A
udrey se detuvo ante el espejo. Se había puesto el famoso vestido
Instinto básico
color beis, el mismo que le había facilitado, al menos así lo creía, la obtención de aquel trabajo en el Saint-Ex, complementado en esta ocasión con un par de escarpines dorados, joyas, accesorios sofisticados… Sobre su rostro había aplicado
fond de teint
y polvos, había realzado sus labios con brillo, sombreado su mirada con ocre, resaltado sus pómulos con colorete. Su buena media hora de maquillaje, con los gestos pausados de una coqueta a la que le gusta emplearse a fondo. Lo había logrado plenamente, pero no obtuvo ninguna satisfacción: la jornada había sido agotadora y no era probable que la noche lo fuera a ser menos. El encuentro con la mujer de su amante… el «reencuentro» con Le Garrec después de la muerte de su madre —Dios, ¿qué iba a decirle?—, y aquellas palabras, aquellas frases, que seguían contaminando su pensamiento: «Se trata de Hecticon. Los laboratorios… ¿Los conoce? Ellos se ocupan de todo».
Desde su encuentro con los Moreau, los laboratorios Hecticon no habían parado de cruzarse en su camino: un anuncio en la contraportada de una revista que andaba tirada por su coche… Un tarro de crema con el que se había topado al abrir su cofre del tesoro, que era como llamaba al mueblecito en el que alineaba su neceser de maquillaje (y en el que había cantidad de tarros, tubos, vaporizadores casi intactos, entre los cuales se encontraba el Extrol Renew 6 de los laboratorios Hecticon).
Había recibido la información de Daniel Moreau como si se tratara de una bofetada: los laboratorios Hecticon se ocupan de todo. Enseguida había comprendido que… algo no funcionaba. Es decir, se podía llegar a admitir la generosidad del laboratorio con su personal (aunque desde que llegara al Saint-Ex, Audrey no hubiera oído hablar nunca del estatus especial de los hijos de empleados de Hecticon), pero ¿qué pensar de esas formalidades de inscripción de las que el laboratorio se hacía cargo tan diligentemente? ¿Y por qué Antoine sencillamente no le había explicado la situación?
Desvió su mirada del espejo, se detuvo un momento sobre una foto: ella con un niño de ojos claros a su lado que reía a carcajadas, delante de un árbol de Navidad de cuyas ramas colgaban paquetes dorados con lazos rojos y verdes. Joce había sacado aquella foto: su última Navidad feliz, dos años atrás… Justo antes de que su vida diera un vuelco.
Suspiró, se concentró de nuevo en la irrisoria preocupación del momento —la fiesta— y se dirigió a la cocina. No sabía a ciencia cierta cómo se supone que iba a ser: ¿Una cena? ¿Bufet? ¿Canapés? En todo caso, no era cuestión de ir a atiborrarse. Cogió una manzana del frutero, abrió el frigorífico para escoger un yogur y se acercó a la ventana que daba a la parte trasera de la urbanización, al pequeño aparcamiento que había abajo.
La niebla empezaba a caer y, de noche, el espectáculo hasta resultaba hermoso: el aparcamiento aparecía ahora nimbado con un vapor en el que bailaba la luz anaranjada de unas farolas como recubiertas de una pantalla de humo. La forma de los coches se difuminaba —ilusión de un rebaño de grandes animales durmiendo plácidamente— y los árboles, unos simples castaños ya sin hojas a las puertas del invierno, se alzaban ahora como criaturas misteriosas y exóticas…
La niebla, la noche, observó, difuminaba el hormigón y realzaba la vegetación, pero la vista no le gustó lo más mínimo, incluso le quitó el apetito. Dejó de mordisquear su fruta.
Se adentró con prudencia en el corazón de Laville-Saint-Jour. Aún no estaba familiarizada ni con las direcciones, a veces complicadas, a que forzaban las callejuelas del centro de la ciudad, ni con la conducción con una niebla tan densa, y trataba de mantenerse insensible al espectáculo que se ofrecía a su vista: una ciudad de provincias en el letargo de una noche de otoño, las formas un poco vagas de los edificios por la noche, la viva claridad de los focos rasantes en los muros de piedra tallada, los adoquines húmedos en los que, allí donde no llegaba la niebla, se reflejaba el hábil juego de luces que el alcalde había dispuesto, decidido a explotar las peculiaridades del clima… en suma todo un mundo misterioso, fascinante, fuera del tiempo, con sus arcos, sus galerías, las gárgolas de la iglesia de San Miguel, la alta torre mellada del ayuntamiento, los entramados de las fachadas de sus inmuebles…
Se alejó del centro; poco a poco fue ascendiendo, y la niebla se aligeró, fue remitiendo. Los Rochefort vivían en una zona elegante de las afueras: así es como lo llamaban allí, un término que no dejaba de sorprenderla, pues, habida cuenta del tamaño de la ciudad, le costaba concebir la realidad de unas «afueras».
