Nueva York. David Swift, profesor de la Universidad de Columbia, acude al hospital para visitar a Hans Kleinman, físico retirado, compañero de Einstein y antiguo mentor suyo, que ha sido torturado brutalmente en su domicilio. Antes de morir, Kleinman le revela una serie numérica, en apariencia aleatoria, y dos palabras en alemán:
Einheitliche Feldtheorie
, la teoría del campo unificado. David pronto descubre que los números no son otra cosa que la clave para llegar a una Teoría a la que Einstein dedicó la mitad de su vida y que, de llevarse a la práctica, podría ser más poderosa que la que sirvió para construir la bomba atómica.
A pocas horas de la muerte de su mentor, David Swift tiene que entrar en la clandestinidad, perseguido por el FBI y por un despiadado mercenario que está tras la histórica teoría. Con la ayuda de una amiga de su juventud, ahora una brillante científica de Princeton, David tratará de revelar el alcance y las consecuencias de la última creación de Einstein.
Mark Alpert
La clave de Einstein
ePUB v1.0
LeoLuegoExisto10.05.12
Título de la edición original:
Final Theory
© Mark Alpert, 2008
Traducción del inglés: Aleix Montoto, 2010
Para Lisa, que ha llenado de maravillas mi universo
El poder desatado del átomo ha cambiado todo
excepto nuestra forma de pensar y, en consecuencia,
nos dirigimos hacia una catástrofe sin precedentes.
ALBERT EINSTEIN
Hans Walther Kleinman, uno de los más grandes físicos teóricos de nuestro tiempo, se estaba ahogando en la bañera. Un desconocido de brazos largos y fibrosos mantenía sus hombros pegados al fondo de porcelana.
Aunque sólo había treinta centímetros de profundidad, los brazos del tipo lo habían inmovilizado e impedían que pudiera sacar la cabeza de debajo del agua. En un intento de liberarse de su presa, Hans arañó las manos del desconocido, pero era un joven
shtarker
[1]
bruto y despiadado, mientras que Hans era sólo un anciano de setenta y seis años con artritis y el corazón débil. Se agitó frenéticamente, dando patadas a las paredes de la bañera y salpicándolo todo de agua tibia. No podía ver bien al atacante; su rostro era una imagen borrosa y acuosa que no dejaba de moverse. El
shtarker
debía de haber entrado al apartamento por la ventana abierta de la salida de incendios, y luego se debía de haber dirigido rápidamente hacia el cuarto de baño al darse cuenta de que Hans estaba dentro.
Mientras forcejeaba, Hans empezó a sentir una presión en el pecho, justo en el centro, debajo del esternón, y rápidamente se propagó por toda la caja torácica. Era una presión en negativo, que le oprimía hacia dentro desde todas partes, constriñéndole los pulmones. En unos segundos le subió al cuello, sofocándolo. Hans sintió que la presión lo asfixiaba y empezó a boquear. Esto hizo que tragara agua tibia, y entonces se transformó en una criatura presa del pánico que se retorcía y se contraía como un animal primitivo sacudido por sus últimas convulsiones.
¡No, no, no, no, no, no!
Finalmente se quedó quieto, y mientras su visión se iba apagando pudo ver las pequeñas olas de la superficie, apenas a unos centímetros de su rostro. Una serie de Fourier, pensó. Qué hermosa.
Pero no había llegado su final, no todavía. Cuando recuperó el conocimiento, Hans se encontró a sí mismo tumbado boca abajo en el frío suelo de baldosas, tosiendo y expulsando agua. Le dolían los ojos, sentía sacudidas en el estómago y respirar se le hacía insoportable. Regresar a la vida era más doloroso que morir. Entonces sintió un fuerte golpe en la espalda, justo entre los omóplatos, y oyó como alguien decía en un tono desenfadado:
—¡Hora de despertarse!
