Y por otro lado, aun cuando solo se tratara de Antoine, ¿no estaba de todos modos en peligro? ¿Qué papel desempeñaba Antoine? ¿Y Cléance? «Todo lo cubren los laboratorios Hecticon. Pagan la casa de la familia y la matrícula de Bastien. Por qué, no lo entiendo.» Al igual que Audrey, no acababa de captarlo (¿o se le escapaba, una vez más, lo evidente?). ¿Era Bastien Moreau «el niño»? ¿El que buscaba Suzy Belair, la astróloga?
Miró su reloj. Eran casi las ocho. Si Bastien había aparecido, se le había escapado. Nicolas no había ido ahí para hablar con él; ¡desde luego, no para contarle… algo increíble! Solo quería verlo. Mirarlo. Asegurarse, al menos, de que era capaz de reconocerlo. No estaba seguro: todo había pasado tan deprisa durante la conferencia… el grito, la llamada…
Dirigió su atención a la verja del colegio, una verja tan majestuosa como la que tenía enfrente, a la entrada del bosque del parque, y coronada con curiosos remates dorados, barrocos y anacrónicos. La masa compacta y colorista de alumnos, padres y chóferes empezaba a clarear ya. Poco a poco, unos recuerdos lejanos eclipsaron a los de la noche anterior. En realidad, nada había cambiado, si bien los alumnos habían abandonado aquellos ridículos uniformes a la inglesa que llevaban en tiempos del predecesor de Antoine en el cargo de director del colegio.
Un salto en el tiempo. Se veía a sí mismo allí, arrastrando los pies los dos primeros años… o mejor dicho, las ruedas: acudía en bicicleta, pues le habría resultado humillante llegar con su madre, a él, cuya presencia en aquel lugar únicamente se justificaba por el trabajo que ella desempeñaba allí; después, impaciente por reunirse con la pandilla, los de la Chowder, y con Cléance, que vestía su uniforme con la indolencia distante y firme de una chica que se habría puesto un traje de fiesta para ir a clase. Cléance y su cuerpo perfecto, lleno de nerviosas curvas de gacela, con aquel porte que auguraba los mayores éxitos, estrella de Hollywood, princesa de Mónaco, embajadora en Estados Unidos, o cualquier otra cosa que no fuera… esposa en Laville-Saint-Jour.
Poco a poco, la verja del Saint-Ex se iba esfumando, y tomaban cuerpo otras imágenes: Antoine corriendo por el estadio, lejos, por delante de todos, con una sonrisa conquistadora en los labios, henchido de la fogosidad de los Rochefort, antes de que su padre decidiera… renunciar. Floriane en la fiesta, ya una flor marchita, aleteando las pestañas cada vez que cruzaba la mirada con la suya, retorciéndose el pelo como si fuera una niña. Gilles Camerlin, sacudido por una especie de trance histérico en medio de una sesión de la Chowder, por haber abusado del extraño bebedizo que les preparaba Florence Noblet: había pronunciado, con una voz gutural y profunda, como surgida del fondo de ninguna parte, unas palabras incoherentes que Cléance había resumido fríamente así: «Es la lengua del poder. Latín al revés…».
Un invierno helador también… sí, de hielo y no de bruma: aquel año la había expulsado la nieve (al año siguiente, una niebla furiosa y desatada se había vengado, ¡algunos días no se veía a diez pasos de distancia!), de manera que la ciudad se había coagulado en una blancura mineral: ¿cómo olvidar aquella visión sobrecogedora de la iglesia de San Miguel sobresaliendo en la plaza como un enorme buque fantasma atrapado entre la escarcha, con sus gárgolas en la proa, cristalizadas, relucientes bajo el sol frío que las hacía aparecer a todas con una cara macilenta de vampiro? El invierno en que todo había cambiado… en que todo había terminado.
Se dio cuenta de que se estaba sumiendo lentamente en una melancolía morbosa, sombría y se removió en el coche para recuperarse. Delante del colegio, todo había vuelto a la calma: Bastien Moreau se le había escapado. O el crío no tenía clase tan pronto esa mañana. O no había querido verlo. O sencillamente no lo había reconocido.
Estaba a punto de arrancar, confundido, preguntándose si volver o no una hora más tarde, o dos, y esa noche, y al día siguiente, cuando vio por el retrovisor la vigorosa silueta de un chico de pelo moreno deslizándose sobre patines. Un impuntual, se dijo sonriendo divertido. Como él con su misma edad.
La silueta ocupó todo el retrovisor, sorteó el espejo exterior, lo rebasó. El joven derrapó limpiamente con un molinete de una elegancia que cortaba el aliento, tiró sus cosas en un banco a diez metros del coche y empezó a quitarse los patines.
