Giró la cabeza: quedaba aún el último lienzo. El del caballete. Aquel en el que había visto un manchurrón negro que no auguraba nada bueno.
De mala gana, se acercó y levantó la tela lentamente, por si acaso estuviera aún secándose, para retirarla después por completo.
Lo contempló durante mucho rato, con el corazón acelerado, los labios resecos, un nudo en la garganta.
El negro, contrariamente a lo que había creído, no constituía el color dominante: de hecho, los negros y los blancos se unían sin llegar a confundirse, y sin producir tampoco gris (una proeza que sin duda habría dejado boquiabierto a Bastien, de no haber sido por la emoción que acababa de asaltarlo). Al primer golpe de vista, se diría una representación de la niebla… la niebla por la noche. Pero era evidente que en ella se ocultaba otra cosa: un rostro. O al menos, algo que se aproximaba a un rostro, acuchillado por unos rabiosos trazos rojos… trazos nada habituales en Caroline Moreau, que nunca había dibujado ni pintado la más mínima línea recta. De hecho, era más bien una cara animal que un rostro humano: una cara desencajada, macilenta y tenebrosa al mismo tiempo, una máscara de payaso augusto congelada en un grito…
Una cara sin labios, sin nariz, como si alguien hubiera pegado una piel a una calavera. Deformada por el odio o el dolor.
Una cara que Bastien conocía bien: se le aparecía en casi todas sus pesadillas.
El rostro de la muerte.
Algún día, el horror…
E
l doctor Lieberman yacía en la cama inmensa de una enorme habitación con decoración
high tech
, en medio de una maraña de tubos y cables eléctricos. Junto a él, un respirador producía un desagradable ruido de succión, mientras que había instalado un equipo informático muy sofisticado al alcance de su mano: uno de sus brazos mostraba signos de una endeble validez, como observó Bertegui al verlo quitarse la mascarilla para mostrar un rostro macilento, con un mueca torcida en la comisura del labio, la piel apergaminada de un enfermo grave.
—Es usted madrugador, comisario —susurró el doctor a manera de saludo con una voz algo silbante—. La última vez que la policía me llamó a las siete de la mañana fue para instruir el primer atestado de un cadáver, pero dudo que el objeto de su visita tenga relación con mis competencias profesionales.
—No, no directamente —confirmó Bertegui sin dejar de asombrarse ante ese recibimiento tan despierto, en contraste con la apariencia del tipo.
¿Qué es lo que había dicho Clément a propósito de Lieberman? Un viejo médico forense… convertido en vegetal. Según el teniente, dedicaba sus días a estudiar la historia de la ciudad y se había labrado una reputación como maestro en brujería. En esas condiciones, el encuentro no le hacía ninguna gracia a Bertegui. Sin embargo, esa mañana, había terminado siendo ineludible: no tenía otra opción.
La noche anterior, una pesadilla espantosa había ensangrentado su noche: la señora Meniron, con una linterna en el casco y un hacha en las manos, perseguía a Jenny gritando como una loca por todo el bosque del parque mientras él se encontraba «encerrado» fuera, incapaz de socorrer a su hija. En la confusión espacio-temporal de su pesadilla, de repente Jenny aparecía empalada en lo alto de las verjas ante sus ojos y los de un grupo de curiosos, del que avanzaba lentamente Odile le Garrec para dirigirse a él y murmurar con voz de ultratumba: «Es como el hijo de Romy Schneider…».
Había llegado a esta conclusión: el caso se estaba convirtiendo en una obsesión… y el aspecto siniestro de Meryl al despertar, anormalmente inquieta, lo había sumido aún más en la melancolía. Casi había llegado a desear… un cadáver. ¡Uno de verdad! La víctima de un homicidio como Dios manda. Algo tangible para no tener que seguir avanzando por arenas movedizas y poder identificar la naturaleza del enemigo. Solo que hete aquí que el enemigo no tenía cara… ni móvil aparente. A falta de pistas serias, ante la incapacidad de arrestar a Le Garrec para sonsacarle los elementos que se obstinaba en ocultar —información clave, de eso estaba seguro—, Bertegui se había decidido, por muy triste que resultara la perspectiva de una conversación sobre rituales, corazones de toro y sombras vestidas de negro, a ponerse en contacto con el médico a primera hora.
Con un exiguo movimiento de cabeza, el viejo forense le señaló un sillón de cuero y metal en el que el Jabalí tomó asiento torpemente: el objeto era bello, sin duda, pero estaba claro que no había sido concebido pensando en la estructura de la gente normal, esto es, imperfecta.
—Si no he entendido mal, lo envía Clément…
—Exacto. Es uno de mis lugartenientes.
