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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

Una voz en la niebla (53 page)

BOOK: Una voz en la niebla
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El encuadre se abría —efectivamente se trataba de un claro, en campo raso— y entonces podía verse un bidón a sus pies. Pierre Andremi lo cogía y se echaba su contenido por la cabeza, al parecer sin que le molestara el líquido pringoso que le resbalaba por todo el cuerpo como si fuera champú, con los ojos abiertos, impasibles. Alguien, fuera del campo visual, encendía una cerilla y la lanzaba directamente sobre él. Prendía como un geiser, una antorcha viviente, sin resistirse, sin gritar, y Bertegui entendió entonces toda la demente determinación de los locos. Durante algunos instantes, el hombre mantenía el control de sí mismo, luego se elevaba un lamento humeante, titubeaba antes de desplomarse, un montón de carne consumida, una herida viva… o más bien muerta, en teoría, según los expertos, que afirmaban que el cuerpo no podía sobrevivir a semejante inmolación. La cámara permanecía fija algunos segundos más. Corte.

Bertegui exhaló un suspiro prolongado: se dio cuenta de que había contenido la respiración durante las últimas imágenes, y apartó su sándwich hacia una esquina de la mesa. Nunca había visto el vídeo en su integridad. Gracias a la magia de internet en cualquier caso, te lo podías descargar y en YouTube se enteró de que más de 200.000 aficionados al
snuff
habían disfrutado ya de él. Y lo que era peor, había descubierto, tecleando el nombre en Google, que había decenas de páginas consagradas a ese individuo, mantenidas una por un especialista que decía elaborar un listado de los grandes asesinos en serie, otra por algún satanista iluminado… Y algo inquietante: las páginas dedicadas al caso Talcot no establecían vínculos entre ambos nombres: la madre del asesino asociada a la que había sometido a Laville-Saint-Jour bajo su yugo. Solo unas páginas dedicadas a las misas negras o al ocultismo daban cuenta de su origen común en la pequeña ciudad de Borgoña, sin profundizar más.

Asesino en serie, Andremi lo era, de eso no cabía duda. Los seis crímenes de que había sido acusado en la región de París, contra los cuales se había defendido y de los que su abogada había logrado exculparlo —tuvo la mala idea de hacerlo, pues se carrera se vio seguidamente arruinada—, eran, desde luego, obra suya: los niños habían sido torturados, violados y algunos descuartizados. Por lo demás, todo el discurso que soltaba en la pantalla hablaba a las claras de su naturaleza, típica de esos psicópatas pervertidos: el ansia de poder, por ejemplo, que se reflejaba tanto en su conclusión («tendré mi porción de poder») como en esa grandilocuencia con la que tomaba las riendas de su destino, la megalomanía de esa puesta en escena. Sin embargo, el informe de los peritos no lo había identificado como tal, ni tampoco su historia personal había conducido a pensar en ello: nada de abusos conocidos durante su infancia, una madre que aparentemente lo había apoyado durante todo el proceso, ningún testigo que hubiera contado que se dedicaba a torturar a los animales, y tampoco ninguna ex novia que hablara de la violencia latente de su compañero… de hecho novias no se le habían conocido… Ni tampoco se habían encontrado en su casa fetiches sustraídos a las víctimas, supuestos «tótems», como sucede con la inmensa mayoría de esos criminales, a fin de satisfacer sus pulsiones a posteriori. Sus aficiones eran sanas, las de un hombre de su edad: deporte, un poco de cultura. En suma, no presentaba ninguna de las características que a veces muestran los grandes criminales: una actividad algo marginal o amistades dudosas, o incluso alguna profesión itinerante —camionero, viajante— que permite ampliar el terreno de caza…

Al final, pues, Pierre Andremi había sido absuelto. Por falta de pruebas, sin duda gracias al talento de su abogada. ¿Habría salido limpio si el proceso hubiera tenido lugar después del caso Talcot, y no dos años antes, a la luz de los descubrimientos efectuados en Laville-Saint-Jour, aun cuando ambos casos no estuvieran directamente relacionados? ¿Habría continuado el hombre perpetrando sus crímenes con total impunidad si no hubiera sido sorprendido en flagrante delito poco después de su absolución?

Nunca se sabría. Unas semanas después de su puesta en libertad, Pierre Andremi había sucumbido a sus instintos y había raptado a una niña. La criatura había sido salvada in extremis por un detective privado, a quien uno de los padres ricos, cuyo hijo había sido una de las presuntas víctimas del asesino, había encargado que investigara al acusado absuelto. Bertegui se acordaba de todas las hipótesis que habían circulado cuando la cinta con su suicidio había llegado a las redacciones de los medios: Andremi había reincidido y corrido más riesgos —de ahí el flagrante delito—, pues su liberación le había hecho creerse omnipotente. Otros hablaban de un «fenómeno de descompensación» después de los años de frustración, otros incluso que había querido voluntariamente que lo atraparan… y explicaban así su suicidio. Sin embargo, a la luz de las imágenes que Bertegui acababa de visionar, nada revelaba el menor remordimiento, la voluntad de poner fin a su escalada asesina. Ese gesto —inmolarse— seguía siendo uno de los misterios que frecuentemente componían la personalidad de los criminales pervertidos.

