Volvió a su coche y, cuarenta segundos después, se detuvo delante de una especie de templete —o una capilla, no habría sabido decirlo—, también arrasado por las llamas, pero solo en parte, mucho menos en cualquier caso que la propiedad de la que dependía. Aquí, el ruido del motor rugía aún con más fuerza.
La puerta no estaba cerrada, la empujo. Y entonces le dio de lleno: la muerte… la muerte estaba por todas partes. Bien porque fuera receptivo por naturaleza, bien porque la relación asidua que había mantenido con ella le había enseñado a reconocerla, Bertegui vibraba en los lugares donde aquella se había ensañado. Y allí, en esa gran sala con arquerías, al fondo de la cual se alzaba una especie de altar, la muerte se había desencadenado. Oh, sí, es verdad que el fuego había iniciado un proceso de purificación: los bancos, por ejemplo, estaban calcinados, y las estatuas estaban destruidas, reducidas a pedazos, las enormes losas del suelo —anchos cuadrados de piedra gris y granulosa— cubiertas de polvo y restos carbonizados de objetos sin identidad. Sin embargo, no le cabía la menor duda: al pie de aquella inmensa cruz invertida esculpida en el propio muro como una gigantesca blasfemia, había rezumado el horror, había corrido la sangre.
Avanzó por el pasillo central, apuntando con su revólver y con la linterna en ristre… A su pesar, le vinieron a la cabeza escenas de gente enmascarada o encapuchada con grandes pellizas oscuras, de niños conducidos al matadero, de encantamientos pronunciados en lenguas antiguas, de caras deformadas por una indignante alegría llena de odio, de cuerpos entregados a bacanales de pesadilla…
Dios, cómo necesitaba a Meryl y a Jenny, y una noche de amor, lejos de un mundo que había cruzado las épocas más negras de la historia para llegar, casi intacto, hasta el caso Talcot.
Meticulosamente, tratando de vencer la aversión que iba creciendo en su interior, la indignación, el asco, inspeccionó hasta el último rincón: ni rastro de presencia, maquiavélica o vilmente humana.
Se paró a pensar, rodeó el altar de piedra —con horror, observó que aún quedaba una especie de gruesas esposas oxidadas unidas a una cadena—, vio la parte trasera del lugar, que debía de corresponderse con una especie de sacristía oculta detrás de alguna colgadura, al modo en que se vestían las ermitas antiguas. Empujó una puerta, encontró efectivamente una pequeña sala vacía, tan negra como una carbonera. A juzgar por el estado del sitio, el fuego se había iniciado allí. Pero tenía forzosamente que haber otras entradas. No debían de conducir a las víctimas por la principal.
En la oscuridad, recorrió concienzudamente con la linterna cada muro… y en efecto, encontró una entrada: una estrecha puerta, apenas apreciable en los muros ennegrecidos. Un candado, que, por el contrario, estaba bien brillante.
Su corazón experimentó una sacudida. Entonces pensó que el candado estaba cerrado por fuera. No debía de haber nadie tras esa puerta. Al menos, nadie por su propia voluntad, rectificó mentalmente. Así que podía tratar de forzarla con las gruesas tenazas que llevaba en el maletero, y que le habían servido para forzar el sótano de Odile le Garrec.
Regresó al coche, introdujo la cabeza en el maletero. Bertegui prestaba más atención a la armonía de los colores de su vestuario que a ordenar su coche, y tuvo que rebuscar para encontrar el chisme entre una nevera, herramientas varias, trapos sucios…
Subió de nuevo hacia la «capilla» cuando lo alertó un crujido a su espalda. Se dio la vuelta, contuvo el aliento. Los árboles que cubrían parte de la finca continuaron inmóviles, densos ya que no frondosos… Abajo, la niebla latía en blandas ondas sobre Laville-Saint-Jour, ya completamente anegada. Dirigió hacia allí su linterna: ahora, hasta en el exterior reinaba la oscuridad. El haz luminoso se desgarró contra la red de ramas y arbustos para perderse a lo lejos en el horizonte. Nada.
