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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

Una voz en la niebla (60 page)

BOOK: Una voz en la niebla
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—Voy contigo —dijo Nicolas.

Sin esperar la respuesta, saltó del Mini y la siguió hacia el portal.

Los alumnos empezaron a salir cinco minutos después de que llegaron: Audrey pasó del espectáculo del reencuentro, buscando la cara de su hijo entre el bullicio, entre la niebla. Unos minutos después, la masa empezaba a clarear, la callejuela empezaba a recobrar la calma de las noches villenses sin gritos de alumnos.

Audrey se acercó aún más a la puerta, estiró el cuello, se volvió hacia Nicolas con el rostro descompuesto por la angustia…

—No… no lo veo —dijo casi sin aliento—. No lo veo, pero… seguro que está bien. Habría llamado si hubiera habido algún problema y…

De pronto, reconoció a la secretaria que la había atendido antes, y que se dirigía hacia la salida.

—Soy la madre de David Hersaut —dijo casi abalanzándose sobre la mujer—. Nos hemos visto esta mañana y…

—Sí, sé muy bien quién es usted —replicó secamente la señora—. Si ha venido a buscar a David, me temo que es demasiado tarde… —Dejó transcurrir unos segundos para disfrutar del efecto producido—. Su padre ha pasado a primera hora de la tarde. Ya comprenderá usted, con esta niebla, algunos padres prefieren tener a sus hijos en casa, calentitos…

Capítulo 72

O
pale ni siquiera estaba aterrorizada. Un resto aún lúcido de conciencia le decía que debería estarlo: sola, en una bodega encerrada bajo llave, con la llama de una antorcha como una fuente de luz. Una bodega que conocía… bueno, que recordaba a los subterráneos y las salas que había visto en el vídeo que su… «hermano» había tenido la gentileza de enviarle por internet. Y sin embargo, tenía razones para estar aterrada: esa mañana había seguido las indicaciones del «fantasma del Messenger». Se había dirigido a la Chowder. Sola, tal y como le había especificado. Por supuesto, ahora comprendía lo tonta que había sido: ¿por qué razón, si no era por algo malo, la había invitado su «hermano» a verse allí cuando era evidente que no encontraba dificultad alguna para hacerse oír por medios, digamos… tecnológicos?

Pero esa mañana, Opale había sido incapaz de pensar… como tampoco la noche anterior, una auténtica noche en vela habitada por visiones atroces: sus padres —¡sus padres!— entregándose a… lo indecible. Casi no se sorprendió cuando el señor Rochefort había irrumpido en la Chowder… Tampoco lo hizo cuando la invitó a seguirlo por los subterráneos del colegio, por un pasadizo cuya existencia desconocía, detrás del patio de las cocinas, justo debajo del pequeño aparcamiento para bicis. Y muy poco también cuando se había despertado ahí con una vaga sensación de embriaguez y un olor a medicamento alcohólico en la nariz. Así pues, no se sorprendía por nada, pues ahora ya nada tenía importancia. Lo único que deseaba Opale era morir… Seguir los pasos de su hermano. Olvidar esa pesadilla. De todos modos, ¿cómo iba a poder afrontar la mirada de su tía de ahora en adelante? Por no hablar de la de sus padres… Morir. La única solución. A menos que Bastien pudiera ofrecerle otra. Solo la reconfortaba un poco pensar en el chico.

El ruido de unos pasos la sacó del semiletargo en que estaba sumida. Inerte, ni siquiera pensó en levantarse —habían tenido la deferencia de echar un colchón directamente sobre el suelo de tierra batida— cuando la llave giró en el cerrojo. La puerta se abrió y una mano anónima invitó a una silueta familiar a penetrar en el calabozo.

Opale entornó los ojos mientras la puerta se cerraba tras el invitado.

—¿César? —balbució—. Pero ¿qué estás haciendo aquí?

César Mendel avanzó hacia ella sin mediar palabra y Opale ajustó su visión: es como si tuviera la vista nublada.

—¿Qué estás haciendo aquí? —repitió. Tanto el sonido de su propia voz como la presencia de su compañero de clase la catapultaron brutalmente a la realidad de la que se esforzaba por escapar.

Un brillo metálico la hirió en la mirada y distinguió el objeto que César llevaba en la mano… Luego su otra mano, con la que… ¡oh, Dios santo, se acariciaba la entrepierna a través del pantalón!

Dirigió su atención al rostro del chico que acababa de entrar y se percató de que ¡no era en absoluto César Mendel! Por supuesto que reconocía la cara alargada, el rubio germánico, el azul cortante de su mirada… Pero la cosa que tenía delante no tenía en absoluto una expresión humana. La cosa era una copia de César Mendel, una copia con la expresión demoníaca, con ojos de loco fuera de las órbitas, con la boca retorcida a base de tics, tan horrible como las emociones que la dominaban…

El miedo la cogió desprevenida: un miedo animal, instintivo, que surgió en ella y la anegó como un torrente de lava. En el momento en que la criatura que había sido un compañero de clase empezó a andar hacia ella, Opale comprendió que se había equivocado: ni por un minuto, ni por un segundo había deseado realmente morir. Y menos aún allí, así. A manos de César Mendel…

Capítulo 73

A
aaaahhhh…

Bastien abrió los ojos: un alarido… Luego el silencio. ¿Lo había oído de verdad o había sido producto de su imaginación? En la placentera inconsciencia en que se hallaba, todo se diluía: el eco del alarido en la oscura cavidad que serpenteaba bajo el bosque del parque, la ronca voz de César —«… porque he sido yo quien lo ha matado…»—, sus ávidos ojos de loco al golpear a Bastien con la linterna… ¿Cuánto tiempo llevaba ahí, entre la vigilia y la inconsciencia?

