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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

Una voz en la niebla (12 page)

BOOK: Una voz en la niebla
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—¿Hace mucho que ha llegado a la ciudad? —continuó.

—Poco más de tres semanas.

—¿Tres semanas? Pero ¿dónde se aloja? Bueno, está claro que no en casa de su madre…

—En el Clos Montdor.

Bertegui no pudo evitar una mueca. El Clos Montdor… Una especie de híbrido entre hotel-boutique y hostería a la antigua, situado en los altos, a la salida de la ciudad. Chic, bonitas vistas, precios de escándalo.

—¿Va a quedarse mucho tiempo?

—No lo sé…

—Hum… ¿Ha venido a escribir?

—Digamos que… he venido en busca de inspiración. Todavía no sé cuánto tiempo me voy a quedar… ni si voy a escribir toda una novela
in situ
o solo voy a tomar notas… a impregnarme de la atmósfera.

—De la niebla…

—Entre otras cosas, sí.

Bertegui dejó que se hiciera el silencio, pensando. Preguntar a Le Garrec si había visto a su madre, esto es, hacerle una pregunta directa, no lo conduciría a nada.

—¿Desde su llegada, su madre no comentó algo acerca de… no sé… alguna amenaza…?

—Yo… No… Bueno, al menos no a mí… Aún… aún no nos habíamos visto.

Ahí tenía la confirmación de las declaraciones de la gobernanta. Bertegui decidió acorralarlo. Llegados a ese punto, era consciente de que la maniobra era prematura, pues el hombre no era sospechoso de nada.

—No tenían buenas relaciones, ¿verdad?

Le Garrec se quitó las gafas. A la luz del día, la intensidad de su mirada, ese color vago, acuoso, entre gris y negro, heredado de la difunta, impresionó al policía.

—Para serle sincero, comandante, hoy no tengo ánimo de hablar de las relaciones con mi madre…

Estuvo a punto de añadir algo; Bertegui supuso que quería puntualizar: no con un poli, no el día de su muerte, etc. En lugar de lo cual, continuó diciendo:

—¿Me tendrá al corriente de la evolución de los acontecimientos?

Introdujo su mano en el bolsillo interior de la chaqueta y extrajo una tarjeta y un bolígrafo. Garabateó algo en ella y la deslizó en la mesa. Bertegui echó un vistazo: fondo azulado, tres iniciales: NLG, un correo electrónico… Nada más: ni dirección, ni profesión, ni teléfono. La firma de un hombre que protege ferozmente su vida privada. Que no se presta al juego social. Y que encuentra legítimo presentarse con solo tres letras, al igual que un VGE o un BHL.
[6]

En atención al policía, había añadido un número de móvil con una escritura apretujada, nerviosa.

Se levantó, se puso la chaqueta, se caló de nuevo las gafas. Bertegui también se levantó y rebuscó unas monedas en el bolsillo de su pantalón, que dejó sobre la mesa. Le Garrec le tendía ya la mano, ansioso por terminar.

—¿Sabía que su habitación en la rue des Carmes continúa intacta? —dijo suavemente.

—Sí, lo sé.

Después se dirigió hacia la salida. Sin razón aparente, al policía le vino a la mente una vaga imagen: la de un vampiro que huye, se desvanece con un pesado movimiento de capa.

Bertegui contempló pensativo cómo la apresurada silueta corría hacia un Mini blanco y negro aparcado cincuenta metros más allá, que arrancó en tromba un segundo después.

Y supo que tenía razón: le estaban ocultando algo. Ya se tratara de Suzy Belair, la astróloga, o del propio hijo de la víctima, una regla dominaba las conversaciones: el silencio. No querían que indagara… Trataban de minimizar los hechos. De explicarlos… pulirlos, casi. Como si la vida y la muerte de Odile le Garrec presentara tan pocas asperezas como un guijarro.

Ya casi había llegado a su coche cuando su móvil vibró.

Echó un vistazo a la pantalla: Clément.

—Bertegui —se presentó.

Al otro extremo, una voz un poco apremiante, poco habitual en Clément:

—¡Tenemos un nuevo cuerpo entre manos! Un homicidio, creo… pero no estoy seguro.

—¿Otro asesinato? Santo Dios, ¿dónde esta vez?

—Bah… no sé si está bien hacerlo venir, pero… prefería avisarle.

—¿Dónde? —preguntó nuevamente Bertegui, más irritado que nunca por los rodeos de su ayudante.

—A la salida de la ciudad… En Meurisson.

—¿Quién es la víctima? —preguntó Bertegui.

—Pues… Más bien qué es la víctima. Mejor que quién…

Bertegui esperó a que al cirilargo de su subalterno le diera la gana de explicarse.

En el auricular, un suspiro.

—Ufff… va a pensar que estoy loco. En la granja de los Morizot… La víctima se llama José. Once años. Unos 349 kilos. El toro de la finca. Ha sido… eeeh… asesinado esta noche.

Capítulo 9


¿Q
uién puede decirme lo que quiso expresar Montaigne con estas palabras: «Porque era él, porque era yo»?

