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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

Una voz en la niebla (55 page)

BOOK: Una voz en la niebla
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—Mi hija se fue algún tiempo y anduvo detrás de él. Solo volvimos a verla una vez. Una sola… El día en que nos dejó a Gérard. Debía de tener dos o tres semanas.

De pronto, al policía le pareció muy vieja, como agotada.

—Por eso mató al toro —prosiguió el comisario—. Para advertirle de que no dijera una sola palabra… De no ser así, peligros más graves los acecharían.

—Sí… pero Morizot no lo entendió. Morizot nunca ha querido ver nada, ni creer en nada. No me escuchó cuando le dije que había visto luz en La Talcotière. De no ser por eso… de no ser por eso nunca les habríamos avisado por la muerte de José. No… no queremos tener nada que ver con todo eso.

—Y estaría siempre en el borde del túnel, mirando a los niños abajo, mientras se ahogaban a sus pies…

Bertegui tomó un sorbo de café frío, hizo una mueca.

—Pero quizá no se tratara de Pierre Andremi —propuso para acorralarla—. Henri Vilbois, por ejemplo…

—Vilbois —repitió distraídamente—. Ah, no, no creo. Vilbois sería demasiado viejo hoy. Y además, era mucho más bajito. Chaparro incluso.

—¿También lo conoció? —se asombró el policía.

La mujer volvió la cabeza hacia él y clavó sus ojos en los suyos, sorprendida, como si la pregunta estuviera por completo fuera de lugar.

—Por supuesto. Los dos andaban juntos por aquí a veces… a menudo, diría incluso.

—¿Quiere decir que eran amigos?

—Amigos, amigos, no lo sé. ¿La gente así tiene amigos? Pero, sí, hacían buenas migas.

Bertegui apretó discretamente el puño: el punto de unión entre Andremi y Odile le Garrec. Se levantó, impulsado por una energía renovada.

—No me ha dicho qué andaba haciendo por estos pagos, según usted —preguntó cuando estaba a punto de despedirse.

La mujer alzó la cabeza hacia él.

—Lo mismo que todos los demás…

Ante el silencio interrogativo de Bertegui, concluyó diciendo:

—Buscaba un niño.

Capítulo 66

E
n el bosque del parque no resuenan los ruidos habituales que allí se suelen escuchar. Entre la niebla, el bosque siempre parece animado con una vida que le es propia, como si ahí la naturaleza siguiera sus propias reglas. Esta noche es diferente. Todo es diferente: hace una semana que la nieve cae sin cesar y es la primera noche que se ha rarificado. El bosque está como el resto de la ciudad: petrificado. Preso de una cristalina capa de nieve en polvo que dibuja formas irregulares, según envuelva un árbol, un arbusto, un banco o alguna roca decorativa…

Alzo los ojos hacia la verja y pienso en los jóvenes que la escalaron hace cosa de diez años. Hoy están todos muertos: una increíble historia de drogas y sobredosis, uno de los chicos se volvió loco y mató a sus camaradas. Es la última vez que el parque fue profanado… verdaderamente hay que saber bien poco de Laville-Saint-Jour para adentrarse en él sin haber sido invitado.

No tenemos necesidad de correr tales riesgos. Pierre tiene las llaves. ¿De dónde las ha sacado? ¿Quién se las ha dado? Eso no tiene la menor importancia. De todos modos, Pierre tiene las llaves del mundo.

—¿Por qué nos reunimos aquí? —pregunta Cléance.

Me vuelvo hacia ella. Mirar a Cléance supone una dolorosa fascinación… o un delicioso sufrimiento, como se quiera. Desde debajo de su grueso chapka del que asoman algunos mechones rebeldes, no me devuelve la mirada: hace varias semanas que Cléance ya no me mira.

Se me ofreció durante casi dos meses: fui una especie de elegido. No era la primera vez, pero por algunas semanas, así lo creí.