El desconocido lo cogió por los codos y le dio la vuelta. Hans se golpeó la cabeza contra las baldosas mojadas. Todavía respirando con dificultad, levantó la mirada para ver a su atacante, que se había arrodillado sobre la alfombrilla del baño. Era un tipo enorme, pesaba al menos cien kilos. Los músculos de los hombros se le marcaban bajo la camiseta negra y llevaba los pantalones de camuflaje metidos por dentro de las botas negras de piel. Era calvo, tenía la cabeza desproporcionadamente pequeña en comparación con el cuerpo y lucía una barba de pocos días en las mejillas y una cicatriz en la mandíbula. Seguramente es un yonqui, supuso Hans. Cuando me mate pondrá todo patas arriba en busca de algún objeto de valor. Sólo entonces este estúpido
putz
[2]
se dará cuenta de que no tengo un maldito centavo.
El
shtarker
extendió sus delgados labios, dibujando una sonrisa.
—Ahora tendremos una pequeña charla, ¿de acuerdo? Si quiere, puede llamarme Simon.
La voz del tipo tenía un acento poco común que Hans no supo ubicar. Sus ojos eran pequeños y marrones, tenía la nariz torcida y la piel de un color como de ladrillo erosionado. Sus rasgos eran poco agraciados e indefinidos: podía ser español, ruso, turco…, cualquier cosa.
—¿Qué es lo que quiere? —intentó decir Hans, pero al abrir la boca volvió a sentir arcadas.
A Simon parecía divertirle la situación.
—Ya, ya… Lamento todo esto. Tenía que demostrarle que la cosa va en serio. Mejor dejarlo claro desde el principio, ¿no?
Extrañamente, Hans ya no tenía miedo. Había aceptado el hecho de que este desconocido iba a matarlo. Lo que le molestaba era la insolencia del tipo, que no dejaba de sonreír mientras Hans permanecía tumbado y desnudo en el suelo. Estaba claro lo que iba a ocurrir a continuación: Simon le obligaría a darle el número de su tarjeta de crédito. Lo mismo le había ocurrido a uno de los vecinos de Hans, una mujer de ochenta y dos años que había sido atacada en su apartamento y a la que habían golpeado hasta que dio su número. No, Hans no tenía miedo, ¡estaba furioso! Tosió, expulsando los últimos restos de agua fuera de la garganta, y se apoyó sobre los codos.
—Esta vez ha cometido un error, maldito
gonif
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. No tengo dinero. Ni siquiera una tarjeta de crédito.
—No quiero su dinero, doctor Kleinman. Estoy interesado en la física, no en el dinero. Si no me equivoco, el tema le resulta familiar.
Al principio Hans todavía se enfadó más. ¿Acaso este
putz
le estaba tomando el pelo? ¿Quién creía que era? Un segundo más tarde, sin embargo, se dio cuenta de algo mucho más preocupante: ¿cómo había averiguado este tipo su nombre? ¿Y cómo sabía que era físico?
Simon pareció darse cuenta de lo que Hans estaba pensando.
—No se extrañe, profesor. No soy tan ignorante como parezco. Puede que no tenga estudios superiores, pero aprendo rápido.
A estas alturas, Hans ya se había dado cuenta de que este tipo no era un yonqui.
—¿Quién es usted? ¿Qué está haciendo aquí?
—Puede considerarlo un proyecto de investigación sobre un tema esotérico y que supone todo un desafío. —Sonrió de oreja a oreja—. Admito que algunas ecuaciones me resultaron algo difíciles. Pero tengo algunos amigos, ¿sabe?, y me lo explicaron muy bien.
—¿Amigos? ¿Qué quiere decir?
—Bueno, quizá «amigos» no es la palabra correcta. «Clientes» sería más apropiada. Tengo algunos clientes que saben del tema y tienen dinero. Y me han contratado para obtener de usted cierta información.
—¿De qué está hablando? ¿Es una especie de espía?
Simon rió entre dientes.
—No, no, nada de eso. Algo mucho menos emocionante. Soy un contratista independiente. Dejémoslo así.
A Hans la cabeza le iba ahora a toda prisa. El
shtarker
era un espía, o quizá un terrorista. No tenía clara su filiación exacta —¿Irán? ¿Corea? ¿Al Qaeda?—, pero eso daba igual. Todos buscaban lo mismo. Lo que Hans no comprendía era por qué esos cabrones lo habían elegido a él entre todos los físicos nucleares posibles. Como muchos otros de su generación, en las décadas de los cincuenta y los sesenta Hans llevó a cabo algunos experimentos clasificados para el Departamento de Defensa, pero básicamente lo que realizó fueron estudios sobre la radiactividad. Nunca se ocupó del diseño o la fabricación de bombas, y se había pasado la mayor parte de su vida profesional dedicado a investigaciones teóricas completamente ajenas al mundo militar.
—Tengo malas noticias para sus clientes, sean quienes sean —dijo Hans—. Se han equivocado de físico.
Simon negó con la cabeza.
—No, no lo creo.
—¿Qué tipo de información cree que puedo darle? ¿Cómo enriquecer uranio? ¡Yo no sé nada sobre eso! ¡Ni sobre el diseño de cabezas nucleares! Mi campo es la física de partículas, no la ingeniería nuclear. ¡Todos los documentos de mis investigaciones se pueden consultar en internet, no son ningún secreto!
El desconocido se encogió de hombros, impasible.
—Me temo que ha sacado una conclusión precipitada. No me interesan las cabezas nucleares ni sus documentos. Estoy interesado en el trabajo de otra persona, no en el suyo.
—¿Entonces por qué ha venido a mi apartamento? ¿Acaso se ha equivocado de dirección?
El rostro de Simon se endureció. Empujó a Hans hacia atrás hasta tumbarlo, le colocó una mano sobre la caja torácica y se inclinó hacia delante para cargar encima todo su peso.
—Resulta que se trata de alguien a quien usted conocía. ¿Recuerda a un profesor suyo de Princeton, hace cincuenta y cinco años? ¿El judío errante de Baviera? ¿El hombre que escribió
Zur Elektrodynamik bewegter Körper
? Estoy seguro de que no se ha olvidado de él.
Hans no podía respirar. La presión que ejercía la mano del
shtarker
era insoportable.
Mein Gott
, pensó. Esto no puede estar ocurriendo.
Simon se inclinó sobre él un poco más y colocó su rostro tan cerca del de Hans que éste podía verle los pelos negros de los orificios nasales.
—Él le admiraba, doctor Kleinman. Pensaba que era usted uno de sus asistentes más prometedores. Trabajaron estrechamente durante sus últimos años, ¿no es así?
Hans no hubiera podido contestar de haberlo querido. Simon presionaba con tanta fuerza que podía sentir cómo sus vértebras se aplastaban contra las frías y duras baldosas.
—Sí, le admiraba. Es más, confiaba en usted. Le consultaba acerca de todos los temas en los que estuvo trabajando durante esos años. Incluida su
Einheitliche Feldtheorie
.
En ese momento una de las costillas de Hans se rompió. Era en el costado izquierdo, en la curva exterior, donde la presión había sido mayor. El dolor le atravesó el pecho e hizo que abriera la boca para gritar, pero ni siquiera pudo coger suficiente aire para hacerlo.
Oh Gott, Gott im Himmel!
Su racional mente se desintegró de golpe y sintió miedo, ¡estaba aterrado! Ahora ya sabía lo que este desconocido quería de él, y era consciente de que al final sería incapaz de resistir.
Finalmente, Simon aflojó la presión y retiró la mano del pecho de Hans. Éste respiró hondo y al tomar aire volvió a sentir el punzante dolor en el costado izquierdo. Su membrana pleural se había rasgado, lo cual quería decir que pronto su pulmón izquierdo sufriría un colapso. Lloraba de dolor y se estremecía al respirar. Simon permanecía de pie junto a él, con los brazos en jarras y sonriendo, satisfecho de su trabajo.