hermoso pelo negro y liso. Se tiraba de los pelos, y estaba… ¡fea!

La vio darse puñetazos en la cara.

Vio a unos enfermeros que se lanzaban sobre ella y le clavaban una jeringuilla en el hombro.

La vio resistirse… Y escuchó su grito. Ascendió desde el suelo como un géiser. Voló. Y Bastien alzó la mirada como para seguirlo.

Entonces advirtió un hecho asombroso: sobre sus cabezas, el cielo había cambiado. Había adquirido un color extraño, a medio camino entre el azul y el negro. Un color que más tarde no sería capaz de describir con exactitud, si bien uno de los cuadros de su madre tenía un fondo idéntico: azul, rayado con sombras negras. Y, ante su mirada incrédula, el grito de su madre se materializó en un hilo rojo, como de pintura. Un reguero de sangre, aspirado por las nubes, que creció y abrasó el cielo.

Fue entonces cuando escuchó la voz por primera vez.

Realmente no le hablaba. Susurraba, murmuraba… Unas pocas palabras. Palabras que conocía, que ya había escuchado, en otra parte, en otra vida… bueno, no sabría decir.

Una simple frase, surgida directamente en su cabeza: «Algún día sucederán cosas terribles y ya nada será como antes». En su corta vida, Bastien Moreau jamás había oído mayor verdad.

Capítulo 1

L
o llamaron para notificarle el hallazgo de un cuerpo una de esas mañanas que no se olvidan: la de las primeras nieblas.

Habían caído durante aquella noche de comienzos de octubre, volutas transparentes, suaves soplos en el aire pálido, pues así sucede siempre en Laville-Saint-Jour: la niebla de los primeros días es vaporosa como el rocío, vuela con la levedad de una pluma.

Lo iba descubriendo, apostado ante la ventana del salón, con su cuerpo rechoncho embutido en un albornoz demasiado corto, calzado con chanclas, con esta extraña frase en la cabeza: «Ahora sí que ya no hay duda, somos villenses…».

Era esa una evidencia que Claudio Bertegui tendría que haber reconocido mucho antes: desde los cinco meses que hacía que había entrado a vivir, con su mujer Meryl y su hija Jenny, a esa preciosa casita; también desde que él había tomado posesión de su cargo en Laville-Saint-Jour: comisario Bertegui. Pero, por lo visto, esos cinco meses no habían sido suficientes. Después de llegar a mediados de mayo, habían pasado el final de la primavera y luego el verano bajo un cielo radiante; y él con la impresión, totalmente irracional, de que eran turistas, visitantes… de que todo aquello —denominación bastante vaga en la que metía, todo revuelto, la propuesta de ir a instalarse allí, que había rechazado enérgicamente al principio, el posterior amago de infarto diez días después, las súplicas de su mujer Meryl para que bajara un poco el ritmo, para que cambiara de vida…— la impresión, pues, de que todo aquello solo era algo transitorio. Un engorroso contratiempo que iba a terminar tarde o temprano.

Evidentemente, se había equivocado. Y ahora comprendía mejor las razones de ese sentimiento inexplicable: durante esos últimos meses, había faltado la niebla. Porque Laville-Saint-Jour no es del todo Laville-Saint-Jour si no se la ve envuelta en la niebla que teje su leyenda.

De pronto, le vino a la memoria el folleto de la oficina de turismo de Borgoña: Laville-Saint-Jour, la joya del gótico en un oasis verde. Hablaba de su arquitectura gótica única, de la calidad de vida, pero también de su clima particular, derivado de su posición geográfica (la ciudad está rodeada de unas mesetas bastante elevadas para lo que es la región): desde octubre hasta finales de marzo, a veces incluso desde antes, ya a finales del verano, una niebla persistente se instala sobre la población…

Allí estaba, pues, el comisario Bertegui, pensativo, siguiendo con la mirada las ondulaciones pálidas y transparentes que aterciopelaban el jardincillo, en torno al columpio rojo de su hija, en el enorme roble a la sombra del cual habían colocado una mesa, cuando el teléfono, del que nunca se desprendía, vibró en el bolsillo de su albornoz. Rezongando, comprobó el nombre que aparecía en la pantalla. Torció el gesto: no había ninguna razón para que Clément lo llamara tan pronto. Ninguna, a no ser que fuera mala, evidentemente.

Aceptó la llamada.

—Sí. ¿Clément?

—Tenemos un muerto. O más bien, una muerta.

—¿Homicidio? —preguntó.

—Hombre, tanto como homicidio… No sabría decirle.

