—¿Y no ha visto nada anormal, dice usted? Pues mire, puede que el cura haya salido temprano esta mañana…
El teniente se percató de la mirada que le dirigía Bertegui.
—… Vale, estoy seguro de que acostumbra a avisarle, pero en este momento, es demasiado pronto para denunciar una desaparición. Y menos para que le mandemos a alguien. Si de aquí a mañana, sigue usted sin noticias, ya veremos qué es lo que podemos hacer.
El hombre colgó con un suspiro irritado, sin un adiós o un de nada. Bertegui se propuso recordarle más tarde que quien acudía a él en busca de ayuda, por muy estrafalaria que fuera, aun a última hora de su jornada laboral (lo que no era el caso), tenía derecho a recibir el respeto de los hombres a su servicio.
—¿Quién era? —preguntó.
—La sirvienta de un cura.
Bertegui frunció el ceño.
—Bueno, no sé si es la sirvienta, pero ya sabe, una de esas beatas meapilas que se ocupa de los curitas en las iglesias.
El comisario pasó por alto lo despreciativo de la respuesta.
—¿Y quería denunciar la desaparición de quién?
—Del cura de San Miguel.
San Miguel. Donde caía, según Lieberman, una de las puntas del pentáculo que constituía el corazón de la ciudad.
Pensar como ellos…
—No estaba allí hoy por la mañana y, según ella, está siempre. Parecía un poco acojonada, pero…
—Vas a pasarte por allí.
Cara de estupefacción… en la medida en que un pitbull pudiera expresar algo más que la pulsión del ataque.
—Con Clément —puntualizó Bertegui, que no se imaginaba a Keller capaz de hacerse cargo él solo más que de la vigilancia de unos grandes almacenes—. A todo esto, ¿dónde está Clément?
—En la máquina de café.
—Me lo mandas cuando vuelva y, en cuanto lo suelte, os vais pitando a San Miguel.
—Pero…
Bertegui se había marchado ya del despacho y no llegó a oír nunca las protestas de su subordinado.
Hecho n.° 1: Nicolas le Garrec oculta información y no muestra interés en descubrir a los autores del acto que con toda probabilidad costó la vida a su madre.
Hecho n.° 2: Odile le Garrec fue la amante de un hombre —Vilbois— que, si nos atenemos a la declaración de un testigo, fue cómplice o estuvo a las órdenes de los Talcot.
Hecho n.° 3: Vilbois desapareció de la circulación hace más de veinte años.
Hecho n.° 4: sombra vista la noche del ataque cardíaco de Odile le Garrec.
Hecho n.° 5: espejo/Talcot hallado en el escenario de un «accidente» en el bosque del parque.
Hecho n.° 6: sombra vista también en el escenario del accidente.
Hecho n.° 7: restos de hebras de seda hallados en el espejo.
Hecho n.° 8: un toro «sacrificado» en un cercado. Corazón robado.
Hecho n.° 9: la propietaria del toro parece haber visto a alguien «de vuelta».
Hecho n.° 10: restos de seda idénticos sobre el toro.
—¿Tú qué dices? —preguntó Bertegui.
Clément llevaba en la mano la hoja de papel impresa que Bertegui acababa de teclear en su ordenador.
—Que tiene razón… Por fuerza tiene que estar relacionado.
—Exacto —confirmó el Jabalí—. Sistemáticamente encontramos un elemento conectado con otro… cuando no con otros dos.
—De hecho, podemos añadir unos cuantos elementos más —observó el espárrago.
—¿Como por ejemplo…?
Clément se revolvió en la silla.
—Pues… Me he enterado esta mañana… como me había encargado que indagara un poco en el tema… de que los laboratorios Hecticon compraron La Talcotière hace dos años. En principio para construir una nueva sede social, ya sabe, de esas super-modernas, pero no han solicitado permiso de edificación.
—¿Después de dos años? Sí que les corre poca prisa —masculló Bertegui—. ¿Por casualidad no sabrás quién dirige el laboratorio?
—Sí, cómo no saberlo; es, por así decirlo, una institución en la ciudad: Cléance Rochefort.
—¿Rochefort? Como el direct…
—Es su mujer.
Bertegui cerró los ojos un momento. ¿Qué es lo que había dicho el jefazo del Saint-Ex? «El colegio es de mi mujer…» ¡El círculo se iba cerrando! Cómo, Bertegui aún no podía precisarlo, todo seguía confuso, pero en un caso como ese, no creía en las casualidades. Poco a poco, con paciencia, acabaría por captar el significado de las cosas. Y con él, un nombre. O varios. Quizá uno de los nombres que había en esa hoja: Rochefort, Le Garrec, Vilbois, Belair (y de repente, recordó la visita a las tantas de Suzy Belair a la iglesia de San Miguel… unos días antes de la desaparición del cura, si es que esta se confirmaba…).
—Lo siento, caballero, pero esto nos devuelve al caso Talcot —dijo Bertegui hojeando tres o cuatro expedientes de los que tenía encima de su escritorio: lo poco que quedaba de una investigación que había durado más de dos años.
