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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

Una voz en la niebla (23 page)

BOOK: Una voz en la niebla
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—¡Shhh! —replicó Christophe—. Que nos van a pillar.

El parque, de por sí prohibido a monopatines y
skaters
por el día, permanecía cerrado al público durante la noche. No le hizo falta más a Mansard, quien nunca andaba escaso de ideas retorcidas, para proponerles esa expedición nocturna: «Una vuelta, por la noche, con linternas… buah, ¿a que mola?».

—Tú no estás bien, tío. Parece que te acabaras de cagar en los gayumbos… ¡y que ya antes no estuvieran del todo limpios!

Tipierre se partió de risa: Tipierre era el fan número uno de su hermano y sus chistes de a un euro.

—No querría que me pillaran —explicó Christophe—. Yo vigilo, no vaya a ser que nos vean.

El otro se encogió de hombros.

—Bah, lo que es aquí, como no te cruces con un fantasma…

Christophe intercambió una mirada fugaz con Tipierre.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el chiquillo con voz vacilante.

—Bueno, ya sabes… —De pronto puso cara de conspirador—. Ya sabes lo que dicen, ¿no? Que el bosque del parque está encantado…

Nueva mirada entre los dos gallinas.

—… Aquí es donde encontraron al primer crío cuando el caso Talcot… Tú no puedes acordarte, no sé si ya andabas siquiera. Pero tú no lo has olvidado, ¿verdad?

Christophe no respondió.

—Al chaval le hicieron cosas horribles. Y según parece, su alma anda todavía por aquí. Bueno, solo en invierno… Entre la niebla. Sí, se dice que el crío se esconde entre la niebla. Él y otros… Porque los niños, cuando los matan así, se quedan para siempre donde han muerto. Y a veces, si te pasas por aquí de noche, cuando bordeas el parque, está ahí, justo detrás de la verja. Sobre todo en noches como la de hoy, en que la luna brilla mucho y la niebla casi tiene… luz. Entonces se lo puede ver. Es como una sombra… pero blanca del todo. Sí, una sombra que sangra… Que sangra y que sonríe también. Y cuando te sonríe, no debes mirarlo. ¡Si lo haces estás listo! Eso es que quiere que juegues con él. El problema es que no tiene ojos porque en su día se los arrancaron. Solo dos agujeros rojos. Por lo que hay que guiarlo… por eso siempre quiere que haya alguien con él.

Silencio.

—¿No lo sabías, chatín?

Bruno estalló de risa. Sin preocuparse por los demás, sacó de la mochila el material: una linterna de las de colocarse en la gorra, y otra para llevarla en la mano.

—Bueno, colegas, ¿vamos o qué?

No esperó la respuesta, soltó un «¡¡¡¡Yeeeaaahhhh!!!!» y saltó sobre su
skateboard
para lanzarse por las alamedas del bosque del parque.

Tipierre miró de reojo a Christophe, luego decidió seguir a su hermano pisando a fondo para alcanzarlo: el mayor tenía las piernas fuertes y el equilibrio asentado.

En un santiamén, Christophe se vio solo.

Echó un último vistazo a su alrededor. Oscuro y neblinoso…

De repente, sintió una punzada en el corazón al pensar en su madre, quien creía que estaba a salvo entre algodones, jugando al Monopoly en casa de los Mansard, o incluso durmiendo, dada la hora que era. Le asqueaba mentirle y se sentía culpable.

Ante él, unos veinte metros más allá de la curva, el ruido plano de los otros dos monopatines se iba abriendo camino. Era un asfalto de primera, sin socavones, impecable como el del paseo del parque.

Finalmente, se resignó, o más bien, decidió que prefería unirse a sus colegas a esperar solo en la verja («… Sí, a veces está donde la verja, y si te sonríe, con sus dos agujeros rojos, vas listo»). Sujetó la linterna al casco, se lo puso, inspiró una bocanada y se lanzó.