Llegó a unos barrios residenciales llenos de esos bloques modernos rodeados de vegetación, a imagen de su propio grupo de inmuebles, continuó subiendo… La ciudad no tenía más de treinta mil habitantes, pero se extendía mucho, muy adentro, en la campiña, a ambos lados de las mesetas en medio de las cuales se asentaba.
Ahora, los edificios de pisos empezaban a escasear, competían con casas de burgueses adinerados, parecidas a las del paseo del parque: más amplias sin duda, pero con menos encanto…
Se perdió un poco por el barrio, o mejor dicho, por las «afueras elegantes», anduvo por calles vacías y oscuras en las que no había más de cuatro o cinco casas, hasta tomar una callejuela atestada por una fila de coches azules o negros bien alineados en la acera. Un gran portal abierto, un camino, y al fondo de lo que más parecía ser un parque que un jardín, una especie de palacete, o al menos eso le pareció a ella, antigua parisina, que surgía entre un fuego de artificio de luces. La casa de los Rochefort.
Aparcó —pequeño Clio avasallado por los Audi, los Saab y demás coches alemanes, suecos o británicos— y echó un último vistazo, maquinal y crítico, a su maquillaje en el espejo retrovisor.
Bajó del vehículo, recorrió el caminito hacia la confusa algarabía de voces mezclada con el vago sonido de una música de jazz brasileño, bien arropada en un visón, un abrigo legado por su madre que no se ponía prácticamente nunca, pero que era bastante resultón. Su corazón palpitaba ante la perspectiva de conocer a la esposa de su amante, y de pronto pensó que la joven estudiante de literatura un poco colgada que llevaba sus vaqueros superajustados y botas de chúpame-la-punta, pintada como una puerta, contoneándose ante las miradas ávidas de los chicos, juerguista hasta el extremo de que la fiesta había estado a punto de echarla a perder para siempre, que aquella chica en definitiva, la Audrey de sus veinte años, ya no era más que un recuerdo lejano, ahora que se dirigía, envuelta en un visón, a una fiesta chic en un barrio elegante de una pequeña ciudad de Borgoña…
Subió los pocos escalones que conducían a la entrada y llamó. El sonido agudo de un carillón atravesó las voces amortiguadas.
Dos segundos después, le abrió un hombre vestido de mayordomo. Se preguntó si los Rochefort vivían a tiempo completo con servicio o si «Bautista» era un extra.
—Audrey Miller —se anunció un poco torpemente.
No entraba en sus costumbres lo de frecuentar ese tipo de saraos, y estaba claro que debía su presencia exclusivamente a Le Garrec, dado que era ella quien había organizado la conferencia.
—La están esperando, señora…
La hizo pasar a un vestíbulo que respondía a lo que había imaginado: arañas de cristal, gran escalera… Había por ahí algunos invitados, copa en ristre, que volvieron la cabeza para calibrar a la recién llegada. Las voces y la música le llegaban de la derecha, sin duda el salón de recepción.
Estaba quitándose el visón cuando una mujer surgida de la nada se dirigió hacia ella.
La primera cosa en que Audrey se fijó fue su silueta… sencillamente perfecta: alta, estilizada, llena de curvas nerviosas y firmes, con esa finura en tobillos y muñecas que confiere un aire de modelo. Un cuerpo en el que se adivinaba que ni el menor asomo de celulitis combaba la epidermis, y sin embargo, pensó Audrey, llevaba un vestido blanco, ceñido y… «¡Oh, Dios mío, largo… y yo enseñando las rodillas!».
La segunda no era menos notable: una dentadura espléndida, luminosa, tan blanca como el vestido, descubierta por una sonrisa que expresaba toda la inteligencia de quien la mostraba como un ornato del rostro… Un rostro que debía de haber sido armonioso, pero que ahora resultaba un poco seco, ajado por culpa de las pequeñas arrugas que lo surcaban —en el labio superior, así como algunas patas de gallo— y que indicaban que frisaba los cuarenta o que los acababa de dejar atrás.
La mujer avanzó unos pasos y le tendió una mano decidida mientras Audrey, bajo la implacable luz de la araña, se hacía un lío con los brazos y la cabeza entre el visón, el fular, el bolso de fiesta y la súbita sensación de haber rejuvenecido quince años, de ser una adolescente a quien presentaran una actriz de cine o la esposa de un jefe de Estado… en suma, alguien muy importante.
—Usted debe de ser Audrey Miller, ¿no es así?
—Yo… Sí —balbuceó estrechando torpemente su mano (y haciéndose daño de paso con un anillo gordo como un pedrusco).
—Lo suponía… Enseguida he pensado que era usted. Soy Cléance Rochefort.
Ninguna hostilidad, ni siquiera frialdad. Tan solo un destello de ironía en los ojos, una leve mueca de desdén en la sonrisa… prácticamente nada.
«Lo sabe —pensó Audrey—. Lo sabe todo; no tiene la menor duda.» Y de inmediato decidió que, esa misma noche, iba a poner punto y final a aquella relación estúpida, sin esperanza y sin futuro.
N
ota la humedad en su piel… y también el olor. Enciende la luz para evaluar los daños, echa un vistazo a las sábanas. Definitivamente, ni siquiera dejar de beber desde las seis de la tarde sirve de nada.
