Arras… ¿Era cierta en todos sus aspectos la tortuosa historia contada por Lieberman respecto al origen de la ciudad?
—Ya veo. ¿Y por qué no han puesto en marcha sus proyectos inmediatamente?
—La construcción que pretendo no es moco de pavo. Es una inversión considerable. Un escaparate… muy caro. Lleva su tiempo. Sin esas ruinas, seguro que el paraje es más bonito, ¿no le parece?
Bertegui respondió a su provocación con un estudiado silencio. Sus explicaciones, perfectamente hilvanadas, expuestas sin dudar, tenían visos de verdad.
—Todavía no acabo de comprender el sentido de sus preguntas, todo sea dicho. ¿En qué puede interesar a la policía la compra de esa casa?
Bertegui optó por una calculada sinceridad.
—Creemos que hay alguien en este momento que siente… nostalgia del pasado. Y que esa casa podría interesarle en grado sumo.
—Ya.
La sonrisa había recuperado el brillo cordial de la mujer de mundo todoterreno.
—Pues, tendrá poco tiempo para interesarse seriamente. En unas semanas, en cuanto hayamos lanzado la campaña estadounidense, solicitaremos el permiso de construcción…
Se puso en pie para despedirse con la misma soltura que mostró su marido cuando fue a verlo… y el esteta Bertegui admiró a su pesar el aspecto casi intimidatorio, la caída perfecta del traje de chaqueta. Se puso en pie al mismo tiempo: ella le sacaba unos diez centímetros. Mientras le tendía la mano, el comisario le dijo, ajustándose el impermeable, con una indiferencia que la astróloga habría denominado el Síndrome Colombo:
—Coincidió en el Saint-Ex con Nicolas le Garrec, si no he entendido mal…
La mujer asintió brevemente.
—¿El nombre de Henri Vilbois le dice algo?
La mano tendida se quedó en el vacío un momento.
—Nada, que yo recuerde. ¿Qué relación tiene con La Talcotière?
—Aún no lo sabemos, señora Rochefort… Pero mil gracias por haberme concedido algo de su tiempo. Y haberme permitido ganar algo de tiempo, también.
Estrechó su mano con una energía seca y autoritaria y dio algunos pasos como para acompañarlo a la puerta. Bertegui estaba ya en el umbral cuando surgió la idea de ninguna parte.
—Me olvidaba de preguntarle…
—¿Sí?
—Una última cosa: ¿Pierre Andremi fue también alumno del Saint-Exupéry en la misma época que todos ustedes? Vaya, quiero decir su marido, Nicolas le Garrec, usted misma…
Cléance Rochefort permaneció impasible, tiesa, casi demasiado. Y sin embargo, incluso antes de que terminara la pregunta, Bertegui notó cómo vacilaba. Un segundo de nada, una fisura en la coraza.
—Que… —se aclaró la voz— …quiere decir… bueno…
—Ese Pierre Andremi, efectivamente… Era de Laville-Saint-Jour, ¿no?, más o menos de su misma generación, si no me equivoco. Por lo demás, los Andremi eran de esas familias que matriculan a sus hijos en el Saint-Ex, me figuro…
Todavía no se había movido, ni un centímetro: rígida como una estatua. Inspiró; a Bertegui le pareció que trataba de guardar la compostura, que el silencio se alargaba unos segundos de más. Sin embargo, todavía con una voz controlada y un punto de ironía, continuó diciendo:
—Vaya, vaya, La Talcotière, los Andremi… Se está poniendo usted algo inquietante, comisario. Pues, sí, está en lo cierto. Efectivamente estuvo en el Saint-Ex a la vez que nosotros… y que muchos villenses de aquel entonces, por lo demás. Pero… es extraño, ¿entiende? Realmente no tuvimos trato con él.
—No era en absoluto una pregunta que pensara hacerle, señora Rochefort —dijo con calma Bertegui—. Pero gracias por responderla.