Siguió a sus amigos y se dejó embriagar, llevado por la sensación, durante unos deliciosos minutos: la adrenalina que corría por sus venas le provocó, como siempre que hacía
skate
así, un poco
hardcore
, una euforia inenarrable. Diseñado como un óvalo, el parque estaba rodeado de paseos por los que ir en bicicleta, y atravesado por caminitos de menor calidad que cortaban por el bosque. Bruno tenía razón: verdaderamente estaba… genial lo de tener todo ese espacio a su disposición. Hasta la oscuridad, un punto opresiva poco antes, exaltaba las sensaciones. No se arrepentía de la aventura: patinar así, de noche, era otra cosa… Un «voltio» totalmente diferente de un eslalon, o hasta de una bonita excursión.

A su derecha, escuchó la risa de los dos hermanos. Santo Dios, ¿por dónde iban?

Vio un camino que atravesaba el bosque, con el asfalto un poco irregular. Seguro que por aquel atajo podría alcanzarlos: porque al fin y al cabo, tenía ganas de compartir con alguien ese momento de flipe.

Se adentró por él, a la buena de Dios, ligero. Aceleró el ritmo un poco más… Los haces de luz iban como locos, atravesaban la bruma para iluminar brevemente un tronco de árbol, la hojarasca, un pedrusco para evitarlo por los pelos… Era increíble poder flipar con una cosa así en medio de la ciudad, ¿no?

El viaje terminó brutalmente: un viraje seco, un alquitrán con demasiado guijarro, una raíz en la carretera… Derrapó a toda velocidad, rodó contra la grava, y fue a aterrizar, grogui, al pie de un banco de piedra, uno de esos banquitos que jalonan los paseos. Las luces volaron por los aires… Y la noche cayó con un ruido sordo.

Primero sintió el dolor en la cadera con la que había caído, luego se extendió por toda la pierna. También tenía dolorida la muñeca, por no hablar de las palmas de las manos, raspadas y ensangrentadas. A tientas, trató de traspasar la niebla, siempre más densa cerca del suelo, para recuperar las linternas. Fue en vano.

A duras penas logró alzarse sobre el banco para tratar de volver en sí. Echó un vistazo alrededor. Se encontraba en una especie de claro, en pleno corazón del bosquecillo. En la noche, escuchó el «¡yeaaahhh!» alegre y sin complejos de Mansard.

Trató de situar a sus amigos: es cierto que oía risas confusas, el roce de las ruedas sobre el asfalto… Pero ¿dónde?

—¿Eeeh?

Los llamó, con la voz insegura, siempre preocupado por que lo pillaran.

No obtuvo respuesta. Sintió un escalofrío. Todos sus ardores se le habían congelado con el golpe. Tenía frío.

Debía encontrar las linternas a toda costa. Esperó un rato hasta que se habituó a la penumbra, esa penumbra clara tan extraña, tan blanca, que te acariciaba siempre en las noches de luna llena como aquella.

Bueno, tratar de caminar, buscar el
skate…
. Se paró a pensar, esforzándose en no dejarse dominar por el pánico. Tras la caída, el
skate
había salido disparado… ¡hacia la izquierda! Sí, en medio de la confusión, recordaba haber visto el monopatín salir disparado entre los árboles. Con linterna o sin ella, ANTE TODO tenía que recuperar ese
skate
. Era nuevo. Le había costado meses de paga, más un extra de cumpleaños porque quería lo mejor de lo mejor, los mejores rodamientos, ruedas antichoque… No era plan de dejarlo ahí hasta el día siguiente.

Se armó de valor y salió de la avenida. Trastabillando, se adentró en el bosque, en la noche: allí donde la bruma ya no llevaba consigo un poco de la claridad lunar. Unas ramas crujieron bajo sus pies y se estremeció. Joder, si tan solo hubiera encontrado al menos una de las dos linternas!

Entornó los ojos tratando de distinguir algo: un monopatín lleno de colorines (era nuevo, aún no había borrado los dibujos con las suelas), tenía que dejarse ver, ¿no?

