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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

Una voz en la niebla (45 page)

BOOK: Una voz en la niebla
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—Pero, a pesar de todo, y si lo he seguido bien hasta aquí, las… cosas ¿continuaron?

Lieberman tuvo un asomo de sonrisa; estaba a punto de responder cuando se vio interrumpido por un ataque de tos. A medida que hablaba, Bertegui oía que su voz cada vez silbaba más, el discurso se ahogaba un poco pese al evidente entusiasmo con que transmitía su saber. Cuando no hablaba, el hombre parecía estar a las puertas de la muerte. Una muerte que erosiona, corroe, desfigura y se toma su tiempo.

—Las cosas, como usted dice, continuaron. Hablamos de una época en que la mortalidad era alta. En que los niños desaparecen fácilmente… Creo que hubo un mínimo de cuatro niños muertos cada año: un mínimo que corresponde a los cuatro grandes aquelarres anuales, uno al comienzo de cada estación. Quizá fueran muchos más. Por lo demás, todos en la región sabían que pasaban cosas. Pero los duques de Borgoña, y más tarde la monarquía, nunca molestaron a los villenses, pues temían su poder oculto.

—Ya veo —dijo el comisario con aire sombrío—. ¿Y qué relación tiene esto con… pongamos, el caso Talcot? Todo esto se remonta a cinco siglos atrás.

—Una relación directa: la brujería, como la neurosis, es hereditaria.

Bertegui casi da un respingo.

—¿Cómo dice?

—Hay dos maneras de adherirse a las prácticas: la iniciación y la herencia. Es una forma de saber, y una creencia, que se transmite por medio de ritos iniciáticos, como una especie de confirmación, pero sobre todo de generación en generación. Los ritos están muy codificados. Oh, por supuesto que con el correr del tiempo, las cosas por fuerza han evolucionado: Laville-Saint-Jour levantó el vuelo, los viñedos alcanzaron fama mundial, etc. Sin embargo, aquí tuvieron lugar crímenes extraordinarios… Y se perpetuaron las tradiciones. Entre los villenses, encontrará muchas familias con las manos manchadas de sangre, y eso desde siempre. Los niños han asistido a… a todo eso. Han visto lo que no está escrito. Han vivido escenas… Han sido iniciados por sus padres.

—¿Me está queriendo decir que todo villense es un criminal en potencia? ¿Que desde hace cinco siglos han practicado… ya no sé ni cómo llamarlo: sacrificios humanos?

—No, pero algunos de ellos han pasado lo indecible. Y eso deja huella. El villense de pura cepa tiene una relación con el mundo y las cosas… diferente. Todo eso ha producido… cómo decirlo: una energía.

Bertegui se quedó mirando al doctor con aire suspicaz.

—Una energía, ¿es decir?

—Aquí siempre sucederán cosas… fuera de lo habitual. Aquí, la muerte se ha cebado más que en otros sitios. Toda la ciudad vibra con esa energía.

Ahora, la voz de Lieberman ya no era más que un murmullo ronco… pero Bertegui percibía algo más que el docto interés de un profesor de universidad: el fervor de un creyente.

—¿Quiere usted decir… sobrenaturales?

—Si le gusta más así… Todo ese odio, todos esos actos han dejado huellas. Inevitablemente algo queda. Porque, en cierta medida, la ciudad fue levantada tiranas a las fuerzas del Mal. Esa energía, nadie puede explicarla en realidad… ni aprehenderla. Puede elegir soslayarla. Pero está ahí. Presente. ¿Sabe lo que cuenta la leyenda? La niebla está hecha de sombras… de sombras blancas. Los niños sacrificados de Laville-Saint-Jour. Por ello, siglo tras siglo, se ha ido espesando…

Bertegui no pudo reprimir un carraspeo que pareció apaciguar a Lieberman.