Nicolas lo observó un momento: un rostro de tez pálida, con ojeras, de aspecto sombrío, con una gorra puesta al revés que no pegaba para nada en el Saint-Ex, como tampoco sus pantalones, suficientemente anchos como para que cupiera un elefante en ellos. Y entonces, se vio asaltado de repente como por una distorsión sobrecogedora, vertiginosa: era a él mismo a quien estaba observando sentado en el banco. En bici en lugar de con patines, con uniforme en vez de pantalones anchos en plan MTV, pero… ¡sí, era él! La misma mirada sombría, el aire preocupado, absorto diríase, como si la vida le pareciera de una insoluble complejidad. Como si la infancia fuera una prisión de la que hubiera que escapar a toda costa… Él, cuyo sitio no estaba en el Saint-Ex ni en Laville-Saint-Jour… Pero Nicolas había descubierto más tarde que cuando no se pertenece a la ciudad de su infancia, uno es para siempre un hombre de ninguna parte.
Por un instante, el joven se quedó quieto y volvió la cabeza de repente con la gracia de un gamo que olfatea al cazador detrás del árbol. El escritor y él intercambiaron una larga mirada… pero Nicolas no estaba seguro: puede que los reflejos del parabrisas tintado ocultaran su cara desde el exterior.
¿Era aquel Bastien Moreau? Eso no tenía ninguna importancia. Todas las respuestas se sostenían ahora en esa evidencia: era él mismo a quien estaba mirando en ese banquito del Saint-Ex. Era a él mismo a quien acababa de reconocer.
A él mismo… pero no solo eso.
«D
ormías… No he querido despertarte… Gracias por esta noche maravillosa.» Audrey le dio la vuelta a la nota que había sobre la almohada, garabateada con una letra apretujada, de médico más que de escritor (o al menos, de la imagen irracional que ella se hacía: trazos elegantes que cubrían páginas y páginas de manuscritos escritos a base de pluma y vela).
Una noche maravillosa… Efectivamente lo había sido en ciertos aspectos. Hasta que la sombra de Antoine vino a interponerse entre ambos. La de Antoine y también la de Bastien. Audrey había acabado contándole todo a Nicolas mientras aún seguía acurrucada en sus brazos. Él, a cambio, había guardado silencio. No el silencio de alguien que escucha… sino el silencio de alguien que calla.
Además, fue él quien puso fin a la conversación, de la manera más urgente, y una vez superada la turbación provocada por su charla, ella se había abandonado con la misma pasión intacta que una hora antes, y sus dos cuerpos habían hecho desaparecer las dudas, las preguntas, las sospechas, a los Rochefort, a los Moreau, a Joce y a todos los demás…
Nicolas la conmovía, sin que supiera decir cómo, hasta el punto de que se había hecho esa improbable pregunta que solo una mujer emotiva y desbordante de hormonas puede atreverse a formular, en lo más íntimo de su corazón de niña, a propósito de un hombre que apenas conoce: ¿sería un buen padre para David?
Sin embargo, no había logrado conciliar el sueño. Antoine y Bastien, y el Mercedes, y julesmoreau habían regresado para atormentarla, como si todos los momentos pasados con Nicolas se escribieran entre paréntesis seguidos de puntos suspensivos: el placer y las cosas que no se dicen; las risas francas y las preguntas sin respuesta; los instantes de gracia y los silencios.
Así pues, al despertar, esa nota: una noche maravillosa, pero ninguna proposición de vivir una segunda. Y la violencia de una realidad que reclamaba sus derechos.
Se dejó caer en los cojines, morosa, romántica, inexplicablemente angustiada, con la nota en la mano, arrugándola y apretándola en el puño.
Gracias por esta noche maravillosa…
No es el momento apropiado…
Algún día sucederán cosas terribles…
Recordó la conversación del día anterior, el sobresalto de Nicolas cuando había hablado de Bastien y la frase. Más que Antoine, era en realidad Bastien quien había extendido un negro tul sobre la velada. Más concretamente, la conclusión de su ficha de presentación, esa casualidad, ese accidente: el libro de Nicolas llevaba un título cuyas palabras estaban ya contenidas en esa ficha. Bastien, conectado a Nicolas le Garrec por un vínculo inexplicable, contenido apenas en una línea.
Como movida por un impulso, se quitó las sábanas de encima y saltó de la cama, se puso una bata para ir al pequeño despacho-cuarto de invitados sin detenerse siquiera en el cuarto de baño. De una estantería Ikea de cuatro perras, cogió un grueso archivador verde, se remitió a la pestaña fichas y buscó la de su alumno. Cuando la encontró, la extrajo, recorrió la escritura nerviosa, bastante madura, más la de un adolescente de carácter marcado que la de alguien que está saliendo de la infancia:
«¿Tienes hermanos? SÍ NO »¿Cuál es tu divisa? Algún día sucederán cosas terribles y ya nada será como antes.»
Estaba escrito sin faltas, con una puntuación impecable. ¿Había leído Bastien esa… profecía en algún sitio? ¿La reproducía tal cual?
