—Yo creo que sí que lo entiendes.
—km puedo sabr k eres Jules?
—Déjame pensar. A ver: cuando tenías dos años, mamá se cayó en el baño contigo en brazos y se rompió la clavícula. Sin duda eso te salvó… de lo contrario, podrías haberte dado un golpe mortal en la cabeza. Más cosas: tu clasificación mundial en el Top Spin es 680. Pero ya no juegas desde que morí… Bueno, casi nunca. En tu colección de cartas Magic tienes dos muy raras que cuestan mucho dinero. Una es el Roxx. La otra… ya no me acuerdo. Lo he olvidado. Mamá dejó de pintar después de mi muerte. La única vez que ha pintado algo, lo ha destrozado todo. Pero ahora va mejor. Bueno, ya vuelve a pintar. Tienes una amiga nueva en el colegio. Se llama Opale. Es guapa. Mucho. Estás sentado en una habitación donde hay colgados cinco cuadros de mamá. En el escritorio que tienes ante ti, está la pluma Mont-Blanc de papá que no te dejan tocar. ¿Estás ahí? ¿Sigues conectado?
—SI —¿Quieres algún otro ejemplo?
—NO!
—No te enfades. No quiero que te enfades. Estoy contigo. Siempre estaré contigo. Yo y los otros.
—xq as vuelto? xq kiers hablar cnmigo?
—Porque eres mi hermano. Y para contarte algunas cosas…
—k cosas?
—Perteneces a Laville-Saint-Jour. Por eso estás aquí. Lo sabes, ¿verdad?
—No.
—Yo creo que sí. Le perteneces. Laville-Saint-Jour te quiere. Y te tendrá. Pero no tengas miedo. Todo irá bien. Deja que sucedan las cosas. Déjate guiar por tu instinto. Siempre te conducirá a algún lugar seguro…
—… y estoy segura de que Opale nos va a recordar por qué Marius se fue y dejó a Fanny… ¿NO ES CIERTO, SEÑORITA CAMERLIN?
La alumna dio un respingo. Audrey, sin desatender su clase, seguía sus tejemanejes desde hacía unos diez minutos. Primero la había pillado mientras hacía rodar por el suelo hasta Bastien una nota hecha una pelota de papel y el chico, al recogerla, había negado con la cabeza. Pero Opale había insistido, apremiándolo con los ojos muy abiertos. Bastien había cedido: a su vez se había agachado bajo su pupitre y le había pasado unas hojas de papel dobladas en cuatro. Opale leía ávidamente desde hacía dos minutos escondiéndolas, mal, detrás de un libro.
Bruscamente interrumpida en su lectura, la alumna acababa de ponerse como un tomate, en algún punto de esa gama cromática que solo a los pelirrojos les está permitida.
—Esto… yo…
Audrey se llegó tranquilamente hasta ella: al pasar, advirtió el aspecto aterrorizado de Bastien e interceptó la mirada escrutadora de Mendel.
—¿Puedo ver lo que estás estudiando, que tiene pinta de ser mucho más apasionante que la trilogía de Marcel Pagnol?
Los bellos ojos verdes de Opale se abrieron de par en par y Audrey leyó en ellos un pánico que espoleó aún más su curiosidad, e incluso llegó realmente a inquietarla. La mirada de la muchacha se dirigió hacia las hojas que sobresalían del libro y luego hacia Bastien. «¿Qué hago?», parecía preguntar. Pero era inútil esperar una respuesta: el chico estaba hundido.
—¿… O prefieres leérnoslo en voz alta para que toda la clase se entere? —preguntó Audrey sin alzar el tono.
Gran suspiro. Mirada atravesada con promesas de venganza. Ruido al cerrar el libro. Le dio los papeles.