Asesino en serie, por tanto. Y ese era precisamente el problema: ese tipo de criminales actuaba como cazadores solitarios, sin más motivación que la consecución de su propio placer… o para ser más exactos: para apaciguar su pulsión. Nunca, al menos que el comisario supiera, en nombre de un ideal, ya fuera místico o espiritual, tan delirante como la ofrenda de niños al diablo. Además, en el curso de sus peregrinaciones por la web, Bertegui había averiguado que el ritual estipulaba el sacrificio de niños vírgenes, «intactos» (era cosa del demonio elegir si los consumía, una afirmación que, en opinión del policía, daba ganas de partirse de risa y vomitar al mismo tiempo).

Así pues, si el hombre que Bertegui buscaba era efectivamente de Laville-Saint-Jour, la constante reaparición del caso Talcot en esos últimos días hacía pensar en un adorador de Satanás, o «una cosa de esas», como lo resumía el policía. El perfil de Andremi no encajaba. Si el asesino había regresado a los lugares de su infancia, es el cadáver de un crío lo que deberían haber hallado en el parque, y no un fragmento de espejo. Y además, ¿cómo había podido sobrevivir Andremi a semejantes heridas? ¿Y en qué estado? Los grandes quemados debían someterse a meses de cuidados, y en habitaciones esterilizadas, y luego en ocasiones a injertos de piel… ¿Cómo habría podido someterse a esas curas sin que nadie se hubiera enterado? ¿Podía haberse hecho cargo de él alguna red latente, en la sombra? Sin embargo, la investigación no había logrado descubrir a ningún cómplice… pero también es verdad que no se había encontrado el cuerpo.

Bertegui se dejó caer contra el respaldo de su sillón con un suspiro, esforzándose por pensar fríamente a pesar del horror que empezaba a inspirarle ese caso: ¿quién le iba a decir que Laville-Saint-Jour le reservaba semejante reto? ¿Que se iba a ver envuelto en el mundo negro y viscoso de una historia escrita con sangre? ¿Que lo iba a pasar tan mal?

Por ver si se reponía, encendió un cigarrillo (con una mueca de culpabilidad) y volvió a su pantalla. Pinchó en una foto, luego en otra… Siempre la misma cara, de expresión distante y carismática. Una cara que no casaba del todo con la naturaleza del que la tenía. Y un nombre —¡dos palabras!— que habían bastado para que se tambaleara una Cléance Rochefort más sólidamente asentada en sus cimientos que una caja fuerte, que apenas había rechistado, al revés que todo el mundo aquí, al sacar a colación a los Talcot, pero que había estado a punto de desmayarse cuando aquel nombre salió de los labios de Bertegui. Un rostro que se había paseado por las galerías del Saint-Exupéry, conocido de Cléance Rochefort, por tanto, de su marido y, por supuesto, de Nicolas le Garrec… ¿Y de quién más?

Una llamada interrumpió sus reflexiones. Bertegui echó un vistazo al identificador.

—¿Sí, Clément?

—Estamos en San Miguel… No se puede afirmar que haya un problema, pero…

—¿… pero?

—… bueno, aquí todo está en su sitio, no hay rastros de lucha aparente, pero hay algunos elementos inquietantes.

—¿Como cuáles?

—Un vaso de aguardiente a medio beber aún sobre la mesa, platos sucios por en medio. La gobernanta afirma que el cura se levanta muy temprano cada mañana y que cuando ella llega, la sarita de estar está limpia y ordenada… o al menos, que ha llevado todo a la cocina…

—¿Y qué más?

—La tele está en
stand-by
. En principio, la apaga siempre; eso es lo que dice la señora Moussonet. Por aquello de ahorrar…

Una vez más pensó Bertegui: no hay cadáver, sino algunos detalles, menudencias. Otra vez esa desagradable sensación de una máquina que no funciona como es debido porque uno de los engranajes se ha agarrotado.

¿Y por qué narices, se preguntó meneando la cabeza, incrédulo, por qué los Andremi iban a raptar al cura de San Miguel?

Capítulo 63

N
icolas le Garrec estaba sentado en la terraza cubierta del Clos Montdor: tenía delante un café que se estaba enfriando. Pensativo, contemplaba cómo la niebla se depositaba en capas sucesivas sobre Laville-Saint-Jour, engulléndola por completo, como si esta se hundiera en el hueco de la hoya verdeante donde, siglos atrás, los malditos de Arras habían puesto sus primeras piedras.

Un coche pequeño emergió más abajo arrastrando un poco de niebla, en una lenta estela de humo. Nicolas apretó los dientes: los minutos venideros iban quizá a cambiar el curso de su vida… y no solo de la suya… Era un momento inquietante y espantoso, de esos de los que un escritor logra a veces sustraerse para estudiarlo como un diamante en lugar de sufrirlo de lleno. Ese día, no lo consiguió y notó cómo se le salía el corazón del pecho, más aún de lo que había previsto.