—Ya…
—Por eso te he mandado llamar esta mañana. Pienso empollarme lo que me acabas de traer, pero antes, quiero que me cuentes EXACTAMENTE todo lo que sabes. Los nombres, los hechos, y nada de tonterías del tipo «Estamos todos traumatizados y lo único que queremos es olvidar».
Con toda facilidad, la seta se puso colorada ante la mirada del comisario: Bertegui era así, un «tipo» raro con una cabeza a lo Lino Ventura, torso de púgil de lucha libre, las piernas de Louis de Funes y trajes del
Vogue Hombre…
Eso no quitaba para que su serena autoridad tuviera sobre Clément, y en general sobre toda la policía local, más impacto que la de todos sus predecesores.
—¿Qué es lo que quiere saber?
—Todo. Los nombres, los lugares… Empecemos por los culpables. —Se calmó un poco al darse cuenta de que interrogaba a Clément como si se tratara de un sospechoso y no de un colega—. ¿Quién fue detenido exactamente? ¿Cuántas personas?
Clément inclinó la cabeza, como diciendo «Estoy listo».
—Doce personas arrestadas. Helios Talcot, Paule-Marie Talcot, Florence Noblet y su marido; bueno, en resumen, toda una patulea de Talcot y parientes varios. Françoise Meurisse, una maestra… Seguro que me olvido de alguno. De menor importancia… Por lo demás, y hasta donde sé, ya no quedan Talcots con vida. Al menos, no en la región, y tampoco en la cárcel.
—¿Cómo es eso?
—Además de Madeleine, que se inmoló en el fuego…
—¿… La identificaron bien?
—¡En toda regla! Por eso tenemos su ADN en el archivo y salió su nombre cuando analizamos el espejo.
—Continúa.
—Aparte de Madeleine, Helios Talcot se ahorcó estando en prisión preventiva, otras dos allegadas también se inmolaron en… en la cárcel.
Bertegui miró fijamente a Clément: este se mostraba renuente a la hora de dar detalles, quizá como a un alemán de los años cincuenta le repugnaría pronunciar la palabra nazi. Sin embargo, el Jabalí desconocía toda esa información. Cuando, con inedias palabras, había sido invitado a «volver a poner orden en esa agradable aldea», también le habían aconsejado que llegara virgen, que no hiciera caso del pasado para dedicarse al futuro. Del caso Talcot, conocía sobre todo el seguimiento mediático y poco más; concentrado como estaba por aquel entonces en ser un feliz padre primerizo, no le habían gustado nada los detalles morbosos de aquellos raptos de niños y demás torturas con sus correspondientes cadáveres.
—¿Inmoladas en la cárcel? —se sorprendió.
—Sí —susurró Clément como en una confesión—. Según parece… bueno, no sé: convencieron a sus compañeras de celda para que las ayudaran.
—¿Las convencieron?
—Más o menos. Encontraron a las chicas en estado de shock.
—Prosigue —ordenó Bertegui sin más comentarios.
—Françoise Meurisse, una maestra acogida en el seno de la familia, se convirtió en una especie de… estrella. Recibía cartas del mundo entero de adoradores de Satán y demás… pirados.
—Ya. Y en concreto, ¿qué hacía toda esa gente?
—No llegamos a saberlo del todo… Bueno, se sabe que… mataron a los niños, eso sí. Pero en cuanto a actividades paralelas, todo es muy confuso. Estaba el vino, los negocios oficiales: eran dueños de media ciudad. Y lo demás… ya sabe, gozaban de protección en las más altas esferas… y su red tenía conexiones mundiales. Pero eso… es
off the record
.
—¿Off the record?
Clément asintió con la cabeza.
—Es como lo del caso Dutroux… Algunos periodistas e investigadores estaban convencidos de que era el eslabón de una cadena, pero los jueces rechazaron la posibilidad de que estuviera implicada alguna red. Con los Talcot pasa tres cuartos de lo mismo: no se trataba de un eslabón, sino más bien del pedrusco en el extremo del collar, pero todo fue destruido. Al menos, todo lo que había en la casa, en La Talcotière. El incendio se declaró cuando Madeleine Talcot se inmoló, pocos minutos antes de que llegara la policía. ¿Sabe lo que dijo el jefe de los bomberos?
Bertegui negó con la cabeza.
—Que nunca había visto una casa de piedra, y menos de ese tamaño, arder tan rápidamente. Como si se tratara de una combustión natural. Como si, al arrojarse a las llamas, la vieja Talcot se hubiera llevado la casa consigo.
Bertegui suspiró. ¡Inevitablemente todos acababan con la misma historia: las sombras, los misterios del más allá, las… fuerzas del Mal! Y en su interior, pronunciaba la palabra con una amarga grandilocuencia.
—¿Por qué cayeron los Talcot concretamente? Si gozaban de tanta protección, deberían de haber podido escapar.
—Por culpa de los Andremi.
—¿Los Andremi? —dijo Bertegui, sorprendido—. ¿La familia del pedófilo?
