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Authors: Mark Alpert

Tags: #Ciencia, Intriga, Policíaco

La clave de Einstein (2 page)

BOOK: La clave de Einstein
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—¿Le ha quedado claro? ¿Ya sabe lo que estoy buscando?

Hans asintió y luego cerró los ojos. Lo siento,
Herr Doktor
, pensó. Voy a tener que traicionarle. Mentalmente volvió a ver al profesor, tan claramente como si ese gran hombre estuviera allí mismo, en el baño. No se trataba del desaliñado genio de rebelde pelo blanco que todo el mundo conocía por las fotografías. El profesor que Hans recordaba era el de los últimos meses de su vida: las mejillas demacradas, los ojos hundidos, el aire derrotado, el hombre que atisbó la verdad pero que, por el bien de la humanidad, optó por no hacerla pública.

Hans sintió una patada en el costado, justo debajo de la costilla rota. El dolor le atravesó el torso y le hizo abrir los ojos de golpe. Una de las botas de piel de Simon se apoyaba en la cadera desnuda de Hans.

—No hay tiempo para dormir —dijo—. Tenemos trabajo que hacer. Voy a buscar papel a su escritorio y me lo va a poner todo por escrito. —Se volvió y salió del cuarto de baño—. Y si hay algo que no entiendo, me lo explica. Como si se tratara de un seminario, ¿de acuerdo? Quién sabe, quizá incluso se lo pasa bien.

Simon cruzó el vestíbulo en dirección al dormitorio de Hans. Un segundo más tarde, Hans oyó como revolvía sus cosas. Con el desconocido fuera de su vista, Hans se tranquilizó un poco y pudo volver a pensar, por lo menos hasta que el bastardo regresó. Y le vinieron a la mente las botas del
shtarker
, esas relucientes botas militares negras. Hans sintió una oleada de indignación. Ese tipo intentaba parecer un nazi. En el fondo es lo que era, un nazi. No se diferenciaba mucho de los matones de uniforme marrón que Hans había visto desfilar por las calles de Frankfurt cuando tenía siete años. Y las personas para las que Simon trabajaba, esos «clientes» anónimos, ¿qué eran sino nazis?

Simon regresó con un bolígrafo en una mano y un cuaderno de hojas amarillas en la otra.

—Muy bien. Empecemos por el principio —dijo—. Quiero que me escriba la ecuación del campo revisada.

Se arrodilló y le ofreció el bolígrafo y el cuaderno, pero Hans no los cogió. Su pulmón estaba sufriendo un colapso y respirar era una tortura. No iba a ayudar a ese nazi.

—Váyase al infierno —le espetó.

Simon le reprendió con la mirada, como si se tratara de un niño de cinco años que no se porta bien.

—¿Sabe lo que pienso, doctor Kleinman? Que necesita otro baño.

Con un rápido movimiento, Simon levantó a Hans y lo sumergió otra vez en el agua. De nuevo Hans se resistió e intentó sacar la cabeza de debajo del agua, golpeándose contra las paredes de la bañera mientras arañaba los brazos del
shtarker
. Esta segunda vez era, si cabe, todavía más aterradora que la primera, pues ahora Hans sabía lo que le esperaba: la asfixiante agonía, el frenético forcejeo, el involuntario descenso a la oscuridad.

Esta vez se hundió más profundamente en la inconsciencia. Le supuso un tremendo esfuerzo regresar del abismo, e incluso después de abrir los ojos se sentía como si no estuviera consciente del todo. Veía los contornos borrosos y respiraba de forma entrecortada.

—¿Está ahí, doctor Kleinman? ¿Me puede oír?

Ahora la voz sonaba apagada. Cuando Hans alzó la vista vio la silueta del
shtarker
, pero su cuerpo parecía estar rodeado por una penumbra de partículas vibratorias.

—Me gustaría que fuera más razonable, doctor Kleinman. Si considera de forma lógica la situación, se dará cuenta de que todo este subterfugio es absurdo. No puede ocultar algo así para siempre.

Hans miró más atentamente la penumbra que rodeaba al tipo y vio que en realidad las partículas no vibraban: aparecían de la nada y volvían a desaparecer; parejas de partículas y antipartículas que surgían como por arte de magia del vacío cuántico y luego desaparecían con la misma rapidez. Esto es increíble, pensó Hans. ¡Ojalá tuviera una cámara!

—Aunque no nos ayude, mis clientes conseguirán lo que buscan. Quizá no lo sepa, pero su profesor tenía otros confidentes. Pensó que lo más inteligente sería repartir la información entre ellos. Ya nos hemos puesto en contacto con algunos de estos caballeros y han sido francamente serviciales. De un modo u otro, terminaremos consiguiendo lo que necesitamos. Así que, ¿por qué complicar las cosas?

Las partículas evanescentes parecían aumentar de tamaño mientras Hans las miraba fijamente. Al observarlas con mayor atención se dio cuenta de que no eran partículas, sino cuerdas infinitamente finas que se estiraban de una cortina espacial a otra. Las cuerdas vibraban entre las cortinas ondulantes, que a su vez se transformaban en tubos, conos y colectores. Y todo este complejo baile se desarrollaba tal y como había sido predicho, exactamente como
Herr Doktor
lo había descrito.

—Lo siento, doctor Kleinman, pero mi paciencia se está agotando. No disfruto con esto, pero no me deja otra opción.

El tipo le dio tres patadas en el costado derecho del pecho, pero Hans ni siquiera las sintió. Las diáfanas cortinas espaciales lo habían rodeado. Hans podía verlas tan claramente como si fueran mantas curvilíneas de vidrio soplado, brillantes e impenetrables, aunque de tacto suave. Obviamente el tipo no podía verlas. ¿Quién era este tipo? Se lo veía tan ridículo ahí de pie, con sus botas de piel.