—Además, la ciudad tiene su catálogo de criminales reconocidos: no estoy hablando de los Talcot, claro. Ellos son los más visibles, pero también estuvo Anton de Villeneuve en el siglo XVIII, célebre por haber torturado a prostitutas en París; una especie de Jack el Destripador
avant la lettre…
. A finales del siglo XIX, Frédéric Outremont, apodado «el Ogro de la Provenza», pues no solo mataba niños, sino que se los comía… Más recientemente, Pierre Andremi…

—¿Andremi? —dijo, sorprendido, Bertegui, acordándose del proceso que había tenido en vilo al público algunos años atrás: varios niños violados y asesinados en la región de París por un «apuesto joven sin pasado».

—Sí, Andremi, adepto a los Talcot, pues se demostró que su madre, Mathilde Andremi, aliada de aquellos, estuvo activamente implicada en el caso y aún se la busca por ello. Andremi y otros… todos primos, o parientes, unos de otros. Todos hijos de Laville-Saint-Jour, aun cuando algunos se exiliaran. ¿Comprende ahora? Puede rechazar el concepto… de energía que cinco siglos de horror han producido. Pero no puede negar el impacto, el trauma en esos niños que han tomado parte en ello. No seré yo quien le enseñe cómo se «fabrica» un criminal, ¿verdad?

Bertegui permaneció en silencio.

—Incluso hoy día encontrará en esta ciudad a gente, a jóvenes, que participaron en… reuniones orquestadas por la familia Talcot. ¿En qué se van a convertir esos jóvenes?

—Víctimas de la vida —musitó Bertegui.

—Exactamente. Víctimas de la vida… o verdugos.

Ambos permanecieron en silencio. Durante algunos instantes, Bertegui se sustrajo al ambiente frío y limpio de la habitación de Lieberman para zambullirse en el confuso océano de sus pensamientos. Lentamente, de él emergió una hipótesis, como una burbuja eructada a la superficie. Y de repente, comprendió por qué el enemigo no tenía rostro. El enemigo era la propia ciudad. La sombra vista en tres ocasiones allí donde la muerte había hecho acto de presencia esos últimos días no estaba ahí por casualidad: un hijo de Laville-Saint-Jour. Que obedecía a la ciudad, seguía el destino que esta le había marcado.

Un hijo de Laville-Saint-Jour, de vuelta a su tierra… ¡Todo conducía siempre a Le Garrec!

—Recientemente ha sido hallada sangre de Madeleine Talcot —dejó caer en un susurro, como una vergonzante confesión—. En un fragmento de espejo.

—¿En la escena de algún crimen?

—No exactamente. Pero no lejos de un… de un cuerpo, en efecto —respondió el comisario tratando de no representarse la imagen fugitiva de un crío de catorce años ensartado a ocho metros del suelo.

—¿Lo encontraron cerca del paseo del parque? —preguntó el doctor.

Bertegui pestañeó, asombrado.

—Sí…

—Alguien trata de entrar en comunicación con ella.

—¿Perdón?

—Ya le he dicho que la ciudad estaba cargada de energía. Precisamente entre las cinco puntas del pentáculo. Usted no se lo cree, pero… quienes tratan de contactar con ella lo creen a pies juntillas.

—¿Por qué… ella?

—Porque fue la última gran bruja en activo. Solicitan… su fuerza. Su apoyo.

Bertegui cerró los ojos. Los elementos se respondían y al mismo tiempo, se embrollaban: la transmisión de los «poderes», todos primos, la energía en el centro del pentáculo… ¿Cómo no reaccionar ante esas palabras con una gran carcajada… la última gran bruja?

—¿Me ha hablado de un toro? —dijo Lieberman.

—Sí, así es. Robaron su corazón.