La fría alfombra de tierra húmeda que empezaba a traspasar su ropa, el dolor que latía en su cabeza, lo hicieron volver definitivamente en sí. Seguía tumbado, se llevó la mano a la frente: tenía un poco de sangre coagulada allí donde Mendel lo había golpeado.

César… ¿Por dónde andaría ahora? Bah, ya tendría tiempo de ocuparse del caso Mendel más tarde.

Bastien incorporó el torso, con el cuerpo lastrado por una sensación de debilidad. Una oscuridad mineral lo rodeaba entre la puerta cuyos contornos seguían brillando con destellos rojizos y lo que pensaba era la salida: una abertura a unos cien metros o así, por la que se filtraban anguilas de niebla luminiscente.

Se frotó los ojos, trató de ponerse en pie: le dio un fugaz ataque de vértigo y se agarró a la pared… El malestar desapareció enseguida, y a su pesar, una pregunta le dio de lleno: ¿por qué lo había llevado hasta ahí César Mendel? ¿Con qué propósito?

—… aaaaaaahhhhhh…

¡Un nuevo alarido, a lo lejos! Se extendió, como una cinta por las galerías, le puso a Bastien los pelos de punta: ¡era un alarido de absoluto terror!

¡Opale! Estaba seguro. Quizá fuera un pensamiento irracional: después de todo, nada se parece más a un grito que otro grito, pero… no tanto, después de todo: Mendel lo había arrastrado hasta ahí… con qué finalidad, aún lo tenía que descubrir; sin embargo… había una razón. Y el motivo alegado era Opale… ¡Opale, ilocalizable e invisible desde el día anterior por la tarde!

El corazón de Bastien se puso a mil: diez segundos antes, estaba decidido a desandar lo andado en cuanto sus piernas lo sostuvieran. Pero Opale estaba ahí en alguna parte… ¡Y quizá César estuviera con ella! Pero ¿dónde?

Frente a él los contornos de la puerta seguían temblando. Sin pensarlo, Bastien la empujó. La puerta cedió sin resistencia. ¿La habría abierto Mendel? ¿O algún otro? Daba igual, penetró hacia el interior, se detuvo. La sala en la que acababa de irrumpir era abovedada, más reciente, o al menos más elaborada, que la galería a la que daba: el suelo estaba embaldosado con antiguas losas de color crudo, ardían unas antorchas en los muros y las columnas que la cruzaban, suficientes puntos de luz para crear esa ilusión desde el exterior, de una pulsación, de un fulgor que se movía. Lo mismo habría podido hallarse en algún pasadizo secreto del Saint-Exupéry que en la cripta de un castillo… La sala recordaba a un corredor, o mejor dicho, daba a unos corredores: dos salían enfrente de él y otro a su espalda.

Era una especie de punto de encuentro, un paso obligado entre esos tres túneles: galerías distintas de la que conducía directamente al bosque del parque, pero igualmente cubiertas de losas en las que se reflejaba la llama de las antorchas.

¿Cuál tomar? ¿Adónde conducirían? ¿Qué debía hacer? Y esas antorchas… iluminadas ¿por quién? No era una pregunta para la que esperara respuesta. Cuanto menos supiera, mejor podría luchar contra el miedo que despertaba en su interior. Miedo a César Mendel… Miedo a encontrarse con algún niño pálido con los ojos chorreando sangre ahí, justo detrás de un pilar de piedra… Miedo a la verdad.

Aguzó el oído, esforzándose por captar algún sonido, alguna voz… algún grito que pudiera guiarlo.

«Es el túnel de la derecha…» Bastien dio un respingo. Había escuchado algo, seguro. En su cabeza. Una voz. La misma que le prometía cosas terribles…

«Sí, el túnel de la derecha.» Sin dudarlo, echó a andar por donde la voz (¿su conciencia?, ¿su intuición?) le dictaba, con la impresión de estar a bordo de una especie de tren fantasma, una nueva atracción de Disneylandia que empezara con la visita de un inmenso parque boscoso habitado por criaturas tan ligeras como una vaharada de humo y que prosiguiera por subterráneos laberínticos plagados de trampas…

«El túnel de la derecha, el de los signos…»

Bastien se adentró por la galería, en una de cuyas paredes unos extraños signos parecían componer una frase sin fin.