Regresó a la sacristía —nuevamente, un frío mortal se adueñó de él al cruzar la sala principal— y se deslizó bajo la cruz invertida grabada en la piedra, encontró la portezuela, rompió el candado después de varios intentos. Descubrió un irregular tramo de escalera de caracol que subía al piso de arriba, hacia un antro negro. Un interruptor… Bertegui lo pulsó: la luz de una bombilla desnuda inundó la escalera. Entonces comprendió que el zumbido procedía de un grupo electrógeno.
Desenfundó el revólver, que había guardado mientras forzaba la cerradura, y empezó a subir. La escalera era estrecha, abrupta… Imposible ver dónde terminaba ni si alguien lo estaba esperando arriba. Se dio cuenta de que no las tenía todas consigo… de que, de hecho, nunca había corrido tanto peligro desde hacía años como ahí, a pocos metros de la sala donde los Talcot habían asesinado a tantos niños, en esa construcción en la que cada piedra aún rezumaba el recuerdo de los horrores infligidos. Subió lo que le pareció un número incalculable de escalones, con mil ojos para evitarse sorpresas desagradables, hasta el piso, que se recortó a la luz con la forma de un rectángulo oscuro, desde el que llegaba el zumbido de un ventilador. Siempre alerta ante cualquier posible presencia, encendió la linterna, barrió la sala antes de entrar en ella. Distinguió un colchón, una cama, una mesa… y lo que le pareció una serie de pantallas planas, los diodos de un gran disco duro o de un ordenador. Juzgó que el camino estaba despejado y avanzó buscando la luz. También ahí funcionaba el interruptor. Entonces descubrió una estancia revestida de madera, intacta, lo que confirmaba su impresión: el fuego había empezado abajo, probablemente en el sótano, y se había detenido a medio camino.
El lugar era bastante básico, tal y como había visto en la oscuridad: la cama, hecha deprisa y corriendo, un escritorio y una larga consola sobre la que se alineaba efectivamente una serie de pantallas (contó ocho), unidas a través de una maraña de cables a una gran unidad central, que producía continuamente el ruido electrónico de una intensa actividad.
Bertegui se puso unos guantes de látex antes de revisar el lugar, se acercó a la cama, dobló las mantas: un olor humano le llegó a la nariz, olor a sueño… Alguien había dormido ahí, probablemente la noche anterior: la sala mostraba las huellas indefinibles de la vida, de una presencia reciente. ¿Andremi? Se estremeció al pensarlo.
Dejó la cama y se acercó a las pantallas, encendió una al azar. Apareció una imagen: un salón, vacío, con los ángulos redondeados, deformados. Entendió que se trataba de una cámara de vigilancia… ¿Qué es lo que espían desde allí? A juzgar por la calidad de la retransmisión, no se trataba de una
webcam
sino de un equipo sofisticado. Hasta podía distinguir los cuadros de la pared, algunos detalles de la decoración, como los cojines que llenaban el diván, la leve discordancia entre el sencillo amueblamiento de la estancia y su aspecto señorial.
Una segunda pantalla: una mujer pintando en una especie de taller, al menos eso es lo que dedujo Bertegui a partir de los cuadros apilados aquí y allá. Pero no: no pintaba… Contemplaba una obra (¿su obra?). Bertegui se preguntó si podría hacer un zoom, si también se captaba el sonido. No lo logró. Tenía que contentarse con esa distancia: evidentemente, la cámara estaba colocada en lo alto… Era imposible distinguir los rasgos de la mujer. Lo único que adivinaba era un rostro regular, con pelo largo negro y liso y una pinta extraña, bueno, algo indefinible que le produjo cierto malestar, como si su pétrea actitud delante del lienzo no fuera completamente normal.