En la planta baja escucha los ruidos habituales.
Salta de la cama. Conoce perfectamente cada gesto, idénticos, todas las noches o casi.
Cruza la habitación, abre la puerta.
—… venga, especie de escoria! ¡Basura!
—No, Henri, no, por f…
Trota por el pasillo, sordo a los gritos que suben por la escalera, guiado por el cono amarillo de luz que ilumina rasante el parquet desde su habitación: taptaptap contra las láminas, como un fantasmita de ocho años, todo empapado de orina. En el baño, seca su cuerpo con una toalla, luego corre de nuevo hacia su habitación…
—¡No eres más que una puta!
… cierra la puerta, retira la sábana empapada de la cama que extiende cuidadosamente sobre la silla (su madre se lo ha explicado: «No podemos cambiar las sábanas a diario, hay que ponerlas a secar cuando te despiertes así, todo empapado»), echa una gran toalla de felpa encima del cubrecolchón para no dormir sobre el plástico. Desliza la cabeza bajo el travesaño para sofocar las voces. Ya se ha acostumbrado, en la duermevela de esas noches de incontinencia, a dormir con la cabeza cubierta de ese modo.
Es entonces cuando se percata. Abajo, el silencio. Ni un ruido.
Su corazón se pone a palpitar. Ese silencio… no es para nada normal. Tiene la impresión de un chillido petrificado, estrangulado en la garganta. ¿Por qué ya no grita su padrastro?
Aparta el travesaño que le cubre la cabeza, aguza el oído.
Nada. El vacío. ¿Y si la ha matado?
El silencio le parece de repente absolutamente aterrador: a menudo ha pensado que la ventaja de vivir con gente que grita y se golpea era que no sentía el miedo de las noches tenebrosas. En su casa, se vive en silencio por el día; se pegan por la noche. Los monstruos que se esconden en el armario o debajo de las camas solo salen cuando todo el mundo está durmiendo. Lo que pasa es que en su casa no se duerme demasiado…
Pero precisamente esa noche: silencio. Apenas perturbado por la lluvia que chorrea por los canalones…
Se incorpora en la cama. La habitación está inmersa en la oscuridad, pero un fino rayo se filtra desde el pasillo, por debajo de la puerta. Se entrevé algo de polvo en la superficie del parquet.
¿Y si la hubiera matado?
Su corazón experimenta una nueva sacudida; ya ha imaginado este momento, ¿no? U otro parecido… Levantarse en medio de la noche. Encontrar muerta a su madre en algún lugar de la casa. Se arma de valor, salta de la cama, se dirige al pasillo, ya no trotando sino de puntillas.
Baja la escalera pegado a la pared. Catorce peldaños: lleva subiéndolos toda la vida. Nunca le habían parecido tantos.
Hop, ya está en la planta baja. Las baldosas parecen de hielo bajo sus pies… Aguza el oído y le parece oír algún ruido en el salón.
Contiene la respiración. Tiene la lengua pegada al paladar, la carne de gallina.
¿Qué le espera ahí dentro? ¿Y si la hubiera matado realmente?
Con todo el cuidado del mundo, se acerca a la puerta del salón, la empuja un poco, lo suficiente como para asomar el ojo. Ve un tobillo desnudo y liso, un pie rosa. Una pierna de su madre. Está tendida en el suelo. ¡Ya lo creo que la ha matado!
Se queda paralizado, su cuerpo se niega a obedecer ninguna orden de movimiento.
Por el intersticio de la puerta que ha quedado entreabierta, ve cómo se mueven el tobillo, el pie.
¡Entonces, su madre está viva! Una ola de alivio recorre su cuerpo.
Viva, pero seguramente herida, o… ¿o qué? Un gruñido. Detrás de la puerta.
El pie desaparece. Un zapato ocupa su lugar. El pie de un hombre.
Se estremece.
No quiere saber. Debe saber.
Con el máximo cuidado, empuja la puerta, gana unos centímetros de ángulo de visión.
Y los ve: ella, echada, desnuda, atrapada entre el sofá y la mesa del salón, su piel contra la alfombra ajada y raída. Se contonea debajo de él, a medio vestir, con el pantalón bajado. Jadean.
Se queda unos instantes desconcertado ante el espectáculo. Sabe perfectamente qué están haciendo, lo ha visto sobradas veces en la tele (aun cuando, en las películas, no se parece en nada a esto). Están haciendo el amor… Follando como habría dicho Franck Vidal (que tendría sin duda mil expresiones más para describir la cosa que tenía ante sus ojos, pues el vocabulario de Franck Vidal es el más rico de todo Saint-Ex).
Se queda paralizado. En estado de shock. Esa idea —su padrastro y su madre… follando— nunca se le había pasado por la cabeza.
Sin saber por qué, sintió cómo se abatía sobre él una infinita tristeza; nunca había pensado que hicieran… aquello. Porque, a los ocho años, aún se cree que son los que se aman quienes hacen… aquello. Follar.