«Por aquí se llega a donde tengo mi refugio… Aquí me siento bien. Me gustan tanto las alturas como las profundidades… el único lugar donde me siento mal es en la superficie, entre los otros.» Una repentina náusea le revolvió el estómago. La voz no cesaba de hablarle, una voz cada vez más clara, un poco ronca, con una respiración un punto silbante, difícil, casi dolorosa. Una voz que conocía desde siempre, sin que supiera decir cómo…

«En un momento dado, el túnel gira casi en ángulo recto y ahí es donde conduce a nuestra casa. A mitad de camino hay una puerta. Es una puerta esculpida con serpientes entrelazadas, en la pared de la izquierda…»

Bastien habría querido taparse las orejas con las manos, para no seguir escuchando la voz, pero era imposible. En cierto modo, ya había estado ahí, como en el resto de la ciudad. Y, por todos los santos, ¿dónde estaba Opale? ¿Quién había dado ese grito? Siguió deambulando por el túnel, corriendo incluso, hacia un destino desconocido, ebrio de preguntas y temores.

La puerta apareció exactamente en el lugar que había señalado la voz: justo después de un desnivel. Bastien se detuvo en seco, observó: la contorsión de los reptiles esculpidos en la madera carcomida, la ausencia de tirador. Más allá, el túnel seguía su camino, pero era ahí donde debía detenerse. En un segundo, iba a abrir la puerta…

«Y ya verás, estará abierta para ti. Porque será ahí donde nos encontremos… será ahí donde te estaré esperando. Allí, o en ninguna parte…» Inspiración, apoyó su mano contra la madera: sobrecogedora sensación de un nudo de piel helada contra la palma de su mano, como si las serpientes se hubieran sobresaltado con su contacto. La puerta cedió.

Bastien avanzó lentamente en la estancia: solo era una bodega, un agujero en la tierra, apenas acondicionado… un agujero que recordaba un poco al local de la Chowder. Dos antorchas ardían en la pared, sin producir nada más que unos halos anaranjados de luz vacilante.

El hombre estaba sentado en una especie de viejo sillón al que le faltaban las patas: su perfil, o más bien la ausencia de perfil, se recortaba contra el fuego de una de las dos antorchas. Con toda calma, volvió hacia Bastien su cara monstruosa y, por más horrible que fue su contemplación, Bastien no sintió el menor temor, sino más bien un alivio, el doloroso consuelo de un reencuentro largamente esperado, programado. Con la voz que siempre había estado susurrándole cosas desde el fondo de sí mismo. Con el rostro del cuadro. Y en cierto modo: consigo mismo…

El hombre y el niño se observaron durante mucho rato, sin decir nada. Finalmente, el hombre pronunció estas sencillas palabras:

—Te estaba esperando, hijo mío…

Capítulo 74

E
l fondo estaba bañado en una nebulosa anaranjada, viva y oscura a la vez. ¿Por qué había escogido Caroline Moreau ese color? No lo sabía. Sin duda se imaginaba a Pierre marcado para siempre por el fuego, aun cuando después de todos esos años, debía de tratarse de un fuego aplacado, calmo… moribundo. A primera vista, en los torbellinos de sombras y colores que luchaban en la débil luz de ese fondo, podían imaginarse cien pequeñas cosas: una puesta de sol en un puerto, o el campanario de una iglesia en el campo que se recortaba contra la aurora en el cielo… Pero si miraba la tela durante mucho rato, si se tenía la capacidad, como su hijo, de penetrar el cuadro o, dicho más prosaicamente, de hacer que el ojo captara las ondas alfa, entonces se verían claramente, en esa penumbra anaranjada, dos siluetas: una alta, por no decir altiva, de un hombre… y otra, recogida, de un niño. Estaban uno frente a otro… y por un gesto, un movimiento apenas esbozado de uno hacia el otro, hasta podía uno imaginar un reencuentro, el malestar causado por una ausencia prolongada…

Caroline Moreau contempló su cuadro. El que faltaba en su colección. El último que pintaría jamás. Y lloraba. No porque fuera su obra más hermosa, sino porque resumía en sí misma una vida echada a perder… no: la vida de todos ellos, destruida, condenada… por ella. Y ponía punto final a un drama iniciado años antes, un secreto oculto, enterrado en los recovecos de su culpabilidad y su dolor. Pierre Andremi. Un mal encuentro… el mal momento, el mal lugar…

Sucedió un sábado: era una época en que Caroline solo vibraba con el canto de la pintura, en que se creía abocada a un futuro de artista genial y maldita, una Camille Claudel de fin de siglo.

Maldita lo fue cuando se volvió para buscar con la mirada al hombre que, a su espalda, había pronunciado aquellas palabras, mientras ella plantaba su caballete en un
quai
a orillas del Sena: «Es extraño… se diría que pinta usted mi ciudad, si esta fuera alegre y colorista…». Caroline había descubierto el rostro aristocrático de un moreno de mirada incandescente… o al menos, así lo había percibido ella entonces, con ese romanticismo de rosas azules de una chica que aún no ha cumplido los veinte.

—¿Y de dónde es usted?

Sonrisa enigmática: una mueca de carnicero justo en la comisura de los labios…

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