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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

Una voz en la niebla (11 page)

BOOK: Una voz en la niebla
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—¿No sabrá usted dónde podría encontrar… información adicional sobre Bastien Moreau?

Alzó la vista como si, de pronto, se hubiera percatado de su presencia.

—Info… información complementaria… esto… Seguro que puedo encontrarle algo, claro… No hay razón para lo contrario. Es normal… Totalmente normal. ¿Qué es lo que querría saber?

—Pues… quiénes son sus padrinos, si es que los tiene…

—Pe… pe… pero… ¡desde luego que los tiene que tener!

—No lo dudo, pero aquí no aparecen mencionados.

De nuevo se sumergió en la lectura del documento.

—Sí, sí, ya veo. —Estaba desconsolado—. Ya veo… Pero bueno, sí, por fuerza ha de tener padrinos…

—Ya me lo imagino —insistió Audrey—, porque solo a partir de su expediente escolar no ha podido ser admitido en el Saint-Ex.

El hombre no respondió nada, como pillado en fuera de juego.

—… porque supongo que paga religiosamente sus cuotas. No es becario, ¿verdad?

—No… no-no-no, claro que no.

Pero ya no parecía estar convencido de nada, y sus ojos tenían como un brillo perdido. Audrey decidió que había llegado el momento de poner a fin a su tortura.

—Una última cosa, señor Bonnet.

El pánico le hizo fruncir el ceño.

—¿Sí?

—En principio, un dossier de admisión incluye ¿qué firmas?

—Pues, esto… (venga, nueva inmersión en las páginas)… eeeh, depende —dijo, elusivo.

—Pero en principio —insistió—, son los cuatro miembros del Consejo, ¿no?

—Pues… Sí, en principio, es así como va la cosa… pero, bueno, también depende de las circunstancias.

Había hecho restallar las palabras, como para poner fin a la entrevista. Le daba igual, pensó ella al despedirse: si quería respuestas, sabía dónde encontrarlas. Y ella estaba en mejor situación que nadie para obtenerlas.

Tenía ya la mano puesta en el pomo cuando la llamó.

—Señora Miller… ¿tiene algún problema con este alumno?

Ella se volvió.

—No, ninguno, señor Bonnet, ningún problema… Solo preguntas.

Salió, dejándolo presa de la perplejidad más grande por el misterio —¡increíble!— de esa admisión; y también por el tierno brillo que por un momento había iluminado el rostro de la señora Miller al evocar a su alumno.

Capítulo 8

…y la trayectoria de Nicolas le Garrec tiene la particularidad de haber conocido el éxito con libros de importancia menor. Es cierto que el «Quinteto de los colores» contiene grandes hallazgos y constituye una obra honrada que no está mal. Pero son las dos novelas que publicó con seudónimo en su juventud las que más llaman la atención y despiertan nuestra admiración: El sol en el s ó tano y Grito perdido. La primera es una novela breve que describe la fascinación que siente un niño pequeño, criado en el seno de una familia un tanto extraña, por el sótano de su casa: un sótano que no le está permitido ver, pero donde sabe que suceden cosas, dado que sus padres bajan a él con frecuencia por las noches… La segunda, más densa, narra la deriva paranoica de un adolescente tímido, hazmerreír de sus compañeros, que se transforma poco a poco en asesino vengador. De una lectura sumamente perturbadora por estar teñidas de una negrura y una maldad sin concesiones, estas dos novelas fueron publicadas con el seudónimo de Kris Keller y pasaron inadvertidas. Posteriormente, Le Garrec se ha impuesto como escritor con su «Quinteto de los colores» y ha conocido un éxito cada vez mayor de aventura en aventura, pero es de lamentar que haya sacrificado al éxito la terrible maldad que caracterizó sus primeras obras.

B
ertegui se dejó caer en el asiento del coche. Estaba aparcado delante del depósito de cadáveres de Dijon, donde se le iba a practicar la autopsia a Odile le Garrec. Y releía esas breves líneas por cuarta o quinta vez, un texto sacado de una página web, que, como tantos otros, repasaba la carrera de Nicolas le Garrec, y que había atraído especialmente la atención de Bertegui. Venía a matizar un todo que cojeaba, sospechoso… pegajoso; también pensaba en otras voces: la de Clément, por ejemplo, quien le había informado de que habían cortado el cable del teléfono en la parte trasera de la casa, justo a la entrada del sótano. (…Un niño fascinado por el sótano de su casa… Un niño asesino…) O también la del desconsolado editor con quien Bertegui se había puesto en contacto para tratar de dar con el escritor: «¡Es horrible! ¡Cuando pienso que Nicolas está precisamente de paso por Laville cuando hacía años que no iba por allí!»; finalmente la voz descarnada del propio Le Garrec.

—¿Dónde está ella ahora? —había preguntado por teléfono.

—En el depósito —había respondido Bertegui.

—Quiero verla.

—Bueno… de todos modos, no está del todo preparada. Hará falta que la identifique, pero probab…

—No, quiero verla ahora. No importa.