Sin poder encontrar explicación a su gesto, extendió la nota de Nicolas al lado, las comparó. Y de repente, sintió una especie de urgencia: era necesario esclarecer el «misterio Moreau». Ahora, enseguida, o al menos, lo más rápidamente posible. Ante todo, por Bastien, su sufrido alumno… por el que sentía un nudo en el estómago. Por Bastien, pero no solo por él: también por ella; había bastado una pesadilla, esas pocas líneas del chat del Messenger, y por supuesto, esa «divisa», para que el asunto la afectara personalmente, se extendiera en ella como un veneno. Y finalmente, por el propio Nicolas, o más bien, por Nicolas y ella. Otorgar a los paréntesis y los puntos suspensivos la coherencia de una frase.
Con gesto enérgico cerró el archivador, se dirigió al cuarto de baño, con una energía nueva, llena de voluntad.
¿Cómo actuar?, se preguntaba mientras efectuaba los gestos mecánicos de cada mañana.
Los padres. En un principio, había descartado la idea de alertarlos a propósito de ese julesmoreau del Messenger porque se había sentido incapaz de contarles una verdad tan morbosa como: «Alguien que se está haciendo pasar por su bebé contacta a Bastien por internet».
Ahora habían cambiado las tornas. Había leído el miedo, la ira, la amenaza en los ojos de Antoine cuando habló de su matrícula en el Saint-Ex. Se trate de él o no, los padres deberían saberlo. Bueno no, los padres no: ¡cada pestañeo de Caroline Moreau destilaba una pena que te encogía el corazón! En cambio, él se mostraba como un hombre sólido, tan enamorado de su mujer como preocupado por el equilibrio de su hijo. Y con él hablaría. Por tanto, no en su casa, porque no se veía colgándole en las narices a Caroline Moreau si esta se ponía al otro lado del teléfono, sino en su despacho de los laboratorios Hecticon.
Audrey dejó la toalla con la que acababa de secarse las manos y volvió a su habitación. Sentada en la cama, preguntó el número de la sede del laboratorio en Información antes de que la pasaran con el mismo.
La telefonista que contestó tenía la voz dulce y metálica de una criatura que anunciaba los visos de un mundo cuyo lema estaba constituido por el trinomio belleza-juventud-brillo.
—¿Daniel Moreau, por favor?
Se produjo un silencio al otro extremo de la línea… demasiado largo, algo sospechoso, sobre todo cuando una sirena acaba de prometerte la satisfacción inmediata de cualquier deseo.
—¿De parte de…?
—Audrey Miller. Soy una de las profesoras de su hijo.
—Yo… no se retire, por favor.
Audrey esperó, un minuto, dos. Finalmente, escuchó unos tonos en el auricular. La chica había desviado su llamada a una línea. Al cuarto tono, descolgaron: otra voz femenina, autoritaria, eficaz y mundana se presentó e hizo que Audrey instantáneamente se precipitara en una sima en la que perdió toda capacidad de reacción.
—Señora Miller, buenos días… Cléance Rochefort al teléfono. ¿Podría concederme algo de su tiempo? Querría verla lo antes posible. Ahora, por ejemplo, si no está en clase.
«T
endrán que pasar siglos hasta que se borre lo sucedido…
«Todos primos…»
La voz ronca del que fuera médico forense persiguió a Bertegui durante todo el trayecto hasta la comisaría… Conducir hacia Laville-Saint-Jour después de esa conversación adquiría tintes de irrealidad: ante cada cara que se cruzaba en su camino, tenía que hacer esfuerzos para no pensar en la historia oficiosa de la ciudad, una historia que en la oficina de turismo se cuidaban de mencionar cuando presentaba la joya de Borgoña. Todos primos… todos criminales en potencia, por tanto… o hijos de… o víctimas de… Había que volver a partir de cero. En todo, es decir desde lo del caso Talcot. Si de verdad invocaban a la «vieja» —pensándolo bien, y por muy sin sentido que pudiera resultar el concepto, ¿qué otra cosa podían hacer con un fragmento de espejo, en lo profundo de un parque, que tenía restos de sangre de una mujer muerta hacía siete años?—, si la invocaban, pues, es porque quizá estuvieran vinculados a ella. Por lazos de sangre, precisamente. O, como había explicado Lieberman, mediante la iniciación.
Sí, así es como debía pensar en lo sucesivo: como un hijo de Laville-Saint-Jour. Llevar esa investigación con la lógica de un escéptico no lo llevaría a ninguna parte.
Malhumorado, dejó el coche en el aparcamiento reservado —la perspectiva de vestirse con el austero disfraz de villense de pura cepa no tenía nada de divertido—, recorrió la comisaría rezongando saludos distraídos. En el pasillo que conducía a su despacho en el segundo piso, escuchó al vuelo retazos de una conversación telefónica que se escapaban por una puerta abierta.
—Sí, ya me supongo que el cura aún está ahí, en principio, pero ¿ha habido violencia? ¿Algo roto?
Bertegui dio media vuelta, asomó la cabeza en el cuchitril amarillento en el que mangoneaba el cotarro el teniente Keller. Este, con su cabreo congénito y el culo sobre la mesa, mostraba el aspecto aburrido de un agente acostumbrado a los delirios y accesos de pánico de las señoras mayores, y a las denuncias entre vecinos que guerrean entre sí por un quítame allá esas pajas.