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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

Una voz en la niebla (3 page)

BOOK: Una voz en la niebla
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En el piso superior, Clément salió de una habitación y fue a su encuentro.

—¡Ah, está usted aquí! —exclamó el enorme joven rubio, que sacaba una cabeza larga a su superior.

—¿Me cuentas algo? —preguntó Bertegui.

—Se llama Odile le Garrec y… bueno, sígame, será más sencillo.

Un poco irritado, Bertegui obedeció. Al fondo del pasillo, Clément se detuvo ante una puerta, se hizo a un lado para dejar pasar a su superior.

La habitación era íntima y femenina, una auténtica bombonera en color burdeos repleto de figuritas sin valor, de terciopelos púrpura, de cojines acolchados. Yacía tendida a los pies de la cama: una mujer de unos sesenta años, enjuta como una hoja seca, de piel fina y surcada por una red de arrugas, a trozos amarilla, a trozos azulada. Con una mano sarmentosa aferraba un teléfono; había levantado la otra a la altura del rostro como para protegerse. Su camisón, remangado hasta el vientre, mostraba impúdicamente un cuerpo medio desnudo, la pálida flacidez de unas carnes envejecidas que la muerte había vuelto rígidas.

Bertegui se quedó unos instantes a la entrada de la habitación, inmóvil, conmocionado, con el estómago en la boca. En veinticinco años de oficio, le había tocado ver muertos por docenas: hombres, mujeres, niños… Golpeados, apuñalados, ahogados. Siempre había odiado el espectáculo de la muerte, pero, con el tiempo, su rechazo había cedido ante un inevitable fatalismo.

Sin embargo, igual que la casa, el cadáver de Odile le Garrec lo indispuso, no por su fealdad, sino por lo que revelaba acerca de los momentos que habían precedido a su último segundo. Pues los grandes ojos abiertos de par en par, como atormentados por alguna visión, expresaban un terror sin nombre; su boca desencajada se abría en un grito mudo. Todo su rostro apuntaba a lo evidente: la muerte había sido para ella una experiencia abominable… Un horror.

—Dios mío —suspiró.

—Ya —dijo Clément—. Por eso lo he llamado.

El comandante se acercó y se arrodilló con cuidado junto al cadáver. Con gesto metódico y seguro, palpó las carnes agarrotadas, buscó algún resto de sangre, una herida, la señal de algún golpe… Fue inútil.

—¿Qué opina usted? —preguntó el ayudante.

—Lo mismo que tú. Lleva muerta más de veinticuatro horas; no ha opuesto resistencia; quiso llamar antes de morir, pero no le dio tiempo.

Se detuvo un segundo antes de concluir:

—Parece totalmente aterrada.

Clément asintió.

—Bueno, entonces, ¿me cuentas algo ya? —preguntó Bertegui mientras se incorporaba.

—La limpiadora es quien ha llamado a los bomberos. El problema es que ya he dado una vuelta y le he echado un ojo a todo… y no he encontrado nada. Ni ventana abierta, ni cristal roto. La puerta estaba bien cerrada, los bomberos han tenido que echarla abajo. Y como ve, no hay cerradura. Solo un pequeño pestillo que se cierra a mano desde dentro. Así pues, estaba sola en su habitación en el momento en que murió.

Bertegui se aproximó a la ventana, inspeccionó la falleba: Clément tenía razón. No había indicios de que la hubieran forzado…

Súbitamente absorbido por ese misterio, volvió hacia Odile le Garrec y se arrodilló. ¿Un simple infarto? Le costaba creerlo. La gente que muere por un fallo coronario no deja a los vivos ese testimonio grabado en sus carnes: «He visto al diablo, y es aún peor de lo que os imagináis».

Inspeccionó de nuevo el cuerpo —con el ceño fruncido, lo que daba lugar a una expresión que siempre impresionaba algo a su hija y que habría horrorizado a cualquier amante del Botox— en busca de alguna pista, por pequeña que fuera, que apuntara a una lucha: una señal de ataduras, un moratón fuera de sitio. Se aproximó a los iris grises como el asfalto, vidriosos, perdidos, exorbitados, y los escrutó largamente. Sí, sin duda eran los ojos de alguien que tenía algo que decir… o mejor aún: que gritar. Imposible que su muerte, natural o no, hubiera sido una liberación. Imposible que Odile le Garrec se hubiera ido en paz.

—El teléfono… —murmuró.

—¿Perdón? —preguntó Clément.

—No has comprobado el teléfono.

No era una pregunta. Bertegui lo anunciaba como un hecho. El hombre se puso colorado.

—Lo… lo estaba esperando —tuvo la serenidad de replicarle.

Pero Bertegui ya no lo escuchaba. Se afanaba en extraer el auricular. Forzó dedo por dedo para arrancarlo de la tenaza de Odile le Garrec. La mano cerrada como una garra se abrió finalmente con un crujido siniestro seguido de un chasquido seco, y Bertegui depositó suavemente el brazo en el suelo. Cogió el auricular y fue hasta el teléfono en la mesilla de noche.

Pulsó la tecla de rellamada y se puso a la escucha… volvió a pulsar. Se volvió hacia Clément.