La petición había sorprendido a Bertegui; había accedido, por curiosidad sobre todo.

Así, en ese momento estaba esperando al escritor delante del depósito, dándole vueltas a esos elementos —cabos sueltos, nada en definitiva—, esforzándose porque su intuición no contaminara demasiado su pensamiento, concentrándose en el marco. Dijon era una ciudad bonita, pensaba, no tan diferente, en ciertos aspectos, de Laville-Saint-Jour, pero más grande, más luminosa, también más florida, y sin niebla.

De pronto, apareció una silueta en la entrada del depósito de cadáveres. Bertegui entornó los ojos: el hombre iba vestido con una holgada chaqueta de cuero, botas, vaqueros… Pelo castaño, aspecto deportivo, gafas de piloto con cristales tintados.

Bertegui bajó del coche, cruzó la calle.

—¿Señor Le Garrec?

El hombre se detuvo.

—Soy el comandante Bertegui. Ha hablado por teléfono conmigo.

Nicolas le Garrec tendió su mano, pero sin quitarse las gafas. Bertegui podía entrever sus ojos, pero no estudiar su mirada. Ese detalle lo incomodó.

—Sí, sí, encantado.

Con ojo experto, el policía identificó la ropa de marca: un cuero fabuloso, las gafas con unas discretas siglas de Yves Saint-Laurent, el estilo relajado de Le Garrec era cien por cien parisino, hacía pensar más en un Saint-Germain literario un poco pijo que en el ruralismo vinícola local.

—Lo que me ha pedido se sale de lo habitual —dijo Bertegui para romper el hielo—. En principio, las familias no suelen estar muy impacientes por realizar… este ejercicio.

—Lo sé… Bueno, me lo imagino. Los escritores son personas un poco especiales —aclaró Le Garrec—. Sobre todo los de novela negra. Como los policías, supongo… La muerte forma parte de nuestra vida diaria.

Bertegui se preguntó si se trataba de una humorada, pero por la expresión del escritor, concluyó que no, que estaba constatando un hecho.

—¿Cómo sucedió exactamente?

—Como ya le dije por teléfono, no está claro. Todo parece indicar que su madre fue víctima de un ataque cardíaco. Debió de intentar llamar, porque la encontramos con el teléfono en la mano, pero… no le dio tiempo.

Le Garrec inclinó la cabeza, luego desvió la vista, su mirada se perdió en la contemplación ausente de la acera.

—Bien, si quiere, vamos allá…

El poli se presentó en la recepción, donde le indicaron que el cuerpo de Odile le Garrec se encontraba en el cuarto piso. Se dirigieron hacia el ascensor.

Cuando se abrieron las puertas, encontraron en la cabina a un joven con bata a cargo de una camilla con ruedas en la que yacía un cadáver cubierto con una tela. Los pies sobresalían, llevaba una etiqueta atada a uno de los dedos, cuyo esmalte estaba descascarillado.

El camillero se bajó en el tercero. En cuanto se cerraron las puertas, Nicolas le Garrec preguntó, como si hubiera estado esperando a que se quedaran solos:

—¿Por qué está mi madre en el depósito de Dijon?

Bertegui no se sorprendió. Era una pregunta legítima. La había previsto; de hecho se sorprendía de que el escritor no la hubiera formulado antes.

—Hemos llegado, señor Le Garrec. Vamos, le responderé más tarde.

Avanzaron por el pasillo desierto sin cruzar palabra.

—Es aquí —anunció Bertegui.

Una puerta, un ojo de buey. Detrás, un hombre joven, similar en todos los aspectos al que habían visto en el ascensor, los esperaba.

—Quiero que sepa que este no es el procedimiento habitual —repitió Bertegui—. En principio, todo se hace para ahorrarles el mal trago a las familias… y… y quiero estar seguro de que sabe lo que hace, que está usted decidido…

Nicolas le Garrec esbozó una sonrisa triste, cansada, tras sus bonitas gafas de montura de piloto comercial. Asintió con la cabeza y luego se volvió hacia la puerta.

La forma bajo la tela no tenía la relajada inmovilidad del cuerpo que habían visto en el ascensor, y Bertegui supo inmediatamente que aún no la habían preparado para la autopsia. Le Garrec debió de darse cuenta, porque al entrar frunció el ceño.

Bertegui esperó unos segundos, hasta que Le Garrec se volviera hacia él con aspecto de preguntar: «¿Y bien? ¿A qué estamos esperando?».

El policía hizo un breve gesto con la cabeza al empleado, que obedeció. Con un gesto brusco, un poco teatral, retiró la sábana y apareció la criatura que había sido Odile le Garrec.

A su pesar, Bertegui retrocedió un poco y entrevió cómo, detrás de las gafas, se cerraban los ojos de Nicolas le Garrec. Pues aun cuando su madre había recobrado un poco de dignidad —había hecho falta tumbarla correctamente sobre la camilla—, el cadáver continuaba petrificado en completa tensión: los puños apretados, la boca abierta…

Luego Le Garrec recobró el temple y se aproximó. Cogió la mano de su madre. Bertegui estuvo a punto de ordenarle que no lo hiciera puesto que aún debían efectuarle la autopsia, pero cambió de opinión.