Así pues, Cléance no me mira. Tiene la mirada fija en Pierre… Como todos nosotros, claro… bueno, ella más que los demás. Por eso todos envidiamos a Pierre: por eso y por otras cien razones. Por su magnetismo… también por su poder… aun cuando ninguno podía explicar con palabras la fascinación que ejercía sobre nosotros por aquel entonces.

—Es una sorpresa… Esta noche os voy a invitar a una fiesta. Una de verdad…

En sus ojos refulge un brillo duro. Ya nos han tomado alguna vez por hermanos a él y a mí; sin duda nuestro pelo negro contrasta con nuestra tez pálida. Nuestros ojos son diferentes. Yo tengo los ojos de mi madre. Él, los del demonio.

—Es una sorpresa para ti, Johnny…

Me llama así. Es un mote que considero afectuoso… aunque sé que Pierre es incapaz del menor afecto. Es un monstruo, al cual es imposible resistirse.

Ninguno de nosotros pretende resistírsele, de hecho. Todos sabemos que es un heredero. Madeleine Talcot no tiene. Si algún día alguien tiene que reinar en la ciudad, será él y solo él.

—… Y es una prueba para vosotros. Ya es hora de hacerse mayores, ¿no? Y además, siempre os lo he dicho: algún día sucederán cosas terribles…

—¡Y ya nada será como antes! —salmodia Antoine—. Sí, sí, ya lo sabemos.

La mirada encendida de Pierre se dirige hacia él y se calla inmediatamente: Antoine es un as del deporte, un tío brillante… El único que le impone silencio con una mirada es Pierre. Y no se priva de hacerlo.

Este empuja la verja y lo seguimos: Cléance, Antoine, Floriane, Gilles, Camerlin, yo…

—¿Por qué no has convocado a toda la Chowder? —pregunta Floriane.

Todos nos volvemos hacia ella. Floriane raramente se dirige a Pierre, y menos planteando una pregunta directa; en general, da rodeos, con la mirada huidiza, haciendo melindres, con un mechón de pelo rubio en el dedo que a ella le da por enroscar igual que a otros les da por fumar: para mantener la compostura.

—Solo necesito a cinco de entre vosotros —responde sin mirarla, siempre a la cabeza de la comitiva.

Gilles Camerlin y yo intercambiamos una mirada. Gilles tiene los ojos de un azul un poco apagado que parece casi blanco con los reflejos de la luna en la nieve. Intuyo su aprensión, pero también toda la ferviente confianza que ha depositado en Pierre.

Cinco de entre nosotros… Como las cinco puntas de la estrella. Es la primera vez que una reunión informal de la Chowder se celebra en el exterior. Y de noche…

Nos adentramos en el bosque: pese a la penumbra, se ve bien y pese al frío, nos pasma el silencio, el aspecto del parque que parece el decorado de un cuento, con nosotros seis bien abrigados con nuestros anoraks de esquí, calzados con gruesos zapatos que dejan unas huellas frescas, profundas. Dentro de cuatro días será Navidad, pero aquí, a diferencia de Laville, excesivamente engalanada para la ocasión, no hay ninguna luz que lo recuerde.

Transcurridos unos veinte minutos, Pierre se detiene.

—¿Sabéis dónde estamos?

Antoine hace ademán de lanzar una pulla, pero se lo piensa mejor.

—En el centro del bosque —anuncia Cléance—. Donde todo empezó…

Pierre apenas la mira. Le gusta torturarla así, tachándola con una raya de desprecio. Hoy sé, aunque por aquel entonces no lo tuviera tan claro, que esa es la razón por la que me concedió sus favores antes que a otros: sin duda, esperaba espolear sus celos ofreciéndose a aquel de la pandilla por el que él se interesaba más. Aquel de la pandilla que nunca formaría parte de ella verdaderamente.