—Sí, sí… Conocí a Clément en su momento. Un muchacho muy recto, en mi opinión. Bien, y ¿qué puedo hacer por usted?
Bertegui se removió, a disgusto en el sillón. Tanto la naturaleza de su petición como el lugar —esa enorme habitación vacía en la que entraba una luz filtrada por estores verticales— le incomodaban.
—Tiene que ver con el caso Talcot, supongo —lo animó Lieberman.
—Indirectamente, sí…
En el pétreo rostro, un asomo de sonrisa.
—Lo suponía. Lo escucho…
—El teniente Clément ha dado a entender que domina usted el tema de los ritos de… brujería y cosas por el estilo.
—Dominar no es la palabra: solo se domina lo que se practica, comisario. El estudio no es nada sin la práctica, ¿no cree? Digamos que he tratado de entender lo que me ha sucedido.
Velozmente, Bertegui recorrió con la mirada la momia que yacía ante él: era imposible captar exactamente las implicaciones de la última frase de Lieberman. Decidió llegar hasta el fondo de la cuestión.
—Han matado a un toro… y le han arrancado el corazón. Bueno, se lo han sacado. Necesito saber si ese gesto tiene algún significado en especial. También querría que me explicara un poco cómo… cómo se organizan los aquelarres y todas esas cosas.
—Imagino que es en el marco de una investigación…
Bertegui asintió con la cabeza.
—¿Una investigación que evidentemente va más allá de lo de ese toro?
El doctor clavaba en su visita una mirada incisiva y curiosa, muy alejada de la seta de que había hablado Clément. Hasta su voz, tras las primeras vacilaciones, se había vuelto más firme.
—¿Me va a contar lo que ha pasado?
—No puedo.
—Claro, claro. Solo acláreme si ha habido algún secuestro… ¿Desaparición? ¿Un niño? ¿Alguna joven?
—No, no, nada de eso.
—No tardará. Es inevitable.
La respuesta cayó como una sentencia. —¿Me equivoco o es usted nuevo en la ciudad, comisario? —preguntó Lieberman.
—No se equivoca.
—Bien. No sé exactamente qué es lo que busca, ni detrás de qué va, pero puedo decirle una cosa: para entender lo que se cuece aquí, lo que pasa en Laville-Saint-Jour… debe entender lo que es Laville-Saint-Jour.
—¿Lo que es?
—Sí. Lo que fue en su origen. Algo que condiciona todo lo que siguió, por decirlo de algún modo. Laville-Saint-Jour está en la confluencia de dos mundos… Un puente entre dos universos. Y un refugio.
Bertegui iba a protestar e interrumpir al doctor para invitarlo a que no se perdiera en digresiones, pero este se le adelantó.
—Al principio, Laville no era más que una aldea… una aldea que ni siquiera tiene origen en un pasado galorromano, contrariamente a muchas otras de los alrededores. Sin duda a causa de su clima, como se podrá imaginar. ¿Quién puede querer vivir en un agujero relleno de semejante puré de guisantes? Incluso los viñedos estuvieron sin explotar durante años. Sin embargo, Laville tiene una particularidad. ¿Conoce las Grandes Compañas? ¿Los Desolladores?
Bertegui negó con la cabeza, frunciendo el ceño en la esperanza de dejar traslucir su impaciencia.
—Las Grandes Compañas fueron unas hordas de bandidos que bañaron en sangre una gran parte de la Francia del Medievo… Una de las más famosas fue la de los Desolladores y estuvo activa en Borgoña. Una liga de malhechores si lo prefiere, pero que tenía como peculiaridad el estar compuesta solo por mercenarios: a la cabeza de ellos había nobles, a menudo antiguos caudillos de guerra… Y eran poderosos: llegaron incluso a extorsionar a los duques de Borgoña para que los autorizaran a viajar…
Si el doctor Lieberman se percató de la impaciencia de su interlocutor, por el golpeteo de los dedos de Bertegui contra sus muslos por los chirridos de su chaqueta de napa al removerse en el sillón, no se dio por enterado.
—Los Desolladores gozaron de una impunidad no de derecho, claro está, pero sí de hecho: eran intocables. Y he aquí, comisario, que los Desolladores fueron en realidad los primeros habitantes de Laville-Saint-Jour. Ellos fueron quienes construyeron las primeras casas, quienes trazaron los primeros caminos, quienes dibujaron los primeros planos. Sin que lo supiera casi nadie. Eso es lo que hace que la historia de esta ciudad sea tan especial: empezó a vivir fuera de toda legalidad, al margen del resto del mundo. Más que ninguna otra, fue construida sobre cimientos de sangre… y gracias a los robos, las extorsiones, los saqueos…
«Aun así, en el siglo XV no era más que un pueblo perdido entre la niebla, cuya existencia era mantenida en secreto, aunque, en virtud de la sangre azul de los hombres que estaban al frente de los Desolladores, el secreto fue aireado… Lo que nos conduce a la Vauderie de Arras…
—¿La Vauderie de Arras? —repitió Bertegui, cuyo interés, a su pesar, comenzaba a despertar.