Audrey los abrió un momento. Desde las primeras líneas, las palabras le saltaron a la vista:
… Jules sta muerto, y Jules tnia 16 meses, n sabia ni ler ni scribir ni hablar…
—Ya sé que Jules murió. Yo soy Jules. Me atropello un coche. Un Mercedes… Azul marino. Estoy seguro de que cada vez que ves uno, piensas en mí…
Y más adelante:
—Era necesario. Era necesario que viniera. Con los niños de Laville-Saint-Jour.
Audrey hizo un verdadero esfuerzo por no seguir leyendo más. Y también por no revelar su turbación. Había reconocido un diálogo de Messenger impreso en papel. Un diálogo malsano, no el tipo de conversaciones que se supone tiene un chaval de doce años en un programa de correo de internet.
«Yo soy Jules. Me atropelló un coche.» ¿Qué había dicho Caroline Moreau a propósito del fallecimiento de su hijo? Fue víctima de un accidente… ¿Un accidente de coche? ¿Se trataba del… hermano de Bastien?
«Jules tnia 16 meses, n sabia ni 1er ni scribir.»
La recorrió un escalofrío. Volvió a doblar los papeles. Se giró un instante hacia Bastien: un intercambio de miradas de un segundo le reveló una vez más el desamparo que había descubierto en sus ojos cuando despertó de su pesadilla.
Volvió a su mesa. Se esforzó en retomar normalmente el hilo de su explicación —… Os recuerdo, pues, las razones que impulsaron a Marius a marcharse… —pero en realidad no estaba en lo que estaba. Por lo general apasionadamente implicada en su trabajo —seguía el programa, pero dando prioridad al estudio de grandes temas como la Amistad o la Guerra o la Infancia para iniciar a sus alumnos en la literatura, más que en el frío análisis de este o aquel texto, —ahora había puesto el piloto automático.
«… Jules murió… Yo soy Jules…»
Mientras explicaba, de nuevo captó la mirada de Mendel: una mirada impregnada de una tranquilidad que contrastaba con el nerviosismo que de ordinario percibía en ella. Una mirada dirigida a ella con toda calma, con la evidencia de… alguien que sabe.
¿Qué estaba pasando en la clase?
Audrey intuía elementos que se le escapaban. Y no eran en absoluto insignificantes. Hasta ahora no había encontrado explicación para que los laboratorios Hecticon se hubieran hecho cargo de Bastien, aunque a decir verdad, tampoco es que hubiera investigado mucho: su única pista pasaba por Antoine. No obstante, lo rehuía y no había respondido ni a las llamadas ni a los mensajes, con la esperanza de que acabara cansándose, de que acabaría por comprender. Y sin embargo, más que nunca, necesitaba entender las razones de la matriculación de Bastien en el Saint-Ex.
Sonó la campana y, por una vez, Audrey la recibió con alivio.
Mientras también ella recogía sus cosas, observó a los dos chavales por el rabillo del ojo: Opale parecía apurada al ir al encuentro de Bastien, quien tenía la mirada clavada en la cartera donde amontonaba libros y cuadernos como si no quisiera desvelar para nada su estado anímico a la profesora.
—¿Bastien?
Estaba ya en la puerta. Se detuvo mientras Opale salía. La clase estaba casi vacía y Audrey vio cómo un movimiento de hombros acompañaba un gran suspiro. Luego se arrastró hasta su mesa como quien subiera al cadalso. Resultaba casi cómico, con sus anchos vaqueros de talle bajo, tan grandes como para que cupiera un adulto en ellos, y los brazos caídos. Audrey, sin embargo, no estaba para bromas.
Cogió las hojas, que estaban sobre su mesa.
—Creo que esto es tuyo.
No hubo respuesta.
—¿Quieres hablar de ello? —preguntó.
Negó con la cabeza, sin tratar de engañarla… Había llegado el momento de dejarse de fingimientos e ir directamente al grano.
La profesora le entregó los papeles. Ya iba a cogerlos cuando ella se echó atrás. No podía resignarse a dejarlo marchar así.
—¿Jules… es el nombre de tu hermano pequeño?
A regañadientes, asintió con la cabeza.
—Pero no es él quien ha escrito esto, claro está.