Miro a mi alrededor: nada denota que ese lugar sea especial, al menos a primera vista. Es verdad que hay dos caminos que se cruzan: luego, la tierra se convierte en asfalto… pero nada más. Después veo el árbol bajo el cual nos hemos detenido… más alto, más imponente que los demás: sus ramas se extienden de tal modo que, petrificadas por el invierno, casi forman una gruta de encaje congelado sobre nuestras cabezas.

—Esta noche —murmura Pierre— os convertiréis en hombres, y en mujeres… y en villenses. De pleno derecho… Y tú, Johnny —añade volviéndose hacia mí—, esta noche serás el más libre de todos nosotros. Te ofrezco un regalo único por el solsticio de invierno de tus dieciséis años… Y por tu primer aquelarre de verdad.

Los cinco pares de ojos están clavados en mí… Para ellos soy, siempre lo he sido, un extraño. No sé exactamente qué hacen con sus padres, en qué… participan. Desde hace algún tiempo, yo sí sé lo que hacen los míos… o al menos, mi padrastro. Esta noche soy una especie de invitado, un no iniciado: mi presencia entre ellos se debe exclusivamente a mi encuentro con Cléance, y también a mi… amistad con Pierre. Nunca he deseado nada tanto como ser uno de los suyos. A cualquier precio.

—Ya sabes cómo funcionan las cosas aquí, Johnny… Están los vivos y los muertos… los verdugos y las víctimas. Y está el Diablo, y nada más que él… Si no estás de su lado, no estás en ningún sitio. Eres un muerto en vida.

La arenga del jefe no me sorprende. Pierre no cree en el Diablo. Ni en Dios. Hace poco acabé por entender que lo que le importa es ejercer el control, y todos los medios son buenos para lograr su objetivo: saciar su ansia de placer. Ese discurso, por tanto, no nos engaña ni a él ni a mí. Solo sirve para cimentar un poco más su poder sobre los demás. Y, en realidad, también sobre mí: sabe que si ahora me echo atrás, quedaré excluido para siempre. Y quizá puede que hasta me exponga a algún peligro.

—«El» está con nosotros esta noche —murmura Gilles Camerlin en un tono teñido de una sentenciosa piedad. (Gilles, por el contrario, se ve tocado por un fervor poco común que le permite producir cosas asombrosas durante nuestras sesiones en la Chowder. Cree en las fuerzas de las tinieblas… y lo que he podido ver en su compañía casi me ha convencido a mí.) Cléance tiene en los labios una de esas sonrisillas misteriosas, un poco suficientes. ¿Hasta qué punto es escéptica ella? Es una pregunta sin sentido. Cléance se habría montado en una escoba si Pierre le hubiera dicho que sólo puede amar a un pájaro.

—Vais a formar el círculo… ahí… ahí… y ahí… No tengo que veros… Ni veros, ni oíros.

Compruebo que, efectivamente, hay cinco árboles que rodean el punto en que se encuentra Pierre: cinco escondrijos… Nos colocamos unos y otros hasta que no se nos ve, tal y como nos ha pedido. No discutimos; aún hoy me pregunto por la fuerza, el poder de ese chico. Pierre rebusca en su mochila, saca una antorcha y la enciende… Espera, y nosotros con él, en el silencio blanco, mate, denso de esa noche de solsticio.

Llevo casi diez minutos tiritando en cuclillas contra el tronco de mi árbol cuando oigo el ruido amortiguado de unos pasos sobre la nieve que preceden a una respiración un poco ronca. Me estremezco… Bueno, no puede tratarse de él, ¿verdad?

Treinta segundos después, mi padrastro emerge de la noche, justo en el recodo de uno de los dos caminos. Ironías del destino: ha pasado a unos cuatro metros de mí sin verme. Es casi medianoche. Está ya un poco borracho. Vilbois ha visto la antorcha, la cara de Pierre…

—Por todos los demonios, ¿qué está pasando aquí? —pregunta—. ¿Qué cojones te llevas entre manos?