B
astien estaba sentado en un sillón desfondado, en el fondo del sobrado, entre las sombras detrás del teatrillo de guiñol, allí donde las gruesas vigas se juntaban para formar un techo bajo, agobiante. Bebía sorbos de coca, o más bien ponía los labios allí donde Opale había rozado con los suyos… esforzándose por poner en orden sus ideas, por hacer frente al momento en que las sombras blancas acudieran a él. Porque iban a venir, ¿no? No lo dudaba. Querían hablar. O gritar. O llorar.
Una repentina corriente de aire frío le provocó un escalofrío y lo extrajo de sus pensamientos. El silencio del patio le recordó que el recreo se había terminado y los alumnos habían entrado en clase. Sin él. Una vez más, un sentimiento de soledad le cortó el aliento. Nunca se había sentido tan… diferente de los demás.
Inspiró profundamente, se levantó. Sopesó la forma de actuar. En las películas, quienes practicaban espiritismo lo hacían en grupo… Pero ¿cuál era la diferencia? En cambio, la víspera el pentáculo había resultado esencial.
Empujó la caja de cartón para que el dibujo del suelo quedara al descubierto, reunió los cuadraditos blancos con las letras. Se sentó con las piernas cruzadas, frente al pentáculo, dispuso las letras en círculo como se lo había visto hacer a Anne-Cécile, y luego colocó el vaso en el centro. Ya estaba; en el fondo era bastante sencillo. Y ahora, ¿qué?
Colocó el dedo en el reborde del vaso, o más bien lo rozó, sin presionar. ¿Debía permanecer con los ojos abiertos? ¿Debía hablar, esto es, pronunciar esa frase improbable: «Espíritu, estás ahí»? Decidió que no, bueno, ya vería si se producía algún fenómeno. De momento, actuaría por instinto.
Cerró los párpados, esforzándose por concentrarse, por imaginar con todas sus fuerzas que quería «hablar» con Jules, o con el hermano de Opale, o con cualquier ente dispuesto a explicarle algo. Los primeros minutos se hicieron largos, pesados: no conseguía fijar su atención, de los nervios le temblaba la rodilla, se le escapó una risita histérica cuando la cabeza del señor Dupuis recordándole la definición de prisma vino a desviar su atención, luego la voz de Patoche («¡Te has vuelto majara, tío!»)… Lentamente, no obstante, su mente se vació, su respiración adquirió un ritmo lento, cadencioso, a oleadas somnolientas.
La temperatura de la sala descendió: Bastien no sabía si aquella bajada había sido gradual o repentina, pero de golpe notó cómo lo invadía un frío penetrante. Abrió los ojos: su aliento producía pequeñas bocanadas de vaho. Aquello subía… venía: algo vibraba en la estancia.
Cerró los ojos de nuevo para no distraerse. La temperatura bajó de nuevo… y el vaso se movió.
Un temblor bajo sus dedos entumecidos. Luego otro. Una pulsación de… de cristal. Y a medida que el frío aumentaba, el vaso se ponía más caliente, como si absorbiera el calor circundante para adquirir fuerza. Un calor desagradable, eléctrico, crepitante.
Con los ojos aún cerrados, Bastien pensó, casi gritó mentalmente: «¿Hay alguien ahí? ¿Quién está aquí conmigo? ¿Quién eres?».
Esperó… No hubo respuesta. Sobre su base, el vaso empezó a moverse sin interrupción, como si… la cosa que había en su interior pidiera salir de su encierro.
