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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

Una voz en la niebla (14 page)

BOOK: Una voz en la niebla
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—Esta mañana…

—¿Han avisado a la policía de inmediato?

Intervino Clément.

—Sí, nos dieron aviso esta mañana, pero en un primer momento se acercaron unos agentes. Luego, después de ver el… el percal… nos remitieron el caso a nosotros.

—¿Tiene idea de lo que ha podido pasar, señor Morizot?

Pero el hombre se había vuelto a sumir en su desolación y se sujetaba la cabeza con las manos, los codos apoyados en las rodillas, la mirada fija en un punto.

—Adoraba a José —informó tristemente la señora Morizot.

Bertegui se volvió hacia ella: una mujer robusta con el pelo veteado de plata, vestida de manera sencilla, como es debido en el campo —vaquero, jersey—, con la mandíbula bien recortada, un punto hombruna, y cuya mirada soñadora, fluctuante, parecía pertenecer a otra persona.

—Sí, lo adoraba… No le diré que era como un hijo, claro, porque precisamente hijos no hemos tenido nunca. Solo una hija…

Esbozó un gesto, como si aquello fuera algo desdeñable, lo que generó una antipatía espontánea y definitiva en Bertegui, que mimaba a Jenny más que a nada.

—Así que ha sucedido durante la noche… —continuó Bertegui.

—Sí. Ayer por la noche todo estaba en orden. Bueno, al menos eso es lo que él me dijo…

Él… Le… Parecía incapaz de llamar a su marido «Philippe» o «mi esposo».

—¿Y no han oído nada esta noche? Bueno, para acercarse a un bicho así, hace falta un mínimo de material. Y bastantes precauciones.

La mirada clara se desvió por un instante: un segundo de vacilación que no se le escapó a Bertegui. Un vistazo de nada a «él»… a su marido.

—No. Pero la casa no es que esté cerca precisamente, ¿ve usted?

Señaló hacia la residencia, a unos cien metros, un robusto caserón de piedra de planta y piso. Recorrió los alrededores con la vista: era una magnífica finca, rodeada por vastos campos y edificios bien cuidados.

—¿Tiene idea de quién ha podido hacer esto? ¿Y por qué?

—Ninguna —suspiró—. No se me ocurre quién podría matar a un toro… un animal tan hermoso como José. Una… una maravilla —insistió con una sonrisa casi maternal en los labios—. Siempre hemos estado a bien con todo el mundo. Todos los chavales del lugar lo conocían…

Bertegui cruzó una mirada con Clément.

—¿Han peinado los alrededores de la cerca, por ver si hay huellas de pisadas?

—Sí, nuestros muchachos ya han pasado.

—Seguramente lo drogaron. Si no, a ver cómo se le acercan…

Se vio a sí mismo llamando al forense e informándole de la particular naturaleza de su próximo cliente. Desde luego que los años de asfalto parisino no lo habían preparado en absoluto para la realidad de aquel terreno.

—Le han sacado el corazón…

Bertegui se volvió: Philippe Morizot acababa de abrir la boca por primera vez.

—¿Cómo dice? —preguntó.

—Le han sacado el corazón —soltó nuevamente como si lo escupiera—. Esos cabrones le han sacado el c…

—¡Vamos, vamos, eso no se sabe! —exclamó la señora Morizot.

Bertegui tuvo la impresión de que era su modo de ordenarle que se callara.

—¡Cierra el pico! Ya sé yo lo que me digo. ¡Le han sacado el corazón!

La mujer se sorbió la nariz secamente y se encogió de hombros.

—Me perdonará, señor Morizot, pero ¿cómo sabe usted eso?

Desde su taburete, bajo un cielo que se estremecía con los últimos rayos de sol del otoño que empezaban a abrirse paso al caer la tarde, frente a un grupo silencioso que, en algún lugar de las doradas praderas de Borgoña, contemplaba la poderosa masa de carne inanimada, el hombre alzó sus ojos incrédulos, como si aquella fuera la pregunta más estúpida que se hubiera oído jamás. —Porque lo he comprobado —declaró llanamente.

