Una voz en la niebla (27 page)

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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

BOOK: Una voz en la niebla
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—Yo… yo no creía —continuó ella mirando fijamente las Puma que llevaba—, bueno, ya sabes a qué me refiero, lo de la señora Miller. ¿Ha dicho algo?

La chica lo miró de través, contrita. Bastien suspiró.

—No, la verdad que no. Se ha dado cuenta de que algo va mal. Y se ha dado cuenta de que tenía relación con mi hermano.

—Tiene razón —le cortó tajantemente. La otra Opale acababa de tomar el relevo: la que parecía tener cinco años más que Bastien y que le hacía sentirse como un auténtico crío.

—¿Razón, por qué? —preguntó.

—Hay algo que chirría. Y que chirría de narices.

—¿Has leído todo?

—Sí… vaya cague, qué
creepy
. (Había adoptado su expresión.) Al principio… parecía más bien una broma pesada. Pero… lo he releído varias veces. Da unos detalles… detalles precisos, además. Porque todo lo que dice es cierto, ¿no?

Bastien lo confirmó asintiendo con la cabeza.

—Y encima habla de mí…

Evidentemente, eso no se le había pasado por alto a Bastien.

«Tienes una amiga nueva en el colegio. Se llama Opale. Es guapa. Mucho.»

—¿Dónde está el resto? —preguntó Opale.

—¿El resto? ¿El resto de qué?

—De tu chat.

—No continúa.

Opale se volvió totalmente hacia él.

—¿Cómo que no continúa?

—No. Lo corté. Corté la conversación. Y lo he bloqueado. Ya no puede ponerse en contacto conmigo.

—¿Que la cortaste? Pero ¿por qué?

Sencillamente porque había tenido miedo. A medida que las palabras de julesmoreau desfilaban en la ventana del Messenger, un terror glacial se había adueñado de él. A su pesar, se había formado poco a poco una imagen en su mente: la de un bebé de dieciséis meses en un sótano —¿por qué un sótano? Lo ignoraba—, tecleando en un ordenador, con un destello en la mirada de pura inteligencia, fría y antigua. Su hermano reencarnado en… una criatura. De nada servían todas las palabras tranquilizadoras del mundo. Porque desde que llegó allí, era eso lo que lo había atormentado. Una amenaza… La sensación de una amenaza. Apremiante y, desde que la niebla había caído, omnipresente.

Laville-Saint-Jour te quiere… y te tendrá.

En una serie estadounidense, seguramente habría tenido por amigo a un genio de la informática capaz de seguirle la pista a julesmoreau desde el Messenger, con su dirección IP o algún otro de esos trucos mágicos de la electrónica. Pero Bastien no tenía ningún as en la manga. Nada… salvo pesadillas. De las que, al despertar, no le quedaba nada, excepto el recuerdo de una sombra, una sombra negra con el rostro macilento presente en todos sus sueños y que vivía desde entonces con él. Y también la sensación de conocer ya Laville-Saint-Jour. De una manera confusa, inmaterial: no como un recuerdo concreto, sino… como una idea. O una imagen.

¿Una visión?

Nada agradable en cualquier caso.

Pero no eran cosas que hubiera podido confesar a Opale, ¿verdad? Así que las eludía, como hacía de mala gana tan a menudo desde el primer día con ella… y desde hacía meses, años, de todas maneras, en todas partes y con todo el mundo.

—No quería darle ese gustazo… El de escucharlo, digo.

—Te has equivocado —determinó ella.

Bastien no pidió que le explicara por qué: la cosa caía por su propio peso. Romper todos los vínculos con julesmoreau era privarse de oportunidades de descubrir su verdadera identidad.

Pero ¿era eso tan importante?

—¿Por qué querías leer esta conversación con tanto ahínco? —preguntó de pronto.

Una sonrisa dolorosa deformó los rasgos de su amiga.

—Algún tiempo antes de su muerte, mi hermano pasaba mucho tiempo en internet… Sobre todo en el Messenger: lo sé porque lo veía conectado desde el ordenata de mi habitación (y Bastien se figuró que los padres de Opale debían de tener mucho dinero para permitirse tener ¡un PC en cada habitación!) . Y sé que recibía mensajes extraños porque una vez me lo contó. Bueno, no directamente. Solo me dijo algo así como: «No te fíes de internet, hermanita… A veces te enteras de cosas que no querrías saber nunca… nunca». Y no me lo soltó en plan de broma. Parecía triste. Desolado, diría.

«Cuando murió, no encontramos nada, aparte de esa extraña nota sobre su ordenata… bueno, la frase, ya sabes. Pero no entendimos nada… De todos modos, ni siquiera creo que mis padres hayan indagado en serio —añadió para sí misma—. Por eso, cuando me hablaste de esa historia, pensé que, quizá… no sé; guardaba alguna relación. Se me encendió la bombilla. El PC… El Messenger…

Permanecieron en silencio hasta que sonó la campana, antes de volver a clase, sin decir palabra, tan abatido el uno como la otra, tanto por su conversación como por la perspectiva de una clase de mates con el señor Dupuis, un científico iluminado que planteaba la redacción de cada ejercicio como si se tratara de deberes de francés y aderezaba sus clases con eructos contenidos y vaharadas de un aliento infecto.