Al otro lado de la pantalla, alguien había debido de llamarla, o habían tocado a la puerta. Bertegui vio cómo giraba la cabeza, parecía dudar… Luego se quitaba la bata que se había puesto por encima del peto. Desapareció del ángulo de visión de la cámara.
Bertegui encendió una tercera pantalla: el vestíbulo de una casa, con un pavimento ajedrezado, a la antigua. Apareció la mujer, y Bertegui entendió que las cámaras estaban ubicadas en la misma casa. Desde ese ángulo, veía la espalda de la mujer, su largo cabello. La cámara había sido colocada para poder vigilar las idas y venidas por el pasillo que había frente a la puerta de entrada.
La dueña de la casa abrió la puerta y habló un rato. Luego se apartó para dejar pasar a sus visitas. Apareció otra mujer en el pasillo… Tuvo una vaga sensación de
déjà vu
. Entonces ató cabos: conocía esa silueta, pertenecía a la joven que había visto tecleando en su ordenador en la cantina del Saint-Ex. Y justo detrás de ella…
¡Nicolas le Garrec!
Por Dios, pero ¿qué está pasando aquí? ¿Por qué Le Garrec otra vez? ¿Qué hacía en casa de esa mujer? ¿Y quién era ella? ¿Por qué la espiaban desde La Talcotière?
Bertegui siguió la acción en la pantalla… casi nada en realidad: Le Garrec y la joven de la cantina pasaron al salón, y sin llegar a sentarse, hablaron durante un minuto… o más bien, se agitaban mientras la pintora permanecía estoica, marmórea, como si ni siquiera estuviera en la habitación. Finalmente los acompañó a la puerta. La película terminaba ahí. Una vez se hubieron marchado los dos invitados, la pintora recorrió el pasillo… y desapareció de las pantallas.
Bertegui encendió otra, y otra más: la habitación de un chico, un pequeño despacho… ¡las cámaras cubrían toda la casa!
Otra cámara. Cambio de decorado y Bertegui se quedó de piedra: la capilla de La Talcotière. Filmada desde el exterior; bueno, tan solo la entrada. Hasta podía ver un trozo del capó de su coche. Esa cámara, lo vio claro, no tenía vocación de espionaje, sino de vigilancia. Tragó saliva: sentimiento irracional de haberse metido en la boca del lobo…
Quedaba una última pantalla. Con un gesto un poco vacilante, oprimió el botón de encendido: apareció la sala donde se encontraba, con él ante la consola de las pantallas, filmado desde lo alto. Y justo detrás de él, la silueta de un hombre que se acercaba.
Bertegui se volvió con un gesto brusco en el momento en que el hombre levantaba una maza. Sin pensarlo, disparó, un segundo antes de que el objeto le alcanzara en la cabeza.
El hombre, sorprendido, abrió los ojos como platos mientras se llevaba la mano al pecho y soltaba la maza, arrastrada por el impulso que le acababa de imprimir. Finalmente se desplomó.
—¡Mierda! —musitó Bertegui.
Lo repitió varias veces en un susurro, aún en estado de shock. Antes de comprobar el estado de su víctima, se dirigió a la ventana, apartó una de las oscuras cortinas para observar los alrededores y asegurarse de que no había ningún cómplice por ahí, luego volvió a la puerta, la escalera…
Nadie, decidió. El hombre había ido solo… o al menos, no había nadie en las proximidades. Bertegui se puso en cuclillas, comprobó el pulso. Muerto. ¡Mierda, mierda y más mierda! Es verdad que había reaccionado en legítima defensa, pero…
¡La cámara!
Bertegui cayó de pronto en la cuenta de que autoespiarse carecía de interés. Que esa cámara, que suponía estaba oculta en una trampilla un poco elevada, no tenía utilidad a menos que…
¡… a menos que estuvieran siguiendo los movimientos en la sala desde algún otro lugar!
¿Lo estaban observando?