—Ya puedes llamar al forense —anunció—. Aquí no se oye nada de nada. No está averiado, no da tono.

El alto teniente enrojeció y sus orejas se pusieron de un color fucsia subido, tipo bañador brasileño. Al igual que su jefe, entendía qué quería decir ese silencio, algo que él mismo podría haber descubierto de haber procedido a esa sencilla comprobación: alguien había cortado la línea telefónica. Y ese elemento, al menos, no tenía nada de natural.

Mientras Clément solicitaba refuerzos, Bertegui colgó el auricular.

Alzó la cabeza, recorrió la habitación con la mirada en busca de un indicio, una señal, un detalle, una salida: el sillón, el tocador, un bonito espejo, unas fotos con marco dorado sobre una cómoda…

Se acercó a las fotos: se había percatado de que a menudo la gente colocaba sus marcos según una sutil cronología, como si contaran una historia.

En varias de ellas, Bertegui descubrió un seductor rostro femenino a diferentes edades: en su boda, morena y ausente, sonreía misteriosa al objetivo mientras su marido le dirigía una mirada confiada y amorosa; madre primeriza en la playa, sostenía un bebé con un gorrito y reía a carcajadas: al sol se adivinaba un color de ojos intenso, entre gris y negro, que el niño había heredado; ya en la treintena, aparecía en medio de un grupo con un vestido negro, elegante sin artificios. Bertegui buscó parecidos, sin encontrar ninguno; de todos modos, solo se la veía a ella y comprendió que esa mujer, sin ser especialmente bella con ese rostro un poco huesudo y demasiado anguloso, imprimía a la imagen el magnetismo que había desplegado naturalmente en vida.

Más allá, un retrato masculino enmarcado: la mirada huidiza, los ojos gris oscuro, el niño se había convertido en adulto y posaba bajo una hermosa luz. Por un momento, Bertegui se detuvo en la foto, con una inexplicable sensación de
déjà vu
. ¿Conocía al hijo de Odile le Garrec? ¿Acaso se había topado con él en el transcurso de otra investigación?

La historia se detenía ahí. Faltaban muchos capítulos: ¿qué había sido del marido después de la instantánea de la boda? ¿Por qué el niño envejecía treinta años en tan solo dos fotos?

—¿Lo reconoce? —preguntó Clément a su espalda.

Bertegui se sobresaltó: tenía esa capacidad de abstraerse por completo, de aislarse de lo que lo rodeaba.

—Pues… ahora mismo, no sé —respondió. —Creo que se trata de un escritor. Un novelista… Nicolas le Garrec.

Madeleine Rabatet tenía como unos cincuenta años, la cara curtida y las manos arrasadas por décadas de duro trabajo, el moño gris, la ropa también: llevaba una túnica a modo de bata… o al revés.

Ella era quien había encontrado la puerta de su patrona cerrada tres cuartos de hora antes y era evidente que continuaba en estado de shock. Sentada sobre una silla de anea intemporal, retorcía un pañuelo con las manos mientras contaba, de manera un poco desordenada, su aventura:

—Empecé a venir a limpiar justo después de que su hijo se fuera… Y luego con el tiempo, no solo a limpiar: también hacía la compra, regularmente, porque ella odiaba los supermercados… Y a veces también le daba conversación, porque estaba bastante sola. Tres veces por semana, porque aunque viviera sola, quería que la casa estuviera toda ella limpia, hasta las habitaciones donde no entraba nunca. ¡Veinte años! —repitió—. ¡Figúrese usted!

—¿No ha advertido usted nada especial esta mañana? —dejó caer Bertegui aprovechando una pausa en su relato—. ¿La puerta de entrada abierta, por ejemplo?

—¿Especi…? —preguntó ella, sorprendida—. No, nada en absoluto. He entrado como siempre, muy temprano: a veces me viene mejor venir antes, en cuyo caso le aviso. Pero anoche, cuando traté de hablar con ella, comunicaba todo el rato…

Su voz se ahogó al pronunciar las últimas palabras, y apretó el pañuelo contra su boca. Evidentemente, pensó el comandante, debía de haber entrevisto el cadáver, aunque solo fuera un segundo, cuando los bomberos habían forzado la puerta. Había visto los ojos, la expresión de horror en su cara. Y también el teléfono en su mano…

Como para confirmar, ella prosiguió diciendo:

—Le habrá dado un infarto y habrá querido llamar…

—¿Un infarto?-preguntó Bertegui.

—Sí… Bueno… No sé. Tuvo un ataque el año pasado. Supongo que es posible, ¿no?

Dirigió hacia el policía una mirada llena de esperanza.

—Sí, claro —respondió—, un infarto es más que probable. ¿Sabe quién tiene un duplicado de las llaves?

—¿Las lla…? Ah, pero… No, bueno… A ver, déjeme pensar. Quizá su amiga Suzy… Sí, casi seguro. Suzy. Y no sé, no se me ocurre quién más.

Bertegui la miró fijamente unos momentos y ella se puso roja de golpe.