—Muchos ritos son herencia de la Antigüedad romana, en realidad. El sacrificio de los niños, por ejemplo, se remonta al culto de Baal: entonces quemaban docenas de niños en una hoguera para adorar al dios fenicio. Después, con la introducción de los ritos católicos, se hicieron algunas modificaciones: ya no se quemaba a los niños, sino que se los degollaba. Y lo mismo en el caso del toro. Su significado es rico y múltiple: puede ser sacrificado durante un aquelarre…

—No creo que sea este el caso: lo encontraron en una pradería. Ni rastro de… violencia, aparte de lo que ya le he comentado. No lo desangraron.

—En ese caso es un castigo. El toro como símbolo del becerro … Y de la reproducción. En suma, del niño.

—¿Y el corazón robado?

—Si se le prende fuego, sentencia al propietario del toro a la condenación. De lo contrario, es un aviso para quien lo recibe.

Nuevamente, Bertegui no pudo evitar pensar en la mafia, que enviaba lenguas a los que podían sentirse tentados de hablar con la policía.

—Ah, es cierto que, dicho así, parece una mamarrachada. Ya sé que toda esta codificación tiene algo de ridículo. Pero aquí… aquí me tomaría esas cosas muy en serio. Estoy en disposición de saberlo muy bien —añadió Lieberman con una voz que apenas podía oírse.

Bertegui observó la cara cenicienta del viejo médico forense.

—¿Qué le sucedió? —preguntó después de dudar.

Lieberman carraspeó, tratando de aclararse la voz, pero cuando retomó la palabra, la tenía velada. Por la emoción o por el cansancio.

—Nadie lo sabe. En cualquier caso, ningún médico. Tuve que vérmelas con los Talcot dos veces en mi vida… La última data de la época en que se destapó el caso. Yo… digamos, representaba una amenaza para ellos.

Bertegui esperó la continuación.

—Algunos médicos me diagnosticaron un ataque para explicar la parálisis, pero… ¿cómo justificar las treinta y tres fracturas espontáneas?

Bertegui contuvo un respingo.

—Me remendaron como pudieron, recuperé el uso de la palabra, como puede ver, y, lo crea o no, todo pasó en los minutos que siguieron a la muerte de Madeleine Talcot. Pero aún tengo dificultades para respirar y he perdido la mayoría de mis funciones locomotrices. Evidentemente, hasta con una resonancia magnética puede pasar inadvertido un ataque, pero yo soy médico. Y sé que, desde el punto de vista médico, lo que me ha pasado es imposible…

—¿Por qué decidió quedarse? —preguntó Bertegui después de un silencio.

Una pálida sonrisa, amarga. Bertegui comprendió que la respuesta no podía decirse con palabras, que debía de ocultar una compleja realidad: «Necesidad de entender… ningún sitio al que ir… la esperanza de ayudar a la policía como acabo de hacerlo… yo ya estoy muerto… no es asunto suyo…». El aparente dominio de Lieberman escondía un drama humano: le habían robado la vida. O al menos, él estaba convencido de ello, lo que venía a ser lo mismo.

La mirada del médico momificado se perdió por la ventana, donde el gris de la calle se abría paso entre las láminas de la persiana veneciana. Bertegui consideró que ya había llegado el momento de despedirse. Se levantó, recordó una pregunta que le había surgido durante la exposición de Lieberman.

—¿Por qué todo esto, doctor? ¿Los sacrificios… las misas?

Con la cabeza todavía hundida entre las almohadas, Lieberman volvió los ojos hacia él con un leve movimiento de cuello. Por su mirada, Bertegui supuso que estaba satisfecho de no terminar la entrevista con una puntualización personal y lúgubre.

—En un principio, por reacción: contra el poder establecido. Contra las prohibiciones de la Iglesia. O, según los psicólogos, para liberarse de un superego abrumador y satisfacer sus pulsiones por medio de unas prácticas a las que se entregan bajo el efecto de las drogas en el transcurso de esas reuniones. El goce… que conduce a la locura… Eso es lo que está en la base de la brujería.