Audrey no obtendría su respuesta ese día. Sonó la campana y, como un solo hombre, los alumnos de segundo botaron de sus asientos y se abalanzaron hacia la salida.

—¡Os recuerdo que aún nos quedan dos clases sobre la amistad en la literatura!

Inútil… como predicar en el desierto. En eso, los chicos del Saint-Exupéry no se diferenciaban mucho de los del mundo entero: chavales que se revolucionan cuando se acerca la hora de salir… Gorriones ansiosos de dejar el nido para volar.

Recogió sus cosas, comprobó su móvil: ninguna llamada, ni rastro de SMS. Sin embargo, le había dejado dos mensajes a Antoine: quería respuestas. Y las quería ahora.

Con paso decidido, cruzó el inmenso patio ajardinado, insensible al ruido, a la agitación del recreo, saludó a algunos colegas —de todas maneras, ninguno se entretenía jamás— y tomó un caminito pedregoso que conducía a una antigua capilla convertida en centro administrativo del Saint-Exupéry.

Allí la recibió la señora Savignol, una señorona digna y encopetada que ocupaba la secretaría del director del centro.

—Señora Mi… Miller —balbució un poco amedrentada al ver cómo Audrey se dirigía hacia ella—. ¿Pu… puedo hacer algo por usted?

—Sí, vengo a ver al señor Rochefort.

La secretaria batió sus pestañas detrás de sus gruesas gafas de hipermétrope.

—¿El señor Rochefort la está esperando?

—Sí… Bueno, no. ¿Podría avisarle, por favor?

El intercambio telefónico duró menos de tres segundos.

—Puede subir —anunció a regañadientes después de colgar.

—Gracias, señora Savignol —respondió educadamente Audrey tratando de controlar cualquier signo de animadversión que se le pudiera escapar.

Mientras atravesaba la secretaría y avanzaba hacia la escalera, notó cómo la mirada reprobatoria de la mujer se clavaba en su espalda… Pero se olvidó inmediatamente. Tenía cosas más importantes en qué pensar. Y también mucho más urgentes.

Subió.

La sala era amplia, toda de piedra clara, abovedada. En el suelo, una inmensa alfombra en tonos azules tapizaba las anchas losas desnudas; al fondo, una biblioteca de madera repleta de libros con cantos dorados discurría a lo largo del muro. Sentado ante su mesa de vidrio esmerilado, la esperaba un hombre cuya seducción canalla y elegante recordaba inmediatamente al mujeriego, al profesor de tenis más que al austero director de un centro que acogía, entre otros, a los retoños de las cien familias que reinaban sobre Borgoña y a veces más allá de sus fronteras.

Audrey avanzó hacia él con una extraña impresión de legítimo
déjà-vu
. Es en ese lugar donde había realizado su entrevista de trabajo, tres meses atrás. Pero entonces, el sol que entraba por los altos ventanales doraba las motas de polvo, salpicaba las piedras con brillos centelleantes. Ahora, las luces grises del otoño revelaban por entero su cruda desnudez.

Se puso en pie para recibirla, se acercó, hizo ademán de abrazarla. Ella retrocedió.

—Aquí no —protestó.

Él frunció el ceño. La expresión le confería aspecto de niño enfurruñado. Era la misma que la había seducido cuando, tres semanas antes, se había entregado a él. Ella siempre había tenido esa costumbre ¿ese poder? de imaginar al niño que había sido el adulto que tenía ante sí. En cuanto a Rochefort, había debido de ser un niño mimado, seguro de sí, deportista y veleidoso, que sin duda había sabido utilizar su encanto desde muy temprana edad.

—Estoy al tanto de lo de Le Garrec —anunció retrocediendo—. Es horrible lo que acaba de suceder…

—Imagino que habrás anulado la fiesta.

Antoine debía dar un
party
aquella misma noche, a la que estaba invitado Le Garrec; a decir verdad, oficiosamente era el invitado de honor. Antoine era de esas personas que se dejan fascinar por la notoriedad.

—Acaba de llamar para confirmar su presencia… Le he propuesto aplazarla, pero me ha asegurado que todo estaba bien. De todos modos, probablemente se quedará poco rato.

Audrey se mordió los labios; la perspectiva de volver a ver a Nicolas le Garrec la alegraba bastante; la de conocer a la esposa de Antoine le hacía menos gracia.

—Pero imagino que no has venido por eso —dijo volviendo a tomar asiento—. Así pues, ¿qué puede ser tan urgente?

Ella se sentó frente a él.

—Bastien Moreau.

El director pestañeó. Ella intuyó que estaba incómodo.

—¿Bastien qué?

—Moreau. Uno de mis alumnos de quinto.

—¿Qué problema hay con él?

—No hay ningún problema. Solo quería saber por qué lo admitiste en el colegio. Fuiste el único que firmó. No pasó por la comisión.

—Ah sí, por supuesto… Bastien Moreau.

Cogió un bolígrafo de encima de su mesa y empezó a manosearlo mientras le dedicaba una sonrisa apacible. Un gesto típicamente masculino. Bastien había mostrado un comportamiento idéntico pocas horas antes.