Volvían por el camino enfangado hacia la entrada de la granja: Bertegui se esforzaba por no destrozar su par de Church, que había embetunado cuidadosamente dos días antes. A su lado, Clément guardaba silencio, y el comisario se lo imaginó taciturno y preocupado.

—¿Los conoces? —le preguntó.

—Un poco. Tuvieron un accidente gravísimo hará como unos diez años. Un accidente de coche… Y ella se convirtió en una especie de celebridad por los contornos.

—¿A causa del accidente?

—Vivió una cosa rara… Lo llaman… experiencia de muerte inminente, creo.

—¿El túnel, la luz y todo eso?

—Sí. Luego oí que la pareja tuvo algunos problemas… y también que ella había cambiado.

Bertegui recordó su mirada clara, ausente. ¿Los ojos de alguien que no ha terminado del todo de volver de su encuentro con la luz?

—¿Cómo cambiado? —preguntó.

—Pues… durante algún tiempo ejerció de curandera, curaba los dolores de espalda, el lumbago y tal… A él todo eso no le hacía mucha gracia.

—¿Qué opinas del asunto? —se interesó Bertegui, a quien, definitivamente, no se le alcanzaban las costumbres locales—. ¿Encuentras normal que haya comprobado la… la presencia del corazón? Ya sé que no soy de aquí y que no controlo todas los hábitos de por esta zona, pero…

Clément se detuvo.

—No, no es normal… pero tampoco sorprende cuando se conoce lo que hay por aquí.-Se calló un momento para después proseguir—. Lo que sí me extraña es que el corazón no estuviera.

Aquello había sonado a frase definitiva y Bertegui acompañó a Clément hasta sus respectivos coches en un lúgubre silencio. El larguirucho se dirigía hacia el suyo cuando Bertegui lo llamó.

—¿Por qué me has traído aquí, Clément?

Su colega se detuvo en seco.

—No lo sé. Quería que viera esto…

Al comisario le vino a la memoria la mirada fija de Morizot: «… le han sacado el corazón…».

—Esta gente —insistió—. ¿Se vio implicada en el caso Talcot?

La mirada de Clément se perdió por los prados que se extendían no lejos de allí.

—Es posible —dijo—. No lo recuerdo, no estoy seguro… Lo que sé es que… ella cesó en sus «actividades» después de aquel asunto. De eso me acuerdo perfectamente.

—¿Por alguna razón en concreto? Lo de que te acuerdes, digo… Porque visiblemente has olvidado muchas cosas de por aquel entonces.

Clément omitió la ironía.

—Mi mujer vino a consultarla una o dos veces. Artritis —aclaró—. En las manos… Aquello la aliviaba. Al menos, ella dice que funcionaba. Cuando estalló el caso Talcot, Sylvie vino por aquí y le dieron con la puerta en las narices, por decirlo de algún modo. Incluso se encontró con que era mal recibida. La Morizot casi la puso de patitas en la calle.

—¿Por eso querías que viniera a ver el toro? ¿Crees que hay alguna relación con nuestra cliente de por la mañana?

—No lo sé —suspiró Clément—. Supongo que no, pero… usted es el jefe. Relacionado o no, es normal que se le ponga al corriente.

Bertegui asintió sin dejarse engañar. Era seguro que Clément veía algún vínculo. Sutil, indecible… pero no habría pedido a su superior que se desplazara hasta ahí de no haber juzgado significativo el caso.

—Voy a volver a casa de Odile le Garrec —anunció y, ante el gesto sorprendido de su colega, aclaró—:Ya he inspeccionado la casa esta mañana, pero me gustaría comprobar mejor dos o tres cosas. Es probable que no pase por la oficina.