—Y yo, por supuesto, pero…

Sus palabras se extinguieron. Miró fijamente a Bertegui con aire de preguntar: «¿No cree que se encontrara sola? ¿No cree que haya sido un… accidente?».

Un ruido de pasos en la grava del patio anunció la llegada del médico forense. Clément salió a recibirlo.

Madeleine Rabatet se quedó sola con Bertegui, a quien lanzaba miradas ansiosas.

—¿Sabe usted a quién hay que avisar en caso de emergencia? —preguntó él—. En fin, a qué familiar… ¿Su marido? —aventuró pensando en las fotos.

El tono del comandante pareció tranquilizarla.

—Es viuda. —Frunció el ceño—. Era viuda…

—¿Su hijo, quizá?

La mujer desvió la mirada.

—Su hijo… Nunca veía a su hijo. Sin embargo, vive en París, está a menos de dos horas de AVE, pero… Ni siquiera sé si se llamaban. Y ella no hablaba nunca de esto.

Se calló un instante antes de añadir:

—Era famoso.

Lo dejó caer mientras resonaban, por encima de su cabeza, los pasos del forense y de Clément paseando por la habitación.

—¿Famoso? —preguntó extrañado pensando en el hombre de la foto con sus ojos de color asfalto.

—Sí, es escritor. Hay algún libro suyo por aquí —aclaró ella—. Si quiere, se los enseño, están en el salón.

—Lléveme hasta ahí.

Se levantó, y con un trotecillo pesado, embutida en su informal ropa gris, condujo a Bertegui a una estancia que se parecía a lo que ya había visto de la casa: un despropósito compuesto de habitaciones, figuritas y muebles acumulados a lo largo de toda una vida.

Madeleine Rabatet cruzó la habitación, se detuvo junto a un mueblecito bajo repleto de fruslerías, ahogada y sin aliento como si hubiera andado quinientos metros.

—Ah, aquí está…

Bertegui se acercó. Encajados entre dos angelotes de cobre, unos libros cuyos cantos evocaban una colección de novela policíaca. Y, un poco apartado, un volumen puesto de frente. Enseguida reconoció la cubierta: fondo azulado, un lirio manchado con una gota de sangre… y de pronto lo vio todo claro: ese libro lo había visto en la mesilla de noche de su mujer la pasada primavera (Meryl era profesora adjunta de literatura inglesa en la facultad, y, desde hacía nueve años que la conocía, todas las noches se dormía acunado por el roce seco de las páginas que ella volvía):
Lirio azul…
Y la foto sobre la cómoda, también la conocía: aparecía en la cubierta posterior del libro, diminuta. Sin duda esa era la razón por la que Bertegui no había identificado inmediatamente al hombre: uno no espera ver la cara de un escritor a quien lee tu mujer sobre la cómoda del cadáver que yace a tus pies.

Aquella foto era, pues, la de Nicolas le Garrec.

Bertegui sacó un pañuelo del bolsillo y cogió el libro entre las manos con suma precaución.

—Así que era la madre de Nicolas le Garrec… —masculló dándole vueltas al libro.

Madeleine Rabatet asintió orgullosa como si, por algún misterioso sendero de su imaginación, la notoriedad del autor revertiera sobre ella.

Echó un vistazo al texto de la contraportada. El editor había querido mantener el misterio:

A Claire le gustan los lirios. Recibía todas las semanas desde hacía dos años. Anónimos… Un admirador secreto.

Claire está muerta. Un lirio pintado de azul colocado en su pecho. Desnuda.

Para el teniente Cuttoli, no hay duda: el culpable y el hombre de las flores son la misma persona. Solo que Claire lleva una vida un tanto complicada: dos maridos, amantes, una querida… ¿Quién le enviaba esas flores? Y sobre todo: ¿por qué?

Cerró los ojos por un instante, frunció el ceño. Meryl había dicho algo sobre ese libro, pero no lograba recordar qué.

Prosiguió su lectura.

A sus treinta y ocho años, Nicolas le Garrec publica su quinta novela. Con
Lirio azul
, el autor de
Azul esmeralda
y
Blanco roto
culmina su «Quinteto de los colores» y las aventuras del policía corso que lo ha hecho célebre: el teniente Cuttoli.

Eso es, ahora sí que recordaba. Fue una noche, justo antes de que se durmiera. Ella había exclamado, un poco ausente como si imaginara que su Jabalí estaba ya batiendo el campo de sus sueños: «Es curioso, es la primera novela que leo de este autor, pero tengo la impresión de conocer ya al personaje… De hecho, se te parece, baby».

Volvió a dejar el libro donde estaba.

—No se especifica que sea de Laville-Saint-Jour —apuntó, más para sí mismo que para Madeleine Rabatet.

—Sí, sí… Pues es de aquí. En esta casa creció. Todavía está su habitación en el segundo piso, pero…

Vaciló por un momento.

—¿Pero? —insistió él.

—… pero no venía nunca. Nunca lo he visto. Ni una sola vez en veinte años. Lo único que sé de él es eso: los libros y su foto…

Su voz se había agravado, había adquirido un soniquete con segundas.

Desde el pasillo le llegaron las voces de Clément y del forense.

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