—¿Por qué te interesas por él?

La pregunta estaba justificada. ¿Desde cuándo un profesor le pedía cuentas al director del centro sobre sus métodos de admisión?

—Un pálpito —dijo—. Creo que el chaval tiene talento. Mucho talento. Quería ver su expediente. Es entonces cuando advertí… la anomalía.

—Te lo confirmo, también yo opino que tiene talento.

—¿Cómo has llegado a esa conclusión?

Él suspiró.

—Oh, es una larga historia… personal. Privada —añadió mirándola fijamente a los ojos—. En cualquier caso, sabía que estaría a la altura. Así que lo acepté.

La profesora aprobó con la cabeza. Era una negativa categórica. Y una confirmación: «algo» no funcionaba… Algo relativo a su alumno.

Por ello, decidió guardarse sus preguntas: ¿era Rochefort amigo de sus padres? ¿Con qué grado de intimidad? En todo caso, su actitud no le gustaba lo más mínimo, demasiado a la defensiva y en resumidas cuentas, inexplicable. Es verdad que Antoine se había saltado los reglamentos para que el muchacho ingresara en el colegio, pero bueno… ¡Antoine era el colegio! No solo era el director del centro, sino también el marido de su única accionista. Podía cambiar los estatutos a su conveniencia.

¿Y por qué esa mirada dura de «el asunto está concluido, así que no te metas»?

—Ya veo —dijo ella levantándose.

Se aproximó a la ventana. El recreo tocaba a su fin: dos veces al día, a media mañana y por la tarde, los alumnos disfrutaban de una pausa de veinte minutos.

Notó cómo él se levantaba a su espalda y se acercaba. La abrazó.

—¿Qué sucede, Audrey? ¿No estás bien? No pareces estar muy allá.

Se encogió de hombros. ¿Cómo explicarle? «¿Mi hijo? ¿La niebla? ¿Las pesadillas de un crío que me perturban?»

—¿No estás a gusto aquí? —insistió—. ¿O es… otra cosa?

Tuvo un momento de vacilación. Otra cosa: sin duda, no podía haber encontrado mejor definición para la relación del director casado de un colegio de provincias con una de sus profesoras.

Un aliento cálido, mentolado, acarició su nuca. Se preguntó: ¿nos podrán ver a pesar de las persianas venecianas?

En cierto modo, le traía sin cuidado. Todo el mundo lo sabía, ¿no?

Había sido una mala idea desde el primer momento. Uno de esos malos pasos que ya habían hecho tropezar a Audrey en el camino de su vida. Antes de Antoine, ya había dado otros, más graves. Joce, por ejemplo. Rochefort, en comparación, no era nada: una estúpida trampa que ella misma se había tendido. Cuando se enteró de que Joce se instalaba en Borgoña, había llegado a creer que perdería a su hijo para siempre. Por eso había decidido apostar fuerte para obtener aquella plaza de profesora de literatura: fue una suerte increíble que quedara vacante justo aquel curso. Tras discutir con Rochefort por teléfono, había descubierto en la voz grave, un poco cavernosa, en el reír lento y distinguido, al seductor, y había escogido sus armas en consecuencia: para el caso, su vestido en plan
Instinto básico
. Oh, nada muy provocador: un vestido color beis de marca, corto pero no mini, con poco escote pero generosamente abierto por la espalda, que mostraba una piel tersa, bronceada con unos pocos rayos UVA, y unas piernas moldeadas a base de horas de gimnasio. Tenía su riesgo: la página web del Saint-Exupéry no ocultaba la tendencia clásica-pija de la escuela, entre universidad estadounidense y
british college
privado, un riesgo, pues, que había corrido basándose únicamente en su intuición. Y que había pagado.

Sin sorprenderse, y desde la incorporación previa al comienzo de curso, había advertido los guiños de Rochefort durante las reuniones informativas. Y, sin pasión, lo había recibido en su cama. Porque ella era así: una mujer de sexualidad sana que había vivido, antes de Joce, lo que se ha dado en llamar «una vida de hombre». Porque él estaba allí, seductor, viril y casado, un triunfo a ojos de Audrey: la aventura se vislumbraba sin futuro, la unión provisional de un donjuán que se aburre en su pequeña ciudad de provincias y una divorciada de paso en plena crisis otoñal.

Sin embargo, era consciente de que había que poner punto y final rápidamente a ese traspié: desde luego que quería un hombre en su cama, pero de ninguna manera en su vida. Y sobre todo, no un tío como el director del Saint-Ex.

Y mucho menos, su patrón.

—Mira —la invitó de pronto a su espalda—. ¿Qué es lo que ves?

Sintió de nuevo la impresión de
déjà-vu. Y
sabía lo que le rondaba por la cabeza: «Me gusta este lugar. Aquí cursé todos mis estudios, aquí fui feliz… Ni más ni menos eso es lo que le iba a decir. Ni más ni menos lo que le iba a enseñar. También a ti debería gustarte el Saint-Ex… ¿Cómo no te va a encantar?».

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