«Luego, porque no hay elección. Le cogen el gusto. De todos modos, lo que la ciudad quiere, la ciudad lo obtiene. A cualquier precio. Y la ciudad solo quiere una cosa: sangre. Es de la sangre de donde extrae su fuerza.

Sin mirar a Bertegui, concluyó con estas palabras: —No hay una casa en esta ciudad en que no haya desaparecido al menos un niño en el devenir de los siglos… Así es como se ha ido forjando Laville-Saint-Jour. Harán falta siglos para borrar lo que aquí ha pasado. Y lo que aún está por pasar…

Capítulo 50

N
icolas aparcó el Mini a unos treinta metros de la verja principal del Saint-Exupéry justo a la entrada del paseo del parque. El coche desentonaba un poco en ese entorno: cierto es que circulaban otros Minis, pero ninguno lucía unas bandas a cuadros blancos y negros en plan rally, ni llantas refulgentes montadas sobre gruesos neumáticos; sin embargo, ni se le había pasado por la cabeza pedir prestado un vehículo con el único fin de montar guardia, pues al fin y al cabo de eso es de lo que se trataba. Por lo demás, el Mini estaba aparcado justo en un recodo del paseo, debajo de un árbol. ¿Quién iba a reparar en él, entre la masa de coches que traían a los alumnos al colegio?

Con el motor apagado, bajó la ventanilla, se subió el cuello y la bufanda: la temperatura no paraba de descender esos últimos días de madrugada, a medida que la niebla aumentaba…

La eterna historia de Laville-Saint-Jour.

Su segunda visita al Saint-Ex desde que había regresado: la segunda en veinte años. En la anterior, le habían informado de la muerte de su madre, un niño había lanzado un alarido de pavor, y se había visto afectado por un fenómeno del que se creía curado desde su encuentro con Cléance, un cuarto de siglo antes: un flechazo.

Qué extraño, pensó al rememorar la violenta e inexplicable atracción a primera vista que sintió hacia Audrey, qué extraño que tuviera que traspasar las puertas del Saint-Ex para que se abrieran las del amor.

Por otra parte, ¿se había enamorado de Audrey? La pregunta no tenía justificación. Desde luego que tenía… ganas de amarla. Unas ganas locas. El menor de sus gestos le provocaba accesos de deseo: el modo en que se echaba el pelo hacia atrás, su actitud cuando cruzaba las piernas, sus labios alrededor del cigarrillo, su mirada inteligente y risueña… Ganas locas de amarla. Pero ¿qué importaba? Le estaba vedado. Tal y como le había confesado, no era el mejor momento; a decir verdad, no se podía encontrar en uno peor para que Cupido apuntara a su corazón. Por supuesto, no había podido darle muchas más explicaciones. No era el momento apropiado… «Te pondría en peligro.»

Era una verdad infinitamente triste: ¿de cuántas mujeres puede un hombre adulto enamorarse en el curso de una vida, con solo intercambiar las primeras palabras, con la primera sonrisa? ¿Cuántas mujeres habían despertado realmente en él ese deseo inmediato, no meramente sexual, sino mucho más allá, como una repentina pulsión vital que se pone a latir y provoca que se eche de menos al otro con todas sus fuerzas? ¿Descubrirla, protegerla, poseerla?

Solo que quizá Audrey ya estuviera en peligro. Le había contado con pelos y señales la escena de la ruptura con Antoine y, sobre todo, sus dudas en cuanto a su papel en lo relativo a su alumno Bastien Moreau… «Me parece que Antoine estaba debajo de mi ventana esta noche.» Por supuesto que podía ser Antoine. Claro que también podía ser cualquier otra persona. Su ex marido, por ejemplo: ¿qué había venido a hacer exactamente a Laville-Saint-Jour aquel año? (Audrey había respondido a esa pregunta con un escueto: «Joce es la última persona del mundo de la que tengo ganas de hablar ahora…»). También podía tratarse de algún vecino… O realmente de cualquiera. O no.

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