¿Quién está ahí? Sé que estás ahí. Quieres hablar conmigo…
Un movimiento en algún lugar del desván lo hizo estremecerse. Abrió los ojos. Le dio un vuelco el corazón, y al segundo siguiente se puso al galope tendido: las sombras blancas estaban ahí, con él. En el sobrado. Por todas partes. Formas lentas, apenas esbozadas, de contornos enrevesados y ondulantes, suspendidos en una especie de levitación inmóvil, tejidos con una bruma irreal, una niebla que no debía, no podía estar en el desván dado que no había ninguna ventana abierta. Y sin embargo, flotaban, y poco a poco Bastien distinguió la veladura de un rostro, y de otro, y otro más. Niños… Los niños de la niebla habían surgido del suelo, o caído del cielo, ante su llamada.
Bajo su dedo, el vaso se agitaba con sacudidas febriles, pero no hizo caso. Conteniendo la respiración, esperó, horrorizado, para comprender qué querían las sombras blancas.
Un primer ente se deslizó blandamente en dirección a él… se debatió para no retroceder, pues sabía que era inútil: ahí no había escapatoria, no había huida posible. La cosa, transparente, apenas visible, atravesó los obstáculos hasta llegar a él. Se detuvo a su altura y Bastien se sintió rodeado de una tristeza infinita, como si un sudario le hubiera cubierto los hombros. Sin entender el porqué, unas lágrimas aparecieron en sus ojos. El chico —porque se trataba de un niño, ¿no?, ya que ninguna cabellera larga desplegaba sus mechones aéreos— se quedó así unos instantes, luego se sentó, en la medida en que una nube puede sentarse, al lado de Bastien. Este no dijo ni una palabra, miró fijamente a la criatura, intentó captar un rostro, una mirada, sin conseguirlo: la forma no mostraba nada palpable, estable, a lo que aferrarse.
Un gracioso movimiento desvió su atención, y se volvió hacia una de las sombras que se habían quedado en segundo término; otra forma se deslizó, una tercera, una cuarta… Niños, niñas, con la lentitud de una suave música de tonalidades nostálgicas, siguieron en procesión al que había servido de avanzadilla, se acercaron, vacilantes. Antes de tomar asiento, a su vez, alrededor del pentáculo.
Ahora, las lágrimas inundaban las mejillas de Bastien, lágrimas venidas de ninguna parte, o más bien de lo profundo de sí mismo, un abismo aún inexplorado. ¿O quizá fuera que la tragedia de los niños de Laville-Saint-Jour era contagiosa, conmovía a todo aquel que se aproximaba a ellos? En todo caso, comprendió que no estaba solo… en absoluto. Los hijos y las hijas de la niebla habían ido allí para ayudarlo, para abrirle sus brazos, reconocerlo como uno de los suyos. Ahora podía empezar la sesión.
Bastien observó que el vaso… trepidaba bajo su dedo. Tras sorberse los mocos para tragarse las lágrimas que lo habían sorprendido, dijo en voz alta:
—Espíritu, ¿estás ahí?
El vaso se deslizó.
SÍ.
—¿Quién eres?
El vaso se dirigió hacia un grupo de letras, estuvo a punto de detenerse sobre la P, pero…
NO.
Bastien lo había notado: como la vez anterior, el que había respondido a su llamada no estaba solo. Otra presencia estaba entre ellos… Un censor.
Alrededor del círculo, la masa compacta pareció sacudida por una tormenta y, entre la nebulosa en movimiento, Bastien creyó percibir unos rostros deformados por la ira, bocas abiertas como para gritar, protestar. Volvió al vaso.
—¿QUIÉN ERES?
Bajo el dedo, el vaso luchaba entre dos fuerzas: una que tiraba de él hacia las letras, otra que lo retenía en el rectángulo del NO.
Las sombras blancas se movían ahora: las criaturas formaban una única, que daba vueltas indignada. Y se produjo lo impensable: las sombras blancas gritaron. El grito de una sola voz compuesta de centenares, un rugido que se elevó directamente en las tripas de Bastien, en su cabeza… Un largo aullido de rabia, mientras los niños se arremolinaban en torno al vaso y Bastien, que se hizo más fuerte, y más aún. De pronto, mientras una de las presencias luchaba por fijar el vaso delante del NO, cuatro cuadraditos de letras volaron solos para componer una palabra, en el centro del pentáculo:
PAPÁ.