El comandante Bertegui guardó silencio, en espera de explicaciones. Desde su llegada, empezaba a conocer las características de cada uno. Al teniente Clément, un rubio alto y espigado provisto de dos enormes soplillos de color rosa allí donde normalmente la gente tiene las orejas, se lo podía clasificar en la categoría de «buen poli, pero un poco tardo y parco en palabras». Un tipo emotivo al que convenía no atosigar.

—No tiene demasiada pinta de ser un homicidio —soltó por fin el teniente—, más bien un infarto, pero… me gustaría que viniera a verlo antes de decidir si se archiva el caso o no.

Bertegui frunció el ceño y estuvo a punto de preguntar a su teniente: ¿esto es una manía, o qué?

Diez días antes, se había hallado el cuerpo de un chaval de catorce años en el sótano de la casa de sus padres. Todo apuntaba a un suicidio, sobre todo los blísteres de somnífero vacíos hallados junto al cuerpo, pero Clément, que había sido el primero en llegar al lugar de los hechos, había llamado al comandante, asaltado por una duda.

—Verá usted —había explicado—, ya he visto otros suicidios: solo los viejos se ponen una bolsa en la cabeza cuando toman somníferos. Viejos que de verdad quieren palmarla. Pero los jóvenes… nunca hacen eso. Y sin embargo, él tenía una… Atada alrededor del cuello, su bolsa de plástico, ¿sabe usted?

Ante la duda, Bertegui había ordenado una investigación. Por ahora, no había arrojado ninguna luz. La autopsia confirmaba el suicidio, como también lo hacía la probada afición del muchacho por el morbo, como lo demostraba la frase escrita como fondo de pantalla de su ordenador, en una hermosa escritura gótica roja sobre fondo negro: «Algún día sucederán cosas terribles y ya nada será como antes».

—¿Comandante?

—Sí, te escucho… ¿Puedes contarme algo más? —preguntó.

—Pues… —El hombre suspiró—. De verdad, creo que tiene usted que venir a verlo por sí mismo.

Bertegui se rascó las espesas greñas que poblaban su cráneo, un pelo negro que siempre había esperado que justificara su apodo desde sus primeros años de servicio —el Jabalí— en lugar de su silueta rechoncha. Comprendió que era inútil insistir.

—Está bien, de acuerdo, ya voy.

Justo antes de cortar la comunicación, el teniente soltó:

—Es en el barrio de Braquéolles. Es una casa algo rara, un… un sitio algo raro. En fin, ya verá usted… Está nada más pasar un estanco.

Colgó con esas palabras sibilinas.

Circunspecto, Bertegui deslizó el móvil en el bolsillo y fue a darse una ducha rápida.

Unos minutos después, bajaba vestido con un bonito traje y un chaquetón de cuero de Armani (pues el hombre era así: rechoncho, quizá, como un jabalí, pero de punta en blanco como un donjuán italiano, y desde luego enganchado a las marcas milanesas).

Asomó rápidamente la cabeza por la cocina. Meryl estaba preparando el desayuno de la familia: estadounidense, doce años menor que él, conservaba el gusto por esas comidas sustanciosas que se sirven al otro lado del Atlántico. Su hija Jenny esperaba su turno, sentada ante un gran vaso de zumo de naranja.

—¿Hay café caliente para un policía con mucha prisa? —preguntó.

Meryl se volvió, un poco sorprendida. Desde su llegada, su vida prácticamente seguía el ritmo de la oficina, y se congratulaba por ello a diario, pues ya le había tocado vivir nueve años junto a un hombre sin horarios y sin fines de semana.

—Hay una emergencia —aclaró.

Sin ningún asombro, escuchó preguntar a su hija, con un brillo en la mirada:

—¿Hay… un muerto?

Meryl y Claudio Bertegui intercambiaron una fugaz mirada de complicidad y de disgusto. En efecto, desde hacía un año, Jenny, que siempre había profesado por su padre una admiración rayana en la adoración, empezaba a mostrarse fascinada por su trabajo. Y cada vez que hacía alguna pregunta —«Pero ¿papá hace como los policías de la tele, con los muertos y… y todo eso?»— ambos se veían totalmente desconcertados, incapaces de responder y sin saber qué postura adoptar.

—Jenny, ya sabes que tu padre no está autorizado a hablar de esas cosas. Es secreto.

Gran suspiro de decepción.

—¿Volverás tarde? —preguntó Meryl mientras ofrecía una taza a su marido.

—No lo sé… No creo —respondió, esquivando voluntariamente los grandes ojos castaños de su hija, abiertos de par en par, curiosos, listos para captar la menor información que pudieran filtrar a partir de un gesto, de una mirada.