Decididamente, pensaba Bastien mientras bordeaban una arcada, las conversaciones con Opale nunca versaban sobre OT o la última parte de la trilogía de los X-Men.

Ya casi habían llegado a la puerta cuando su amiga se volvió de pronto hacia él agarrándolo del brazo.

—¡Puede que se trate verdaderamente de tu hermano! —susurró; pero sus ojos verdes refulgían de repente con un fervor religioso—. ¡Sí, puede que sea él de verdad, y hay un medio de averiguarlo!

Bastien la miraba de hito en hito, enmudecido de asombro.

—Esta noche… se lo preguntaremos a mi hermano.

—Pero… pensé que solo tenías un herm…

Se llevó el índice a los labios para instarle a que se callara.

—Chist… esta noche. Espera a esta noche.

Después se metió precipitadamente en su aula.

Capítulo 28

B
ertegui experimentó una inmediata antipatía hacia el hombre que tenía delante: el físico de actor de segunda fila, el apretón de manos comercial, la mirada sin calidez… Solo su traje recibió la aprobación del inspector: el paño de lana fresca le caía perfectamente a su silueta atlética (lo que, por otra parte, no dejó de molestarle, dado que él se veía obligado a arreglar, retocar y coger dobladillos aquí y allá para que le entraran los hombros y la barriga).

—No entiendo del todo bien sus preguntas —repitió Antoine Rochefort—. ¿Por qué busca usted informaciones sobre Odile le Garrec?

Bertegui se vio a sí mismo sentado en un despacho de un minimalismo amanerado que le desagradaba tanto o más que su interlocutor.

—Quiero decir: no entiendo del todo bien las razones de su presencia… No sabía que la policía investigaba la muerte de Odile le Garrec. La creía víctima de un infarto.

—Y así es —confirmó Bertegui, incómodo, porque era consciente de estar actuando en el caso por su cuenta y riesgo—. No obstante, tenemos uno o dos puntos oscuros que esclarecer…

—¿Y qué relación tiene eso con el Saint-Ex?

Bertegui se sorbió la nariz. Todavía irritado. También perplejo. Los testigos que hacían preguntas en lugar de responderlas, acababan resultando sospechosos al final.

Ni las revelaciones ni los misterios de la hermana de Odile le Garrec le habían ofrecido pistas concretas. Pese a todo, se había enterado de que esta durante la mayor parte de su vida laboral había trabajado básicamente en aquel centro.

—No creo que haya la menor relación directa. Tan solo necesito información relacionada con su antigua empleada. Con su pasado para ser más precisos…

Nueva elevación de ceja. Alisado de corbata con dos dedos bien alineados. Aire dubitativo.

—Le aseguro que… ni siquiera sé si tenemos algún expediente. Vaya, se marchó de aquí hace ya años. Unos diez, creo. Sí, eso es: un año o dos después de que yo llegara aquí. Si la memoria no me falla, trabajaba a tiempo parcial, aunque no podría jurarlo. Por lo demás, es cierto que formaba parte del personal de administración, pero no trabajaba directamente bajo mis órdenes.

—¿No sabe nada de su vida por aquel entonces?

—¿Su vida? ¡Santo Dios, no! Nicolas, bueno, su hijo, fue compañero de clase mío, y la conocí por ahí… Y aquí también, de hecho.

—Ya veo. En tal caso, al menos me podrá poner en contacto con alguno de sus colegas de entonces…

—No.

Bertegui sintió cómo el frío se abatió entre las cuatro paredes de piedra.

Rochefort se levantó, se alisó la corbata.

—Como ya sabrá —comenzó mientras iba hacia la ventana—, han cambiado muchas cosas desde que llegué al Saint-Exupéry Venga…

De mala gana, Bertegui se llegó hasta donde estaba, junto a la ventana.

—Ya ve: el Saint-Ex es un lugar único, que amo con pasión. Sin duda porque me recuerda mi juventud…

En cualquier momento, pensó Bertegui con sorna, me va a echar la mano por el hombro, me va a llamar Claude y va a rememorar los viejos tiempos.

—He sido muy feliz aquí… Y querría que mis alumnos también lo fueran. ¿Ve usted? Hemos revocado… blanqueado todo el colegio. También lo hemos ampliado: más allá del patio están las instalaciones deportivas. Hay pistas de tenis ahí, justo detrás de ese edificio… Y una piscina cubierta. En definitiva… el Saint-Ex ya no es el colegio de antaño.

Bertegui golpeaba impaciente con el pie.

—De hecho… también cambié al personal. Los hay que se jubilaron, claro. Y quienes… encontraron otro empleo.

Rochefort guardó silencio, como para permitir al policía que se emocionara ante el formidable trabajo acometido allí.

—¿Quiere decir que ya no queda nadie de aquella época? ¿Ningún miembro del personal de cuando asumió usted la dirección del colegio? Además, ¿es usted director o… bueno, a quién pertenece?