El mundo se detuvo alrededor de Bastien, el vaso estalló, las sombras blancas se detuvieron en su lugar como si nunca se hubieran movido, y el grito se convirtió en lamento, un prolongado lamento, un suspiro desconsolado, compasivo y caluroso. Luego el silencio.
Bastien miró las letras, que se mezclaban ahora con pequeñas esquirlas de cristal: los cuadrados blancos destacaban sobre un fondo rojo, rojo como su emoción, su desesperación, esa verdad insoportable. Cuando perdió el conocimiento, no fue una voz lo que oyó en su cabeza, sino un rostro lo que vio, un rostro que se inclinaba sobre él como un hada sobre una cuna. Un rostro sin piel, sin nariz, sin labios… Una masa informe de carne blanca que una y otra vez le recordaba:
«-Algún día sucederán cosas terribles…»
«R
ecoger a mi hijo y marcharnos… recoger a mi hijo y marcharnos… recog…
¡ALTO!» Audrey cerró los ojos por un momento, volvió a abrirlos para intentar recuperar la calma. Sin conseguirlo: no conseguía centrarse en otro pensamiento desde su visita a Hecticon. Tras haber visto a Joce entrar después de ella, tras haber intentado encontrar una razón legítima a su presencia allí —¿podía ejercer funciones jurídicas razonablemente en el seno de la empresa?—, había terminado por imponerse una lógica un poco retorcida: Cléance Rochefort conocía perfectamente la situación de Audrey; Cléance Rochefort había proferido amenazas apenas veladas; Joce conocía a Cléance Rochefort; Joce no quería a su hijo; Joce estaba dispuesto a todo para hacerle daño a ella; Joce, o Antoine, o ambos, u otra persona relacionada con él /ellos se encontraba(n) bajo la ventana de su cocina la noche anterior y la vigilaba(n) hacía ya varios días… ¿Cómo se combinaban las diferentes premisas para formar una sola? No lo sabía, pero por ahora le daba igual: todo aquello tenía por fuerza que tener algún sentido. De manera que, en tanto encontraba una salida, después de andar vagando por las calles de Laville y haber dejado un mensaje falsamente lacónico en el contestador de Nicolas le Garrec, acababa de aparcar delante del colegio de David. No tenía otra opción: a pesar de los riesgos judiciales, debía recuperar a David. Protegerlo teniéndolo a su lado, al menos de momento, el tiempo suficiente para ver las cosas con más claridad.
Miró por el retrovisor: diez, veinte veces lo había comprobado esa mañana. Nadie. Bueno, hasta donde la niebla le permitía asegurarse de ello.
Cuando juzgó que el camino estaba expedito —maldiciéndose por esa repentina paranoia que ya no lograba controlar—, bajó del Clio y cruzó el portal pintado de un alegre azul, sobre el cual se leía: Los Herrerillos, escuela primaria. Penetró en el vestíbulo con el corazón encogido, pensando que no había acompañado a David ahí en su primer día de clase en Laville-Saint-Jour, que ni tan siquiera había llegado a ver el interior del edificio, cubiertas sus paredes con dibujos de niños y taquillas de colores.
Buscó la secretaría, luchando aún contra la respiración que le faltaba, la urgencia que nublaba cualquier facultad razonadora. Tomó aire antes de empujar la puerta de la secretaría de Los Herrerillos, para presentarse, sonriente, luminosa, y explicar a la secretaria con la mayor tranquilidad posible que un asunto familiar la obligaba a llevarse a David antes de terminar las clases de la jornada. Esta la escuchó educadamente, con la comprensión justa en la sonrisa en semejante circunstancia y con un brillo sospechoso en la mirada. Finalmente, la encaminó hacia el despacho del director.