—¿No las ve? —susurró Hans—. ¡Están delante de sus ojos!

El hombre dejó escapar un suspiro.

—Me temo que esto requiere una forma de persuasión mucho más enérgica. —Se dirigió hacia el vestíbulo y abrió la puerta del armario ropero—. Veamos qué tenemos por aquí. —Al cabo de un rato regresó al cuarto de baño con una botella de plástico de alcohol y una plancha eléctrica—. Doctor Kleinman, ¿podría decirme dónde se encuentra la tienda más cercana?

Hans se había olvidado del tipo. No veía nada más que los pliegues en forma de lazo del universo, curvándose alrededor como una suave manta infinita.

2

David Swift estaba de un inusual buen humor. Él y Jonah, su hijo de siete años, habían pasado una espléndida tarde en Central Park. Para rematar el día, David había comprado unos helados de cucurucho en un puesto ambulante de la calle 72, y ahora padre e hijo paseaban bajo el bochorno de un crepúsculo de junio en dirección al apartamento de la ex mujer de David. Jonah también estaba de buen humor porque en su mano izquierda —con la derecha sujetaba el cucurucho— blandía una recién estrenada
Super Soaker
de disparo triple. Mientras caminaba por la acera había ido disparando ociosamente con la escopeta de agua de última generación a diversos blancos al azar —ventanas, buzones de correo, unas cuantas bandadas de palomas—, pero a David no le importaba. Antes de salir del parque, el depósito de la escopeta ya estaba vacío.

De algún modo, Jonah había conseguido seguir comiendo el helado mientras estudiaba el cargador de la
Super Soaker
.

—¿Y cómo dices que funciona? ¿Por qué el agua sale con tanta fuerza?

David ya le había explicado el proceso un par de veces, pero no le importaba volver a repetirlo. Le encantaba tener ese tipo de conversación con su hijo.

—Cuando tiras de esa cosa roja, el mango rojo, el agua pasa del depósito grande al pequeño.

—Un momento, ¿dónde está el pequeño?

David señaló la parte posterior de la escopeta.

—Aquí. El depósito pequeño tiene aire, y al meter agua dentro queda menos espacio para el aire. Las moléculas de aire se comprimen y empujan el agua.

—No lo pillo. ¿Por qué empujan el agua?

—Las moléculas de aire están en continua agitación. Y al comprimirlas, ejercen presión contra el agua todavía con mayor fuerza.

—¿Puedo llevar la pistola a la escuela para enseñarla y hablar de ella en clase?

—Esto…, no sé si…

—¿Por qué no? Es ciencia, ¿no?

—No creo que en la escuela estén permitidas las escopetas de agua. Pero tienes razón, efectivamente, esta cosa está relacionada con la ciencia. El tipo que inventó la
Super Soaker
era un científico. Un ingeniero nuclear que trabajaba para la NASA.

Jonah apuntó con su escopeta de agua a un autobús que bajaba por la avenida Columbus. Parecía estar perdiendo interés en la física de las
Super Soaker
.

—¿Y tú por qué no te convertiste en científico, papá?

David se quedó pensativo un segundo antes de responder.

—Bueno, no todo el mundo puede ser científico. Pero escribo libros sobre la historia de la ciencia y eso también es divertido. Gracias a ello aprendo cosas sobre gente famosa como Isaac Newton y Albert Einstein y puedo dar cursos sobre ellos.

—Yo no quiero hacer eso. Yo seré un científico de verdad. Inventaré una nave espacial que llegue a Plutón en cinco segundos.

Habría sido divertido hablar acerca de la nave espacial, pero ahora David estaba incómodo. Sentía una gran necesidad de mejorar la imagen que su hijo tenía de él.

—Hace muchos años, cuando estaba en la universidad, me dediqué a la ciencia de verdad. Sobre todo al espacio.

Jonah se volvió y se lo quedó mirando.

—¿Quieres decir naves espaciales? —preguntó esperanzado—. ¿Naves que pueden ir a millones de kilómetros por segundo?

—No, estudiaba la forma del espacio. El aspecto que tendría el espacio si hubiera dos dimensiones en vez de tres. Tenía un profesor, el doctor Kleinman, que era uno de los científicos más inteligentes del mundo. Escribimos un artículo juntos.

—¿Un artículo? —el entusiasmo parecía ir desapareciendo del rostro de Jonah.

—Sí, eso es lo que hacen los científicos, escribir artículos sobre sus descubrimientos para que sus colegas puedan ver qué es lo que han hecho.

Jonah se volvió para ver el tráfico. Le aburría tanto que ni siquiera se molestó en preguntar lo que quería decir la palabra «colegas».

—Le preguntaré a mamá si puedo llevar la
Super Soaker
a clase.

Un minuto después entraban en el edificio en el que vivían Jonah y su madre. David también había vivido allí, hasta que hace dos años Karen y él se separaron. Ahora él tenía un pequeño apartamento un poco más al norte, cerca de su trabajo en la Universidad de Columbia. Todos los días laborales recogía a Jonah en la escuela a las tres en punto y lo llevaba a casa de su madre cuatro horas más tarde. Este acuerdo les permitía evitar el gasto considerable de contratar una niñera. El corazón de David siempre se encogía al pasar por el vestíbulo de su viejo edificio y entrar en el lento ascensor. Se sentía como si fuera un exiliado.

Cuando finalmente llegaron al piso decimocuarto, David vio que Karen los esperaba de pie en la puerta del apartamento. Todavía iba vestida con la ropa del trabajo: zapatos negros de tacón y un traje de chaqueta gris, el clásico uniforme de los abogados corporativos. