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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

Una voz en la niebla (10 page)

BOOK: Una voz en la niebla
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—Sí, tiene usted razón, Martine…

La profesora se alejó, con un sombrerito rojo en la cabeza, la silueta ceñida por un abrigo a juego, estilo reina madre de Inglaterra. Se detuvo al llegar a la puerta.

—Pues fíjese que no me sorprende —dijo sin volverse—. No fue buena idea invitar a este escritor… bueno, al menos hoy, el día de las primeras nieblas. —Se calló un momento antes de proseguir—. Pasan siempre… cosas extrañas el día de las primeras nieblas, ya sabe.

Un silencio.

—Aunque, bueno, no se podía prever… Nunca se sabe cuándo van a caer.

Tres segundos después, se había ido.

… cosas extrañas…

Audrey vio al alumno a quien había pedido que se quedara.

La esperaba al fondo de la sala, allí donde unos minutos antes había lanzado ese grito que casi había subrayado la llamada que había anunciado la muerte de su madre a Le Garrec.

Al igual que César Mendel u Opale Camerlin, Bastien Moreau era de esos alumnos en los que se había fijado de inmediato. El primer día de clase, había abierto la puerta del aula con dos o tres minutos de retraso: unos ojos negros y dulces bajo una mata de pelo castaño, grandes zapatillas de deporte que sobresalían de unos pantalones baggies caídos, los patines en una mano, un aire como ausente en el rostro cuando cruzó la clase para elegir un asiento, al fondo, al lado del radiador, que estaba junto al que había escogido Mendel.

En el transcurso del ritual de presentación —«Me llamo Audrey Miller, soy vuestra profesora de literatura…»—, había intentado varias veces captar su mirada. En vano… Sus ojos resbalaban sobre ella, veían a través de ella, pero no se fijaban; volaban… por algún otro sitio, desde el primer día.

Al examinar aquella misma noche las fichas que obligaba a sus alumnos a rellenar para conocerlos mejor (era también un ritual de la vuelta al cole: descubrir a un alumno cuyo padre tenía una profesión original, presentir los problemas cuando uno de los padres acababa de fallecer, permitir que la escritura revelara sus secretos…), iba a saber un poco más acerca de él: nacido a finales de año, aún no tenía doce —lo que explicaba su aire todavía infantil, sobre todo comparado con chicos como Mendel, en quien se intuía una sombra de bigote—, y este quinto curso era su primer año en el Saint-Ex.

Había un detalle que no había dejado de sorprenderla: en el apartado «Tienes hermanos», había escrito un sí decidido antes de tacharlo y cambiar de opinión: no.

Además, como le gustaba personalizar su trabajo, Audrey había enriquecido su cuestionario con elementos más personales: «Tienes alguna mascota»…, «Cuáles son tus aficiones»… Y aparte: «Cuál es tu divisa» (y no había vez que no tuviera que explicar de qué se trataba, qué esperaba de ellos). Al leer la de Bastien Moreau un escalofrío le había recorrido la espalda: «Algún día sucederán cosas terribles y ya nada será como antes». Algo que se salía de los inevitables «Quien hace un cesto, hará ciento», con que le obsequiaban por lo general los alumnos, al menos los del colegio.

Aquella noche, sin saber del todo a qué intuición obedecía, Audrey se había prometido seguir de cerca a aquel alumno. Desde lo de la ficha, sin embargo, Bastien no había mostrado ningún fallo particular. Era, incluso, de esos alumnos que los profesores olvidan fácilmente: notas medias-altas, poca participación oral, nada de armar jaleo…

Un chaval bastante tranquilo.

Ninguna fragilidad, por tanto… Hasta aquel grito. Hasta aquella mirada cuando el alumno había retomado el contacto con la realidad, hasta que Audrey había descubierto en sus negras pupilas algo así como una noche sin estrellas: un verdadero sufrimiento…

En ese instante, su conclusión irrevocable había sido: Moreau era un chico con problemas.

En ese instante había tomado una decisión: iba a ayudarlo.

Apenas se atrevía a mirarla.

—Me gustaría hablar un poco contigo, Bastien…

Tomó asiento en la butaca de delante, se volvió ligeramente para no estar del todo frente a él. Por fin alzó los ojos hacia ella. Un rostro arisco, resuelto. Extraviado, aun cuando Audrey podía intuir sus esfuerzos para no dejar traslucir nada.

—¿Qué es lo que no va bien, Bastien?

—¿Có… cómo dice?

—Hay algo que te preocupa, ¿no es así?

Jugueteaba con un bolígrafo, nervioso, pero con verdadero talento para la comedia, como si estuviera manipulando un rompecabezas, con aire indolente. A sus doce años, tenía los reflejos de un adulto que trata de mantener la compostura.

—¿Qué quiere usted decir?

No le temblaba la voz. Hasta se daba un aire chulesco. Lo admiró por ello: acababa de quedar en ridículo ante un grupo de cien alumnos, incluidos los de su clase, y sin duda el incidente no contribuiría a mejorar sus relaciones dentro del Saint-Ex. Pero lo llevaba bien.