De pronto, llamó su atención un fragmento rojo de algo en el suelo. Rojo. ¿Había algo rojo en el monopatín?

En el suelo, el trozo de lo que fuera brillaba, como si la luna hubiera atravesado el bosque para proyectar sobre él un rayo escarlata y frío.

No, no era su
skate
. Pero movido por una voluntad que no le pertenecía, Christophe empezó a agacharse para entender. A pocos metros, crujió una rama.

Se le encogió el corazón. ¿Una broma pesada de los otros dos? Se quedó petrificado, aguzó el oído, volvió la cabeza… Nadie: nada de ojos que brillan por la noche, nada de monstruos amenazadores. El leve crujido de una rama a su izquierda lo mantuvo en alerta, pero no vio nada. Una ardilla, quizá…

Finalmente alargó la mano.

Sus dedos sintieron un objeto frío, duro y cortante. Todavía en cuclillas, lo examinó. Solo era un fragmento de espejo. Agudo, afilado como un puñal —podría haberse cortado— y manchado… de rojo.

¿Sangre?

Notó cómo se le erizaba el vello del todo el cuerpo y el pelo de la cabeza, y un miedo indecible le atenazó de pronto el corazón.

Un niño muerto hallado en el parque… El recuerdo, todavía confuso unos minutos antes, presentaba ahora contornos bien definidos y le cortó la respiración. ¿Qué edad tenía él por aquel entonces? ¿Seis años, quizá? Comprendió por qué el bosque del parque le producía ese malestar difuso: durante meses, cada vez que iba por allí, no había podido evitar pensar en aquel niño hallado bajo la hojarasca, muerto entre torturas (cuáles, nunca llegó a saberlo, pero circulaban los peores rumores: ¡después de arrancarle los ojos, le habían extirpado los órganos para traficar con ellos como con los niños de Sudamérica!). En lo más recóndito de sus miedos de niño, siempre había temido, al ir a buscar la pelota que se perdía en la espesura cuando jugaban al voleibol, y descubría la cara macilenta y sin ojos de un fantasma: ¿se puede descansar en paz cuando la vida te reserva semejante muerte? Se imaginaba, no sin cierta delectación masoquista, que aquel niño lo esperaría en el bosque, sucio, con el rostro pálido y las órbitas vacías, que alargaría la mano para hacerse con la pelota. En cierto modo, Mansard se equivocaba: esa historia del fantasma no había circulado nunca. Christophe no la había oído jamás; aquellas cosas de formas blancas en la niebla, y todo eso… Y sin embargo, latía en la memoria de todos los niños de Laville-Saint-Jour, sin que nadie se la hubiera contado nunca. Al igual que estaban asentadas, con la inercia de un cadáver, las imágenes de sus padres aterrados ante el televisor, mientras las cámaras mostraban este o aquel barrio de Laville-Saint-Jour, los titulares de los periódicos que se exponían de camino a la escuela, los rostros asombrados de las amas de casa al enterarse de que se había incoado una investigación en el colegio…

De pronto, lo envolvió un frío mortal. Sintió una presencia a su espalda.

¿Bruno? ¿Tipierre? ¿Una cara blanca con dos agujeros sangrantes?

«… me han arrancado los ojos… ¿no quieres jugar conmigo?» Silencio. Ya no se oía ningún ruido en el parque, ni el de las risas de sus amigos a lo lejos. Esperó aún unos segundos, casi en equilibrio, a pesar del dolor que sentía en todo el costado derecho. Una ráfaga de aire fresco agitó los arbustos, los árboles se estremecieron, la niebla experimentó un sobresalto… Luego todo volvió a ocupar su lugar, como en un decorado.

Petrificado, todavía en cuclillas e incapaz del menor movimiento, observó el trozo de espejo en su mano. Su propio reflejo, desfigurado por el miedo, la penumbra y la bruma, aparecía marcado con la sangre seca del espejo.

Y entonces comprendió que todos estaban equivocados: porque la sombra que había detrás de él no era blanca… sino tan negra como la noche más oscura.