La mujer que entró en el restaurante no tenía nada de la criatura sexy que lo había recibido en el Saint-Ex y, más tarde, en los suaves pliegues de su cuerpo. Bajo el pelo desgreñado, unos ojos enrojecidos y con ojeras eran síntoma de la corta noche que habían pasado juntos y de las lágrimas que acababa de derramar; su tez pálida contrastaba con el aspecto resplandeciente, meridional, de los últimos días.

Audrey Miller lo buscó con la mirada, con aire enloquecido mientras avanzaba hacia ella un
maître
de cuya presencia ni siquiera se había percatado, visiblemente presa del pánico a causa de su aspecto, incompatible con un lugar en el que las escasas mesas ocupadas lo estaban por mujeres enjoyadas y hombres trajeados. Lo vio y se dirigió a él, a punto estuvo de tirar a un camarero sin darse cuenta. Las miradas convergieron en ella y los clientes contuvieron la respiración, esperando una escena, un grito, una bofetada. En lugar de eso, Audrey dejó su bolso en una silla, y le dijo, sin llegar a sentarse, con la voz temblorosa de una mujer al borde de un ataque de nervios:

—Mi hijo está en peligro… Es por lo de Bastien Moreau. Tienes que ayudarme.

Nicolas no hizo trampas, no trató de simular asombro o preguntarle por qué creía que podía ayudarla, o que se fuera a involucrar, si no eran nada el uno para el otro, más que dos extraños que habían pasado una noche juntos. Se levantó. Tomó una silla y la invitó a tomar asiento.

—Explícame qué ha sucedido —dijo suavemente, con serena firmeza.

La mujer miró la silla, advirtió de pronto las miradas clavadas en ella, comprendió que efectivamente su actitud podía parecer un poco incoherente o exaltada. Se sentó mientras un camarero aliviado se apresuraba a tomar nota de la comanda: Nicolas pidió dos coñacs, sin que Audrey pudiera decir nada.

Cerró los ojos como para concentrarse, tratando de hallar la manera correcta de comenzar. Se puso a ello. Se lo contó todo, esforzándose en modular su voz cada vez que notaba que gritaba o que se le rompía, luchó para no prorrumpir en sollozos: la pesadilla de Bastien, la actitud de Rochefort, el misterio de la matrícula a cargo de los laboratorios Hecticon, sus dudas sobre el Mercedes, la coincidencia entre la frase de su ficha y el título de su libro, las amenazas de Cléance unas horas antes y finalmente: su hijo, prisionero de su padre…

—Ay, deberías haber visto la actitud del director de la escuela primaria, esa manera de decir «nosotros» como si fueran varios, y «Jocelyn» como si… como si conociera a mi marido. ¡Como si fuera cómplice! Pero ¿cómplice de qué, por Dios? No entiendo nada…

Finalmente calló, abrumada; se quedó contemplando su vaso lleno.

—Te… tengo la impresión de estar viviendo una película —dijo—, que… que todos los que me rodean están… conspirando, y que me he vuelto loca, paranoica, como si esta ciudad me hubiera hecho algo y…

De repente, lo miró y el escritor vio el miedo en sus ojos. Lo asociaba a ellos.

—¿Quién es usted, Nicolas? —escupió en un susurro—. ¿Todos… esos antiguos alumnos del Saint-Ex? ¿Qué… qué relación tienen conmigo, con Bastien?

El escritor se quedó mirándola un buen rato. Y entonces sintió como una descarga: se había enamorado de esa mujer. Perdidamente. Amaba todo en ella: su fuerza, su determinación, su franqueza casi violenta, su audacia, y también su aspecto de niña perdida, su pasado un poco turbio, el amor que sentía hacia su hijo… Sí, amaba a Audrey Miller y esa era una verdad que lo había dejado un poco en estado de shock, pues era de esos hombres que controlan sus sentimientos, que desconfían de ellos y creen que el amor no fulmina, sino que se insinúa, día tras día, noche tras noche, forjándose en la prueba de la cotidianidad.

—No sé quiénes somos —dijo—. La verdad es que no sé qué responderte. Solo somos niños… niños sin luz.

—¡No me vengas ahora enredando con tus trucos de escritorzuelo chupatintas! ¿Por qué conocía Bastien Moreau esa frase? ¿Me lo vas a decir o no me queda otra que acudir a la policía confiando en que no me tomen por loca?

Inspiró profundamente.

—No estoy seguro —dijo—. Tengo alguna idea, pero… pero de todos modos, creo que tienes razón: los Rochefort están implicados. Y seguro que otros también: los Camerlin quizá, aunque he oído que están de viaje actualmente.

Pestañeó:

—¿Los padres de Opale?

—Y alguno más, es inevitable. Tu… tu marido también. Puede ser. Sin duda.

Lo miró airada. En el momento en que abría la boca dispuesta a gritar, exigir, forzar unas respuestas claras que él se sentía incapaz de formular, deslizó hacia ella el manuscrito que tenía delante y en el que ella no había reparado.

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