Clément asintió antes de subirse al coche. Estaba ya al final del camino cuando Bertegui le dio al contacto. En el momento de arrancar, atrajo su atención un leve movimiento a su izquierda.

Un crío… de seis o siete años. Estaba en la cerca: unos tablones de madera para delimitar la entrada a las tierras de los Morizot. Se retorcía, dividido entre la timidez y la curiosidad.

Bertegui cerró la portezuela y volvió sobre sus pasos.

—Hola, jovencito —exclamó alegremente—. ¿Cómo te llamas?

El rubiales, que llevaba una sudadera de Batman un poco descolorida, seguía contorsionándose, fascinado.

—Gérard. ¿Eres policía?

—Pues sí, soy policía. ¿Y tú, Gérard?

El rapaz negó con la cabeza, visiblemente maravillado de que lo hubieran podido confundir con un digno representante de las fuerzas del orden.

—¿Llevas… pipa?

Bertegui sonrió.

—A veces…

—¿Y matas a los malos con ella?

Bertegui se amostazó. Por culpa de la tele, los chavales, su hija la primera, asimilaban a cualquier poli con un asesino en potencia.

—¿Qué años tienes, jovencito?

—Seis años y dos meses…

La precisión arrancó una sonrisa al policía. Por lo visto, Gérard era uno de esos críos que esperan con impaciencia la entrada al patio de los mayores. Silbó de admiración.

—¡Vaya, pues sí que eres fuertote para un chico de tu edad! ¿Y vives por aquí?

El chiquillo se volvió y señaló la granja con el dedo.

—¿En casa de los Morizot?

—Sí, mi yaya y mi yayo.

—¿Tus abuelos?

Asintió con gesto de la cabeza.

—¿Dónde están tus padres?

—Psé, no sé.

Era el tipo de respuesta que deprimía a Bertegui. Más que los cadáveres, la violencia gratuita, la miseria: los niños perdidos, abandonados, desgraciados. La parte más difícil del curro, contra la que nunca se había llegado a curtir.

—¿Vives aquí todo el año?

—Pues sí…

—¿Y tus padres nunca están?

El muchacho negó con la cabeza en un gesto grave. Bertegui suspiró.

—Oye, Gérard… A ti te gusta darte paseos por la granja, ¿verdad?

Sonrisa mellada.

—¿Te diste algún paseo ayer por la noche?

—Sí.

—¿Y no verías algo raro? U oirías… Más tarde. Ya sabes, como el ruido de alguien que arrastra algo… o… no sé… los animales…

—Pues sí, los animales estaban muy nerviosos ayer por la noche. Pero es normal.

—¿Normal?

—Sí, claro, hubo las primeras nieblas. Siempre pasa eso cuando llegan las primeras nieblas. Aun cuando aquí no se llegan a detener.

Le señaló las colinas de los alrededores y Bertegui comprendió: daba la impresión de que la niebla descendía de las mesetas para ir a instalarse en las calles de Laville-Saint-Jour. La granja de los Morizot estaba situada fuera de la población y la niebla «pasaba» por ella en su trashumancia hacia la ciudad borgoñona.

—¿Así que no viste nada raro?

Cara desconfiada del chiquillo.

—¿Me lo preguntas por lo de José?

—Bueno, me preguntaba si un chavalín como tú habría podido ver… a alguien paseándose. Un vecino, por ejemplo…

El niño se encogió de hombros.

—Quiá. Pero, de todas formas, no es un vecino el que ha dado el golpe.

Le salió con rotundidad y con esa manera de hablar un poco maquinal de los niños, que introducen en su expresión las frases que escuchan en la tele.

—Ah, ¿no? Entonces ¿quién ha sido?

—No te lo puedo decir.

Bertegui sintió un escalofrío que le erizaba el vello del antebrazo.

—Te prometo que no lo diré por ahí.

Gérard se mordía los labios y no paraba de mover los ojos.

—Si te lo digo, ¿me enseñarás la pipa?