Por espacio de un minuto, un silencio glacial inundó la estancia. El joven empleado se había echado atrás púdicamente y Bertegui seguía observando a Le Garrec por el rabillo del ojo, mientras se mantenía un poco al margen. El escritor se había quitado las gafas y sus ojos permanecían a medio cerrar. No lloraba… Parecía rezar. Sus labios se movían. Bertegui aguzó la oreja: «… día… atreva… viento…». Imposible; lo que decía Le Garrec era inaudible. Pero presentía que Dios no tenía nada que ver con sus murmullos: sus maneras no hacían pensar en una comunión con el Señor, sino en un diálogo. Unas recomendaciones o las últimas palabras de un secreto compartido… una última verdad…

¿Un mensaje?

Un escalofrío recorrió el espinazo de Bertegui ante aquella idea; decididamente había algo morboso en ese espectáculo: un escritor famoso, sosteniendo la mano de su madre momificada por la muerte, susurrándole un mensaje que ha de llevar al más allá. Sobre todo después de ver la casa de la rue des Carmes… de haber escuchado a la criada diciendo que el hijo pródigo había abandonado la casa: «Ah, su hijo, nunca hablaba de él…».

Suavemente, el escritor volvió a colocar la mano de su madre en el pecho, se caló las gafas, carraspeó para aclararse la garganta.

—Creo que podemos irnos ya —dijo dirigiéndose a Bertegui.

Su voz era un poco débil, pero firme. El empleado volvió a cubrir el cuerpo mientras los dos hombres se dirigían hacia la puerta. En el momento de salir, Le Garrec se volvió.

—¿Por qué le han dejado la boca así? —preguntó—. ¿Abierta de par en par?

El muchacho se ruborizó levemente.

—Es por… por la autopsia. Hay… hay que tocar el cuerpo lo… lo menos posible.

Le Garrec se volvió hacia Bertegui, con el ceño fruncido.

—¿La autopsia? Pero yo pensaba que había muerto de un ataque al corazón…

—Y así es… pero es algo complicado. ¿Tiene tiempo para un café?

—Han cortado el cable del teléfono —anunció el policía sin rodeos.

Los dos hombres acababan de sentarse en una cervecería situada en la plaza de la Liberación, pequeña joya arquitectónica del siglo XVIII diseñada en semicírculo, con una hilera de inmuebles bajos con balconadas de piedra que daban a las verjas del ayuntamiento.

—No entiendo.

—Tampoco nosotros. Encontraron muerta a su madre con un teléfono en la mano. Habían cortado el cable del mismo… y… —vaciló— y ya ha visto usted su expresión, ¿no?

Bertegui adivinó un parpadeo detrás del ámbar de las gafas.

—Es todo lo que tenemos…

—¿Es suficiente como para pensar que no murió de muerte natural? —preguntó el escritor.

—Pues… Usted es el novelista, no yo, ¿verdad?

Silencio, sorbo de café.

—Es suficiente, en cualquier caso, para abrir una investigación. De un modo u otro, su madre quiso llamar y se lo impidieron. El o la que cortó el cable tiene una parte de responsabilidad. Nuestro trabajo es identificarlo. Y la investigación de un homicidio, aunque sea involuntario o por imprudencia, pasa necesariamente por una autopsia.

—Si he entendido bien, me está diciendo que, de alguna forma, mi madre ha sido… asesinada.

—Lo que le estoy diciendo es que quiso llamar y que el hecho de no haber podido hacerlo ha tenido consecuencias fatales. Nos queda por averiguar por qué quiso llamar… Y a quién.

—Lo único que descubrirán es que algún chaval del barrio quiso gastar una broma pesada que ha terminado mal.

Bertegui trató de clavar sus ojos en los de Le Garrec. Sin éxito. Su malestar perduraba: ¿no estaba el escritor deseoso de conocer la verdad? ¿Los últimos instantes de su madre?

—¿Desde cuándo no veía a su madre? —preguntó.

Una sonrisa sin alegría se dibujó entre las mandíbulas del escritor.

—¿Es para su investigación?

—Según tengo entendido, hacía mucho que no venía por Laville-Saint-Jour —insistió Bertegui sin hacer caso a la pregunta.

—Sí, así es…

—¿Por qué?

—Realmente no lo sé. ¿La niebla, quizá?

—Hace cinco meses que vivo aquí… Hoy es la primera vez que veo esa famosa niebla. Más aún, ha empezado a disiparse desde las diez de la mañana.

—Espere unas semanas… Entonces comprenderá.

—En cualquier caso, en verano no hay niebla.

—Cuando te has criado aquí, siempre ves a la ciudad entre la niebla. En verano como en invierno.

Le Garrec puntuó su observación con un nuevo sorbo de café. El de Bertegui se enfriaba, intacto. El policía reflexionaba: Le Garrec estaba mareando la perdiz. Con un talento innegable, desde luego. Un talento que le recordaba al desplegado poco antes por la astróloga.

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