—A mi mujer —soltó Rochefort chascando la lengua en un gesto que lo mismo podía expresar satisfacción que fastidio—. Y no, se lo garantizo: no queda nadie…

Rochefort se acercó a la puerta. «Es todo un artista», se dijo fríamente Bertegui: no solo el director del Saint-Ex se dedicaba a marear la perdiz con sus recuerdos, sino que además lo despedía con la misma suavidad que si lo estuviera invitando a una fiesta en su jardín. Su actitud confirmaba la impresión que Bertegui tenía desde que llegó: nadie quería hablar del pasado de Odile le Garrec. Y la verdad sea dicha, en Laville-Saint-Jour, nadie quería hablar del pasado a secas.

El hombre con hechuras de modelo tenía ahora la mano en el pomo de la puerta.

—Ya veo. Dígame, señor Rochefort, si consultara sus registros con atención, ¿puede ser que descubriera que la mayoría de los… idos… se marcharon más o menos en la época del caso Talcot?

Rochefort no pestañeó, no perdió la sonrisa.

—Si así fuera, no veo en absoluto la relación entre el Saint-Ex, o más bien la manera en que dirijo este centro, y… y eso de lo que acaba de hablar.

Bertegui asintió con la cabeza.

—No, ya me supongo —masculló—. Ya me supongo… De todos modos, y puesto que no quedan ya viejos empleados a su servicio, ¿quizá me puede poner en la pista de alguno de los… idos? Me imagino que no se habrán marchado todos de Laville-Saint-Jour después de su despido, ¿verdad?

«Veré lo que puedo hacer… le haré llegar una lista…» La respuesta glacial de Rochefort perseguía a Bertegui mientras se dirigía al patio. Al salir de la secretaría, hizo ademán de pegar un portazo, pero el pesado batiente se resistió, sostenido por un freno, con lo que su malhumor alcanzó cotas insospechadas. Echó a andar por la pequeña avenida arbolada que conducía un poco más abajo al patio principal, maldiciendo la ley del silencio vigente en aquel lugar, y luego se dirigió hacia el propio patio, ciego al espectáculo que ofrecía. De todos modos, no había nada en el Saint-Ex que le hiciera gracia.

Estaba ya a medio camino cuando una mancha de color detrás de una ventana atrajo su atención: ¡no había tantas en el Saint-Ex!

Una mancha… naranja. Un color que había visto… ¡dos horas antes!

Estiró el cuello y vio un curioso moño de color naranja; se detuvo.

Una camarera detrás de una barra. Una cafetería. ¿La mujer que estaba en el entierro de Odile le Garrec? Sin vacilar, empujó la puerta. Al contemplar el moño zanahoria y el maquillaje demasiado rosa, a Bertegui le vino el súbito recuerdo de la Doctora Ruth, la sexóloga estadounidense que en su momento había tenido un programa en la tele y prodigaba consejos sobre penes y clítoris con un impagable acento yidis neoyorquino.

Sí, tenía que ser la mujer del cementerio. Porque, vamos a ver, ¿cuántas había en Laville-Saint-Jour que lucieran una cabeza que era como un insulto a todas las promesas de L'Oréal, una especie de cruce entre Régine
[8]
y la Doctora Ruth?

La camarera le sonrió cuando caminaba hacia ella, mientras echaba un vistazo a las tres mesas ocupadas: en una de ellas, cuatro hombres que estaban en medio de una discusión guardaban ahora silencio; en otra, un señor bigotudo de aspecto severo levantó la nariz del periódico que estaba leyendo; en la última, una guapa mujer decididamente a la última, que no le prestó atención y continuó concentrada en la pantalla del portátil que tenía ante sí.

Bertegui se sentó en la barra y pidió un café.

—¿No quiere un trozo de tarta? Es que las hago yo misma… —le informó la Doctora Ruth señalando unos pasteles de colorines glaseados en unos fanales de cristal.

Bertegui rechazó educadamente el ofrecimiento, con pesar. A su espalda, la conversación continuaba. Versaba sobre el equipo de Francia, Zidane, Domenech: el coronel que estaba un poco apartado fulminaba ahora a la mesa con un estremecimiento de reprobación en el bigote, y la joven continuaba tecleando en su ordenador. Encantadora, pensó Bertegui: un jersey de color crudo modelaba un pecho pequeño de curvas hermosamente trazadas, y su cabello de color miel, retirado con un gesto vago pero estudiado, revelaba unos ojos claros que se imaginó chispeantes.

—Aquí tiene…

Bertegui se dio la vuelta: tenía una taza humeante ante sí.

—¿Es usted el padre de algún alumno?

Bertegui sonrió: el Saint-Ex era un universo cerrado, y cualquier intruso suscitaba por fuerza la curiosidad.

—Quizá en un futuro —dijo—. Mi hija solo tiene ocho años.

—¡Oh!

Expresión de sorpresa que quería decir: «Pero entonces ¿quién es usted?».

—Si finalmente se decide, le puedo asegurar que estará bien aquí… no he trabajado en un colegio que lo iguale en calidad…

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