Alzó finalmente los ojos hacia ella y la miró con fijeza durante mucho rato.
—No lo sé —dijo por fin.
Y extendió la mano para mostrar su impaciencia. Audrey cedió, desarmada por la respuesta.
Cogió las hojas y salió sin mirarla, sin decir gracias, sin despedirse. Ahora, a través de la ventana, lo veía alejarse para reunirse con Opale en el banquito donde los había descubierto unos días antes.
«No lo sé…» ¿Qué había querido decir con eso? ¡Era evidente que el interlocutor de ese diálogo no podía ser un… bebé! Ni siquiera un adolescente de la misma edad que Bastien. Audrey no era muy aficionada a todos esos programas de correo, Messengers, Yahoos… Pero, por luchar desde hacía años con alumnos que ensuciaban sus deberes con «xq» y «k» en lugar de «por qué» o «que», que habían desterrado las mayúsculas de su ortografía y que no sabían nada de cómo puntuar (por no hablar de la manía de poner punto y aparte cada dos por tres), controlaba más o menos las sutilezas literarias. Por eso una lectura, por breve que hubiera sido, de las respuestas del que se hacía llamar julesmoreau le había hecho ver lo evidente: era un adulto quien estaba al otro lado del teclado cuando Bastien se lo encontró en su ordenador. Un adulto que se expresaba en un francés correcto, sin faltas, sin abreviaturas… Y cuyos manejos, perversos, perseguían un fin que se le escapaba por completo.
B
astien se dirigía al banco, más furioso que abatido… Furioso contra la señora Miller. Contra sí mismo. Contra Opale.
Había sido ella quien había insistido en leer su copia de seguridad del chat con julesmoreau. Y él había cedido. ¿Por qué tenía que habérselo dicho?, se reprendía a sí mismo, mientras arrastraba sus zapatillas, su mochila, su cólera y su abatimiento hacia la culpable. La respuesta se resumía en tres palabras: incapaz de resistírsele.
Su «amistad» (aunque Bastien esperara mucho más) se había impuesto como una especie de evidencia: no solo coincidían en la mayoría de los intercambios de clase (ante las recelosas miradas de las amigas de Opale, quienes —Bastien estaba persuadido de ello— hacían comentarios del tipo: «pero ¿qué hace con ese don nadie?»), sino que se encontraban todas las noches en el Messenger para diálogos mucho más íntimos y personales que sus charlas en el Saint-Ex.
Así es como había hablado ella de sus padres («… siempre de viaje tratando de vender sus vinos por todo el mundo…»), de su tía («vive con nosotros y para abreviar, le pagan para que cuide de mí durante su ausencia, es decir casi siempre…») y de su hermano, por supuesto. Fue la propia Opale quien se lo encontró en el garaje. Y desde entonces le asaltaba un sentimiento de culpabilidad: «Es verdad que era reservado, pero al mismo tiempo, pasábamos mucho tiempo juntos. Así que no entiendo… por qué lo hizo, por qué me dejó sola… sin decirme nada».
Línea tras línea, se había abierto sin ambages, con franqueza, hasta tal punto de que Bastien se había arrepentido de guardar tan celosamente sus secretos. Porque él, en cambio, no soltaba prenda.
La noche anterior, ante sus lacónicas respuestas en el chat, casi ausentes, Opale había terminado por preguntarle si se encontraba bien. Bastien había sentido el impulso, quizá también porque la soledad empezaba a asfixiarlo, de soltar la verdad, al menos una verdad, y tecleó estas improbables palabras: «Mi hermano muerto desde hace dos años contactó conmigo por el Messenger hace unos días…».
Y ya está… Esa mañana había llevado la copia impresa del chat porque Opale había insistido en leerla. Pero no había previsto su impaciencia, cuyas razones no alcanzaba a comprender. Y aún menos, claro está, ese incidente con la señora Miller: ¡uno más!
—¿Eh? ¿Tienes un par de minutos?