La sorpresa me corta la respiración; me olvido del aire gélido que traspasa, minuto a minuto, todas las capas de ropa que llevo. No sabía que se conocieran… ¡o al menos, no hasta el punto de hablarse en esos términos! Por supuesto que han tenido que verse inevitablemente en casa de los Talcot, pero nunca habría pensado que eran íntimos.

Vilbois se encuentra ahora en el centro del círculo, justo a la altura de Pierre.

—Es la Noche del Solsticio —afirma Pierre con la mayor seriedad.

—¿Y?

—En la Noche del Solsticio alguien debe morir. Un inocente o un culpable.

—¿Y a quién te has cargado? —pregunta fríamente mi padrastro con esa guasa un punto mafiosa que embrujó a mi madre diez años antes.

Mi sorpresa va en aumento: Vilbois conoce a Pierre, pero, sobre todo, parece haber sido llamado para servir de refuerzo en algún trabajo sucio.

—A nadie todavía, pero esta noche te necesito —responde Pierre.

Se ha quitado el gorro, los guantes, y la llama genera en su rostro aristocrático un resplandor casi rojo. Aún no ha cumplido dieciséis años, pero al menos es diez centímetros más alto que Vilbois y por primera vez en mi vida, mi padrastro me parece encogido, agobiado por la situación, por la presencia de Pierre, por la trampa que le ha tendido… ¿o me la ha tendido a mí? Me lo pregunto por un instante, pero las emociones son demasiado fuertes, no estoy en disposición de pensar.

—Joder, Pierre, ¿qué gilipollez vas a hacer ahora? ¿Desde cuándo te interesan a ti las noches de Solsticio? Creí que lo que querías era divertirte, nada más. Como yo —añade Vilbois, y el odio que ha devorado mi infancia, todos mis años de juventud, y que ha ardido con un fuego devastador y alimentado esperanzas de venganza que he acariciado durante horas, mi odio estalla exactamente en ese instante: casi puedo oírlo, como el sonido ahogado de un cráter que se abre en mi cuerpo y libera la lava de mis rencores… Ahora hace calor… mucho calor en el parque y me agobia la bufanda.

—Yo no hago gilipolleces —escupe Pierre con desdén—. Cada una de mis acciones tiene un sentido, ¿o es que aún no lo has entendido? De todos modos, lo quieras o no, es demasiado tarde: ya estás metido en esto.

Desde mi puesto de observación, no distingo la cara de Vilbois, pero lo oigo replicar, indignado:

—Pero ¿qué estás diciendo?

Pierre alza la antorcha y grita:

—¡Ahora!

Tímidamente, salimos de nuestros respectivos escondites: el movimiento perturba el orden inmóvil de la naturaleza y un polvillo escarchado cae de las ramas como una lluvia.

—Pero ¿qué…?

—¡Quedaos todos donde estáis! —grita Pierre… y ahora la intensidad de su presencia me transporta.

Nos detenemos en seco, Vilbois los mira fijamente uno tras otro: seguro que los reconoce, protege a los Talcot… y a veces a los Andremi, y por fuerza ha tenido que ver a los padres de mis compañeros de armas en una u otra velada. Después se da la vuelta y me descubre. Intercambiamos una mirada en la que vertemos toda nuestra mutua animadversión, pero no dice nada. Ni siquiera un «¿Tú?» de sorpresa. Él y yo nunca, NUNCA, como diría mi madre, nos hemos hablado. No sé cómo suena «Nicolas» en su boca.

—Aún somos inocentes, como sabes —susurra Pierre en tono compasivo.

—¿Inocentes? —bromea Vilbois sin ganas.

Pierre no le hace caso:

—Las noches de Solsticio hay que coger sangre de los inocentes… y mancillarla. Pero solo los culpables pueden mancillar a un inocente, ¿verdad? Y nosotros no somos culpables… al menos no aún —continúa Pierre.

Vilbois se ha quedado de piedra. Todos somos presa del estupor, del espanto. También de la golosa impaciencia de unos lobeznos hambrientos. Ya ninguna regla del mundo es válida aquí.

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