El grito se alzó poco después. Partió de la verja que cerraba el bosque del parque todas las tardes desde las siete y media, se enroscó alrededor de uno de los barrotes, dispuesto a escaparse, se enganchó a una voluta de bruma, se hinchó en el aire, se arremolinó un momento, vacilante, para avanzar después por las desiertas e impecables avenidas del paseo del parque. Revoloteó de casa en casa, estridente y cristalino, pues pertenecía a un chico de catorce años en plena muda, aunque en ese momento no tenía más de cinco. En el Saint-Exupéry, el grito se amplificó por los porches, cruzó las aulas adormecidas, resonó por los corredores y crujías del antiguo convento convertido en instituto…

Desde allí, tomó impulso hacia el centro de la ciudad, deslizándose sobre las ondas de niebla como un surfista, giró por la plaza Washington, zigzagueó entre las gárgolas que se alineaban en los contrafuertes de San Miguel con su bella iluminación blanca. Cruzó así Laville-Saint-Jour como una luciérnaga, saltarina y apresurada, por las calles vacías y en calma, bajo las farolas anaranjadas y los jardincillos oscuros. Hubo quien lo oyó —pero nada, tan solo un susurro, un grito subliminal en sus sueños—, otros ni siquiera lo percibieron. Y sin embargo, aquel era un grito del más absoluto terror.

En el bosque del parque, Bruno Mansard, presa de un ataque de nervios, contemplaba el cuerpo de su amigo, empalado en lo alto de las verjas bajo una luna argéntea, suspendido en el aire a diez metros del suelo. En alguna parte, un resto de conciencia repetía: «¡Aún está vivo! ¡Aún está vivo!», pues el cuerpo se veía agitado por convulsiones y Mansard escuchaba los estertores viscosos, sentía en el rostro las salpicaduras de la sangre que manaba por encima de su cabeza a borbotones… Gritaba de horror, pero también de incomprensión: ¿cómo era posible… aquello: el cuerpo de su colega Christophe ensartado por cuatro picos? ¿Qué había pasado? ¿Qué fuerza había podido levantarlo de esa manera? En algún momento, tendrían que haberse cruzado, encontrado en algún lado…

¿Entonces?

Entonces, Mansard, al pie de la verja, gritaba, gritaba hasta quebrarse la voz para siempre, mientras entendía de manera confusa que ya nunca podría escalar aquella verja para salir, que estaba atrapado, con aquel cuerpo sobre su cabeza… Y, por todos los santos, ¿dónde se había escondido Tipierre?

Entonces, en su letargo, Bastien soñó con una pantalla por la que discurrían unas palabras, LAS palabras, las revelaciones —¿las verdades?— de «Julesmoreauquieresertuamigo…»; y en el silencio del pequeño taller donde Caroline Moreau estaba pintando, un chorro rojo marcó su última nube como una cuchillada. Una nube tan negra como la noche más oscura…

Entonces, Bertegui dejó escapar un suspiro de sonámbulo —una tregua— que despertó suavemente a su mujer y la sorprendió, pues su Jabalí no hablaba nunca en sueños, ni siquiera roncaba. Y el lápiz de Suzy Belair se rompió, aun cuando solo estuviera trazando un aspecto que unía a dos planetas en una carta astral.

Entonces, un escalofrío sacudió a Audrey en la terraza de los Rochefort y, mientras observaba la inmensa ruina negra que tenía ante sí, fugazmente atravesada por una luz amarilla, fue presa de un pánico irracional: «si llegara a sucederle algo a David, me moriría…». Y en la propia fiesta, la música se cortó de golpe y se instaló un silencio que duró varios segundos. Sí, en todas partes, villenses en sus camas, en sus sueños y sus pesadillas, se agitaban un poco, daban vueltas, mascullaban… y se susurraban a sí mismos, entre las nieblas del sueño, con sus cuerpos helados pese a la tibieza de las sábanas: en el fondo, siempre lo supimos… Algo no había muerto… No, algo… sobrevivió.

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