Bastien giró la cabeza: César Mendel estaba apoyado contra uno de los pilares que sostenían las bóvedas. Solo, lo que no era su costumbre, pues no iba a ningún sitio sin sus dos esbirros, o incluso una pequeña corte siguiendo su estela.
Bastien se detuvo en seco. Desde el incidente del paseo del parque, los dos chicos se evitaban prudentemente. Pero Bastien no dudaba de que su enemigo aprovecharía la menor ocasión para vengarse, e incluso la provocaría. Circunspecto, echó un vistazo alrededor buscando a los dos secuaces. Se figuró que estarían escondidos no lejos de allí. Pero no: los halló ocupados riéndose por lo bajini en los porches con un grupo de chicas. Mendel se acercó a él.
—Solo quería decirte que lo siento mucho por lo del otro día…
Bastien se quedó boquiabierto.
—Sí, ya sé que te sorprende, pero… es en serio —susurró Mendel mientras le tendía la mano.
Bastien se quedó observándola fijamente como si le tendieran una trampa, luego volvió a mirar a Mendel: el pelo rubio, los ojos pálidos con pestañas ralas… La cabeza de un niño de primera comunión. O de un modelo de propaganda nazi. Y le sonreía.
Sin decir una palabra, porque no se rechaza la mano que te tienden, Bastien se la dio. Mendel la estrechó unos segundos. La apretó.
—No me va muy bien —musitó (al menos Bastien lo percibió, más allá del guirigay del recreo, como un susurro)—. Quiero decir últimamente… Quizá nos vayamos al extranjero y… bueno, en pocas palabras, por eso estoy un poco nervioso.
Bastien no daba crédito a sus ojos ni a sus oídos: Mendel, haciéndole confidencias, hablando de su estado anímico. ¿Dónde estaba el truco?
—Bueno, pues, ya está; no se hable más, ¿de acuerdo? —insistió Mendel.
Después le lanzó un guiño:
—Ya sé que la niebla tiene buen sabor, pero ¿estás seguro de que no quieres cerrar la boca?
Bastien parpadeó, volvió en sí.
—Sí, claro —soltó con aire desenvuelto.
—¿En paz?
Asintió con la cabeza.
—Vale, genial… ¿Ha habido algún mal rollo con la Miller?
Ahora, Mendel suscitaba confidencias; su madre habría dicho: «Te está tirando de la lengua».
—Eh…
Mirada de Mendel en dirección al banco. Opale los estaba observando.
—Vale, ya hablaremos otro rato… Me parece que te están esperando.
Soltó su mano y fue en ese momento cuando Bastien advirtió que la había mantenido apretada durante toda su conversación. Un puño frío y un poco húmedo al mismo tiempo.
—Bueno, nos vemos después —dijo Mendel mientras se alejaba, justo antes de aclarar—: Te voy a añadir a mi Messenger, ¿vale?
—¿Qué es lo que quería? —preguntó Opale.
Bastien se encogió de hombros. Imposible revelarle la verdad: ella no sabía nada de su aventura sobre patines con la banda de Mendel.
—Mi Messenger…
—Pues sí que tiene éxito tu Messenger, sí…
Bastien se sentó a su lado sin hacer caso del sarcasmo. El pequeño banco que había debajo del árbol se había convertido en su refugio. Cuando se encontraba en compañía de Opale, el Saint-Ex parecía desaparecer a su alrededor, el barullo de voces, de gritos, de timbres, le llegaba como un zumbido confuso entre la niebla. Aquella mañana, sin embargo, no estaba para demasiados romanticismos.
—Lo siento mucho —dijo Opale con una voz dulce que la redimía.
Contempló su bonito perfil redondeado —la frente arqueada, la boca de muñeca— con unas irresistibles ganas de pasarle la mano por el pelo, solo por ver si ese contacto se revelaba tan eléctrico como en sus sueños. Sintió que se desvanecía su enfado, que sus pulmones se liberaban de un peso. Olvidó sus dudas respecto a las excusas de Mendel.