—Su madre para ser más exactos. La organización de los Talcot tenía una estructura jerárquica. Con Madeleine Talcot a la cabeza. A su lado, Mathilde Andremi llevaba las riendas desde hacía años. No se sabe lo que pasó entre ellas —ya sabe, fue imposible hacer hablar a los que atrapamos, ¡imposible!—, pero por lo que parece, Mathilde Andremi más o menos saboteó la organización desde dentro.
—Todavía está en busca y captura, ¿no?
—Sí, ella y algunos más. Pero sobre todo ella, pues, al parecer, tuvo verdadera responsabilidad en el seno del grupo.
Clément interrumpió su relato; Bertegui, por su parte, permaneció en silencio. Si bien todavía confusa, empezaba a tomar forma una hipótesis, aun cuando le faltaran elementos decisivos para concederle una total credibilidad: un cuerpo, por ejemplo. El cuerpo de un niño, sacrificado en el altar de la locura.
—¿No hay pistas sobre Mathilde Andremi?
—Ninguna. Como ya le he dicho, toda esa gente gozaba de protección desde las altas esferas. Esa estructura es un poco como la masonería, pero al revés. Desapareció en el momento del incendio, y ahora puede estar en cualquier parte, viviendo de sus cuentas en las Bahamas o alguna locura por el estilo. Además, Mathilde Andremi está oficialmente en busca y captura, pero hubo poco ruido en torno a su participación en el caso. Como si, al ayudarnos, hubiera comprado su inmunidad. Pero esto —añadió Clément tras una pausa— no se lo he dicho nunca.
—¿Y el resto de la familia Andremi?
—Los más cercanos se marcharon de Laville-Saint-Jour. El hijo murió, como ya sabe…
Efectivamente, era imposible no saberlo: después de haber sido absuelto de los asesinatos de seis niños perpetrados en la región de París, Pierre Andremi había sido capturado en flagrante delito a punto de cometer el séptimo. Logró escapar, antes de escenificar su suicidio: una inmolación, filmada (y hacía poco que su gesto había adquirido a ojos de Bertegui un significado totalmente diferente al de un simple desequilibrado). El vídeo había sido enviado a las televisiones —no todas habían emitido las imágenes de aquel apuesto joven de mirada magnética mientras se empapaba de gasolina y se prendía fuego sin pestañear—, y había suscitado una polémica tanto en lo referente a su autenticidad como a lo oportuno o no de imponérselas a la audiencia.
—De hecho, probablemente fue a causa de la desaparición de su hijo por lo que dejó la organización.
—¿Y eso por qué?
—Pues… no está claro, pero parece que hubo alguna historia de herencias, de… cómo decirlo, de sucesiones. Esa gente —Clément lo soltó con una mueca de asco —creía estar… no sé, en la Edad Media. En tiempo de los reyes…
Una sucesión… Toda la historia de los Talcot casaba con la de Lieberman. O por mejor decir: con la de Laville-Saint-Jour según la había contado el viejo médico. La brujería transmitida en herencia.
—Pero eso son cosas que no leerá en los expedientes —puntualizó Clément señalando la pila de colores sobre el escritorio de Bertegui.
Mirada interrogatoria de este.
—No se trata de declaraciones… sino de habladurías. Nadie nos ha contado eso entre las cuatro paredes de un despacho. Y mucho menos los acusados. Pero ya sabe usted cómo son estas cosas: vas a hablar con alguna señora mayor que conoció a Mathilde Andremi, y te confiesa dos o tres cosillas entre pastita y pastita a la hora del té. Te ves con un anticuario en cuya tienda compraban los Talcot y te cuenta por lo bajini lo que oyó… aclarando que él no está al tanto de nada.
Bertegui asintió con la cabeza. Después de varios meses allí, empezaba a descodificar el curioso sistema de comunicación villense, una especie de morse compuesto de suspiros, miradas cómplices y sonrisas maliciosas.
—Ahí —prosiguió Clément— tiene todo lo que queda: los atestados de quienes fueron puesto a disposición judicial, las copias de algunos documentos oficiales…
—Pero no las… ¿cuántas?, ¿cincuenta?, ¿cien?, personas interrogadas.
—Más de cien —concedió Clément con hastío—. No, esas no… Las que declararon sin llegar a pasar ante el juez… pues, como ya sabe, no sé dónde han ido a parar los expedientes. En cuanto a aquellos a quienes solo fuimos a ver a sus casas…
Bertegui miró detenidamente los expedientes: podrían haber sido más gruesos de haberse tratado de una simple red de traficantes de éxtasis.
—Y nada de Le Garrec, ahí, me imagino… ni de Vilbois.
—No…
—Ni tampoco de Rochefort…
—No que yo sepa, pero… vaya usted a saber quiénes son sus tíos y sus tías…
Bertegui no pudo contener una sonrisilla, pese a la pertinencia del comentario de Clément: este acababa de ilustrar su teoría del morse villense al plantear una pregunta anodina impregnada de sospechas.
—Clément, quiero ser informado de cualquier hecho anormal —dijo Bertegui—. Lo que sea… todo lo que se salga de lo habitual.