—Mira, ya sé que para ti no soy más que una profesora… Y que a priori, no tienes ninguna razón para hablarme de tu vida personal o de tus problemas. O… o de tus pesadillas. Me limito a observarte, Bastien… ¿De verdad crees que, a base de tratar de pasar inadvertido en clase, vamos a pasar de ti? Eso puede servir para algunos profesores, pero no para mí. Tanto más cuanto que creo que tienes talento. Te preguntarás cómo lo sé, ¿verdad?, siendo que, después de todo, tus resultados son solo correctos, sin más.

No hubo respuesta.

—Muy sencillo: tus resultados son correctos pese a que nunca estás en clase.

Se disponía a protestar cuando lo detuvo con un gesto.

—Oh sí, físicamente estás presente. Me parece que no has faltado un solo día a clase desde que llegaste (al menos, conmigo). Pero no es de tu cuerpo de lo que hablo… sino de lo que hay aquí. —Le dio unos golpecitos en la frente con el dedo, un dedo largo, en el que brillaba una pequeña esmeralda—. Yo sé muy bien que no estás ahí. Estás… en otra parte. En tu mundo… o… —vaciló antes de continuar—. Sí, en tu mundo. O en tus pesadillas.

No reaccionó. Dejó de mover el bolígrafo entre sus dedos. Se quedó con la mirada perdida.

—¿Sabes? A veces pasa que a los alumnos más dotados que los demás les cuesta adaptarse… No se encuentran bien con los otros. Y sufren por esa situación porque, dotados o no, son como todo el mundo: tienen ganas de pasárselo bien, de tener amigos… ¿Entiendes, Bastien?

El muro de autismo no cedió. Pues claro que lo entendía. De hecho, ¿se lo había cruzado alguna vez por el patio sin que fuera completamente solo?

—Así pues, esa pesadilla… ¿Quieres hablar de ella?

Su rostro se animó. Un movimiento imperceptible, una grieta en la coraza. Decidió introducir una cuña por ella.

—¿Tus pesadillas, tienen relación con… un hermano? ¿O una hermana?

La idea se le había ocurrido a Audrey mientras le hablaba…

La imagen del sí tachado a la pregunta «Tienes hermanos» le vino de pronto a la mente. Como un lapsus que se le hubiera escapado a Bastien, un error que hubiera corregido de forma tosca en lugar de borrarlo cuidadosamente con typex… ¿Para llamar la atención?

Vio cómo se ponía tenso, reforzando el caparazón. Abrió mucho los ojos, se incorporó en su asiento.

—Yo… No, ¿por qué?

Cuando iba a responderle, él se le adelantó:

—No, en absoluto… ninguna relación. Es que soy nuevo, ya sabe, en Laville-Saint-Jour y también en el colegio. Siempre lleva su tiempo hasta que uno encuentra su sitio… —Hizo ademán de mirar el reloj—. Me tengo que pirar… mi próxima clase empieza en nada.

Se puso en pie de un salto.

—Y siento mucho haber… perturbado la conferencia. De verdad.

Se echó la mochila al hombro y echó a correr hacia la salida —silueta apresurada en la media penumbra del teatro— antes de que ella pudiera articular palabra. Justo antes de salir, se volvió:

—Gracias.

La puerta se cerró con suavidad, sostenida por el freno automático.

Audrey se quedó pensativa por un momento. Había dado en el clavo. Había estado a punto de confiársele… Y luego se había cerrado en banda, tan brutalmente como había tachado el sí en la ficha de presentación. Y por toda respuesta, le había soltado, y de tirón, una lección bien aprendida y sin duda demasiado madura para su edad: «Es que soy nuevo… Lleva su tiempo hasta que uno encuentra su sitio…».

¿Les saldría con lo mismo a sus padres si estos se preocupaban al verse despertados por la noche por sus alaridos? ¿Le habrían sugerido ellos mismos esa hipótesis?

¿Tienes hermanos? SÍ… NO.

Se levantó, suspiró, recogió las últimas cosas. La evidencia se imponía: era hora de estudiar un poco más de cerca el expediente de su alumno.

El señor Bonnet hacía honor a su nombre: bonachón, de barriga rechoncha y unos hombros de los que se le escurrían todas las chaquetas; cabía pensar que era uno de esos hombres en zapatillas, bien apoltronado en su mecedora, a los que su mujer trata como a un niño. Por el día, sin duda con la misma indolencia que se gastaba por las noches, el señor Bonnet desempeñaba las funciones de supervisor general de la sección de secundaria del Saint-Exupéry, y además consejero principal de educación o prefecto. Dicha posición, su aspecto y su nombre habían inspirado a los alumnos: todo el mundo lo apodaba BN —incluidos los profesores—, contracción más afortunada que su mote original: Bonnet de Nuit
[5]
(un apodo bastante suave en comparación con un tal QM que había conocido Audrey en su anterior instituto: el quitamierda).

Se dio el gusto de entregar a Audrey el expediente de Bastien Moreau. A juzgar por sus sonrisas melosas y la concupiscencia blandengue como un flan con que se estremecían sus ojos, había llegado a la conclusión de que debía de tener la libido reprimida y que le iba lo de fantasear por internet.

Justo cuando agarró la carpeta que le tendía («Los alumnos de quinto siempre han ido en una carpeta rosa», había tenido a bien informarle), la miró un momento en su mano.

—Me la devolverá, ¿verdad?

Sonrisa pegajosa a la que respondió con una mueca un poco dulzona que le pasó inadvertida.

—Hay pocas probabilidades de que me la coma después de haberla leído, señor Bonnet. No me gusta el rosa…

La miró, sorprendido, y después se fue riendo estruendosamente: una risa demasiado ruidosa para ser la de un hombre que está a gusto.

—De hecho, estaré aquí al lado —le informó—. Podrá usted recuperarla en unos minutos.

Se sentó en uno de los sillones de la entrada, insensible al baile de alumnos que acudían a buscar este un justificante, aquel un «Diario de a bordo», como se llamaba allí al cuaderno de clase común y corriente, así como a la mirada curiosa de la secretaria: pero ¿qué está haciendo aquí la señora Miller, la Nueva?

Pese a ser nueva, Audrey conocía el procedimiento para entrar en el Saint-Exupéry: no bastaba con pagar la cantidad exorbitante que se exigía por cada curso escolar, hacía falta también ser admitido. Es decir, te tenían que apadrinar dos familias que tuvieran uno o más hijos escolarizados en el colegio y había que tener unos resultados satisfactorios a juicio del Consejo de Admisión, salvo que uno fuera el vástago de un antiguo alumno de la institución. Finalmente, unos pocos elementos podían aspirar a ingresar en la casa gratuitamente, previa presentación de un expediente escolar excelente. La igualdad de oportunidades en versión Saint-Ex.

El de Bastien Moreau era fino: procedente de un centro parisino, solo incluía los boletines del año anterior, cuyas observaciones confirmaban su análisis:

«… Distraído… falta de atención… sin interés por las clases… Alumno inteligente que desperdicia sus posibilidades… verdadero olfato literario… Rechazo a las matemáticas… »

Solo una llamó la atención de Audrey:«… resultados muy desiguales, pero que a veces revelan un alumno sumamente talentoso… ¿Qué sucede? ¿Por qué esa falta de constancia? Bastien parece cada vez más atormentado conforme se aproxima el fin de curso…».

La nota la firmaba la profesora de francés y llevaba fecha del último trimestre. Parecía la única en haber apreciado explícitamente un problema.

… talentoso… atormentado… Era exactamente así como Audrey veía a su alumno.

¿Atormentado por qué? ¿Por quién?

Quedaban muchas preguntas en el aire. Por no decir todas. En ningún lado se mencionaba a las familias que habían apadrinado al alumno para su ingreso. Ni tampoco las conclusiones del Consejo de Admisión encargado de evaluar su nivel. ¿Cómo Bastien Moreau, aparentemente sin padrino oficial, había podido ingresar en el Saint-Ex con semejante expediente? ¿Cómo podían sus padres pagar los gastos de matrícula si su padre era representante y su madre pintora, y no, como los de la mayoría de los alumnos, viticultores, notarios o cirujanos? A menos que su madre fuera una artista famosa…

Comprobó la firma que había validado su inscripción. Rochefort, el director… Antoine, su amante.

Cerró el expediente, perpleja. Se levantó, llamó a la puerta de BN.

—¿Ha encontrado lo que buscaba? —preguntó mientras le devolvía el expediente.

—No del todo, en realidad… me preguntaba: ¿no será que falta alguna información?

—¿Cómo dice?

—Los padrinos quedan registrados en el momento de la admisión, ¿verdad?

—¿En el expediente quiere usted decir? ¡Pues claro que sí! (El señor Bonnet era de una de esas personas a quienes el respeto del procedimiento administrativo colmaba de éxtasis.) Todo ha de quedar minuciosamente anotado: el nombre de los padrinos, el informe del Consejo de Admisión…

—¿Forma usted parte del mismo?

—¿Del Consejo? Sí, claro —respondió orgulloso.

—En tal caso, ¿puede decirme si recuerda haber estudiado el expediente de este alumno?

Bajó la vista hacia la carpeta. Leyó el nombre. La abrió, examinó la foto, recorrió brevemente con la mirada los documentos que contenía. Se vino abajo: las mejillas y la boca se desplomaron, como si de pronto, la atracción terrestre se hubiera vuelto más violenta en el lugar donde se encontraba.

—Co… conozco a este alumno, lo conozco porque suele llegar tarde y lo veo regularmente en secretaría por las mañanas. Estábamos pensando incluso en enviarle un aviso. Sí, lo conozco…

Sin mirar a Audrey, cogió sus gafas de la mesa del despacho y se las caló. Descubrió que, efectivamente, la señora Miller estaba en lo cierto. Y no daba crédito a lo que veía. Faltaban documentos de un expediente. No, peor: ¡faltaban documentos en uno de sus expedientes!

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