—Uno de los mayores procesos por brujería de la historia… En realidad, una lucha de poder entre los duques de Borgoña y Luis XI. Seguro que no ignora que hubo dos períodos de la Edad Media en que la caza de brujas causó estragos. Pero la de Arras es particular: las persecuciones no afectaban solo a marginados, como en los demás casos, sino también a grandes burgueses, a comerciantes adinerados… Desde ese punto de vista, la Vauderie de Arras no fue una mera anécdota medieval: se trata de la oposición entre dos poderes fácticos que tuvo lugar en el terreno judicial. Con los notables de la ciudad tomados como rehenes: regidores, caballeros, recaudadores de impuestos y no sé cuántos más… a quienes hicieron confesar los actos más inverosímiles a base de tortura: la verdad es que seguí con interés el proceso de Outreau; el caso parece una versión moderna de la Vauderie…
«Bueno, el caso es que hubo quienes fueron apresados, encarcelados, y algunos ejecutados… Y luego están los otros. Los que huyeron. Esos encontraron refugio aquí. En Laville-Saint-Jour… Junto a los Desolladores.
Lieberman esperó alguna reacción.
—¿Entiende usted esta particularidad? —insistió—. Laville-Saint-Jour es un refugio. Un refugio de mercenarios acaudillados por nobles y guerreros. Y un refugio de notables caídos en desgracia, pero aún muy adinerados. Así es como conoció, gracias a todo ese dinero, que corría a raudales, una pujanza tan rápida y, todo hay que decirlo, floreciente a partir del siglo XV.
—¿Y qué relación tiene esto con los recientes acontecimientos?
—Todo está ahí… He establecido el paralelo con el caso Outreau a propósito. Verá, casi todos los acusados de Outreau son inocentes. Casi todos. Porque los padres sí que son culpables. Al igual que Outreau, por decirlo de algún modo, la Vauderie de Arras no surgió de la nada. Efectivamente hubo… actos.
Lieberman guardó silencio, como para dejar a Bertegui tiempo para que captara lo que entendía por acto.
—Debe usted comprender que Laville-Saint-Jour ha sido el escenario de cosas… espantosas en el transcurso de los siglos. Verá, no hay duda sobre el hecho de que los refugiados de Arras, movidos por el odio y la ira, iniciaron a los Desolladores en sus prácticas. Por eso Laville-Saint-Jour es única: un lugar en que la barbarie de unos salteadores de caminos coincidió con la locura de los adoradores del diablo. Ambos rechazados por el resto del país. Y además, ricos… De hecho, es la única comunidad de adeptos a las misas negras del mundo.
De repente, Bertegui recordó lo que había pensado cuando habló de Vilbois con Gionelli: la mafia en versión misa negra… Lo que lo remitía exactamente a las declaraciones de Lieberman. La asociación de los Desolladores y los supervivientes del proceso.
—Si observa bien, la ciudad tiene además una disposición muy particular: está estructurada como un pentáculo.
—Creí haber detectado cuatro puntos, y no cinco.
—No, se equivoca. Es la sensación que se tiene si nos atenemos a la ciudad actual… Pero en tiempos, era un burgo grande, cuyo quinto brazo caía exactamente en la iglesia de San Miguel.
—Las gárgolas —murmuró Bertegui.
—Sí, precisamente. La iglesia de las gárgolas… Otros elementos arquitectónicos confirman la naturaleza especial de esta ciudad. Por ejemplo, algunas de las casas más antiguas cuentan todavía con acceso a los subterráneos. Verá, cuenta la leyenda que las brujas acudían a los aquelarres montadas en una escoba, pero evidentemente la cosa era mucho más prosaica: según parece, en la época se desplazaban utilizando esos túneles. Que también estaban concebidos para poder escapar en caso de que hubiera algún problema… Después de todo, quienes crearon todo esto eran unos proscritos.
—Pero supongo que la ciudad no podría existir en el anonimato por mucho tiempo.
—¡Oh, no, claro que no! Ambas comunidades se apoyaron mutuamente. Los Desolladores acogieron a los burgueses de Arras y todos sus bienes a cambio de su protección… Y los recién llegados pusieron su dinero a disposición de la ciudad en construcción y, en cierto modo, civilizaron a sus anfitriones. De manera que, una vez sepultado en el olvido el caso de Arras —habría que esperar treinta años para las rehabilitaciones—, la ciudad se cubrió con un próspero manto de respetabilidad. Una generación bastó, de hecho.