El comentario podría haber resultado divertido, pero a Bertegui lo dejó helado. Vaciló. Luego se abrió la chaqueta despacio; apareció la funda. El chiquillo abrió unos ojos como platos, fascinado, al ver la culata que sobresalía. Y Bertegui se preguntó si había visto antes esa mirada en los ojos de un niño confrontado a un objeto que puede matar. Aunque no fuera el momento más apropiado para hacer digresiones, no pudo evitar pensar cuán frágil es la infancia, cómo con nada se la puede inclinar, pervertir, hacia los horrores del adulto.

Volvió a cerrarse la chaqueta.

—No digas nada, ¿eh? —insistió el chaval.

—Lo prometo, lo juro. No diré nunca que has sido tú.

—Vale.

Inspiró profundamente y luego se acercó a Bertegui para susurrarle al oído:

—Ha sido el Espíritu.

El comisario frunció el ceño.

—¿El Espíritu?

—Sí, el nuevo…

Bertegui notó cómo la temperatura se desplomaba brutalmente varios grados. O bien acababa justo de bajar: empezaba a caer la tarde, el sol rozaba las cimas de las colinas, pero las sombras se estiraban ya bajo sus pies.

—Así que el nuevo Espíritu —repitió como quien no quiere la cosa—. ¿Quieres que hablemos de él?

—Pues… no sé qué decir, no lo conozco. Es la yaya la que lo conoce. Ella los conoce a todos…

—¿Los espíritus?

Gesto de fastidio ante la lentitud de comprensión de su interlocutor.

—Pues claro, los espíritus… Ella es quien los conoce. A ella es a quien le hablan. Desde lo de su accidente… los oye. Pero no pasa nada —añadió Gérard, como si intuyera lo extraordinario de sus declaraciones—. Son espíritus buenos, ya ves. Es lo que dice siempre: en la granja, siempre ha habido espíritus buenos. Por eso se está tan bien aquí…

—Pero ¿hay uno nuevo? —preguntó Bertegui, que en ese momento no estaba del todo seguro de estar teniendo esa conversación en la vida real.

—Sí —susurró el muchacho con la mirada inquieta—. Uno nuevo… Uno nuevo en la cuadrilla, solo que no forma parte de ella, porque es malo.

—¿Y cómo se llama, el espíritu ese?

—No sé su verdadero nombre… La yaya lo llama… la sombra. Sí, eso es: la sombra negra…

Bertegui guardó silencio antes de continuar:

—¿Y sabes desde cuándo está por aquí el espíritu?

—Pues no… aunque no hace mucho, eso seguro. Vaya, me parece que la yaya lo vio por primera vez hace algunas semanas. La he visto hablando sola varias veces. A veces lo hace… Parece que habla sola, pero les está hablando a ellos… a los espíritus.

Gérard no paraba de hablar. Bertegui supuso que, en el fondo, ese secreto debía de resultar un poco pesado para los endebles hombros de un chavalillo de seis años.

—… pero en aquella ocasión le decía que se marchara. Que ya era demasiado tarde… Que todo había terminado. «Estás solo… todo ha terminado. Se acabó…» Me acuerdo porque lo repitió muchas veces, y luego cuando me descubrió, no se puso muy contenta. No entendí por qué, pues normalmente me deja estar a su lado cuando les habla. Y fue entonces cuando me lo dijo: hay uno nuevo… Una sombra… una sombra negra. «Si alguna vez la ves, a la sombra, Gérard, ¡llama a la yaya enseguida!» «¿Al yayo no?», pregunté yo. «No, a la yaya y a nadie más.» —¿Porque tú también ves a los espíritus? —se sorprendió Bertegui.

—Ah, no, nunca. Pero ella ya no quiere que salga por las noches. Por eso no pude ver lo que le pasó a José. —Se calló antes de proseguir con tristeza—. Yo lo quería mucho a José… Puede que él también se convierta en un espíritu.

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