Como respuesta, su móvil vibró en el bolsillo. Comprobó quién llamaba: Meryl. Era raro, pues Meryl debía de estar en clase a esas horas. Seguramente las habría anulado a causa de la niebla. No era el mejor momento para hablar con ella pero, en ese instante, la voz de su mujer, aunque solo fuera unos segundos, lo serenaría, calmaría un poco su desbocado corazón, que latía con grandes golpes sordos.
—¿Sí, cariño?
La voz del hombre que le respondió era profunda, y un poco dolorosa, silbante, como si tuviera que realizar un esfuerzo para producirla. Empezó diciendo estas palabras:
—La comunidad va a echar mucho de menos al hombre que acaba de matar de un disparo, comisario Bertegui. Era un jardinero excelente…
—
¿Q
ué está haciendo ahora? —preguntó Pierre Andremi por teléfono.
Al otro extremo de la línea, Cléance le respondió:
—Nada… Bueno, se ha quedado postrado durante un rato, y ahora acaba de volver al coche.
—¿No ha hecho ninguna llamada?
—No.
—¿Estás segura? ¿No lo has perdido de vista en la pantalla ni por un solo instante?
—No —repitió ella, molesta—. Se ha sentado en la cama, en estado de shock, como puedes imaginar… Se ha quedado ahí y luego se ha dirigido al coche.
—¿Cómo estaba? —insistió Andremi.
—¡No he tenido lo que se dice un plano de detalle, Pierre! Estaba como está alguien a quien acaban de anunciar que su mujer y su hija están retenidas como… como rehenes; y que no debe mover un dedo hasta que se las devuelvan. En fin, me imagino…
En la penumbra rojiza del subsuelo, Pierre Andremi arrugó la frente allí donde otrora unas cejas habían enmarcado su mirada. Notó cómo la piel de su cara se tensaba y le tiraba, casi se agrietaba, y se vio presa de un repentino arrebato de odio hacia Cléance, que lo obligaba a recordar el horror del fuego… Su historia siempre había sido igual: a su desprecio, ella respondía con su amor, a sus exigencias con su devoción. Cléance era masoquista, por tal la tenía, por tal la había tenido siempre, y en tanto que amo todopoderoso, no soportaba las malas caras de su esclava. Colgó sin más.
—¿Estás seguro de que tu ex mujer ha entendido el mensaje? —preguntó.
Su voz se perdió en la bóveda de piedra viva. Desde el fondo de la cripta, un hombre elegante de pelo cano avanzó un poco hacia la luz. Jocelyn Hersaut dijo:
—Audrey haría cualquier cosa por su hijo. Sé que después de pasar esta mañana por el colegio, seguramente agachará la cerviz.
—Seguro que trata de recuperarlo por todos los medios —observó Andremi.
—No lo dudo. Pero es demasiado tarde… El niño está en un lugar seguro.
Un asomo de sonrisa se dibujó en la cara del hombre sin rostro. Jocelyn era incapaz de llamar a su hijo de otro modo que no fuera «el niño» o «el hijo de Audrey». Era un fenómeno que Pierre Andremi ya había observado en algunos padres que le habían confiado a su «hijo» en el pasado. Y en cuanto a Audrey, pues… Antoine no debería haberla contratado nunca. Es cierto que había recuperado su nombre de soltera y que Rochefort no había establecido la conexión inmediatamente. Aun así, podría haber puesto más cuidado en informarse, sobre todo antes de asignarle la clase de Bastien. Pero ¿qué celo podía esperarse de Antoine? Al igual que Cléance, se había entregado a Pierre años atrás, Antoine se había entregado a Cléance… o más bien, la quiebra de su familia y su incapacidad para trabajar lo habían encadenado al estatus de Cléance. Esclavo de la cuenta bancaria de su mujer, tanto como de sus hormonas: he ahí por qué se había empeñado en no valerse de cualquier excusa para despedir a Audrey Miller, para alejarla de Laville-Saint-Jour y de Bastien. Para tirársela, sencillamente.