Meryl volvió hacia él un rostro lleno de interrogantes y parpadeó imperceptiblemente mientras la mirada de Jenny saltaba del uno al otro con aire suspicaz.

—Bueno, chicas… Me tengo que ir ya. Llego tardísimo.

Besó rápidamente a su mujer en la comisura de los labios, y a su hija en la frente.

—¿Dad?

—Dime, muñequita.

—¿Me lo contarás cuando sea mayor?

Él sonrió, le pasó la mano por sus claros cabellos: por suerte, Jenny había heredado el tipo anglo-atlético de Meryl en lugar de la discutible genética de los Ligero (la rama hispano-materna de Claudio Bertegui).

—¡Claro, hija, te diré
todo-todo
!
[2]

Luego salió, cruzó el pasillo, abrió la puerta.

Por un momento, se detuvo en la escalera de la casa, en lo alto de los tres escaloncitos que dominaban el césped, inspiró una gran bocanada del aire fresco de ese día que poco a poco se iba aclarando, y pensó: «Ahora sí que ya no hay duda: aquí estamos».

Finalmente, se adentró en la niebla.

Sí, así es exactamente como se abrió el baile del horror: la niebla en su ventana, la llamada de Clément, un beso a su hija Jenny… y aquellas palabras en el pensamiento: «Ya está, por fin somos villenses».

Llegó a Braquéolles unos diez minutos después, dio vueltas por el dédalo de ese barrio residencial nuevo en busca de la rue des Carmes, enfilando una serie de avenidas que, sin puntos de referencia, sin comercios, a la luz clara de esas mañanas a medio camino entre los azules nocturnos y los blancos lechosos del día, parecían todas iguales. Pasados unos minutos, divisó un estanco que arrojaba sobre la calzada el frío halo de su neón, en el cual bailaban los jirones de niebla como anguilas en un bocal. Tenía que ser ahí. Comprobó el nombre de la calle a la derecha —rue des Carmes— y se metió por ella.

Condujo a lo largo de unos inmuebles rosa, blancos o beis, todos idénticos, hasta que llegó al número treinta. Entonces comprendió lo que Clément entendía por «una dirección algo rara».

El 36 no existía. En su lugar, encajonada entre el 34 y el 38, dos inmuebles de una misma zona residencial, se abría un caminito minúsculo, una callejuela cubierta de musgo. Un paso fantasma. Sí, eso era exactamente: la «dirección rarita» de Clément se correspondía con un lugar fantasma.

Aparcó, cruzó la calle y, picado por la curiosidad, se adentró en el estrecho corredor.

El 36 apareció al final del pasaje, en un patio con césped, un claro en medio del hormigón y donde se alzaba una casa de ladrillo, oculta a la vista de los viandantes, construida hacia lo alto como para escapar del pozo en que la habían sepultado los inmuebles más recientes, como para poder respirar algo de aire.

Según avanzaba hacia el edificio, Bertegui se fijó en los postigos nuevos, en la combinación armoniosa de macetas con flores que había en los escalones de la entrada, síntoma de habitantes cuidadosos, con una existencia que olía a limpio. Aun así, pensó, la casa desprendía una sensación vaga, pero persistente: no era el tipo de lugar donde se podía ser feliz…

Recorrió los últimos metros, empujó la puerta. La entrada era algo vetusta pero, igual que la fachada, femenina, coqueta.

Lo recibió un agente: un chaval rubio un poco tonto. Verdon, recordó. Esa era otra de las ventajas de trabajar en una ciudad de ese tamaño: enseguida se aprendía a poner nombre a todas las caras.

—Buenos días, comandante… El teniente Clément está arriba, en el primer piso. Lo está esperando.

—Vale, Verdon, gracias.

Bertegui se dirigió hacia la escalera y apoyó la mano en la bola de madera. Antes de subir, se volvió bruscamente y recorrió la entrada con la vista.

Ante la mirada de Verdón, que lo observaba con interés, hizo un gesto enigmático, cabeceó, murmuró una palabra inaudible. Después ascendió por la escalera estrecha y oscura, dejando al agente encantado por haber visto confirmado de primera mano que, entre las informaciones que habían precedido al Jabalí —entre otras: su apodo, su preciosa esposa estadounidense doce años menor que él, su ropa de marca de pijo italiano, su carácter taciturno y colérico, más de perros que de jabalí, je je, todos los colegas bromeaban con eso—, entre otros elementos, pues, su reputación estaba bien fundada: el tipo cerraba los ojos, se quitaba el sombrero y hablaba solo. Sí, Bertegui era tal y como se decía que era: un espíritu contemplativo, un poeta de la investigación.

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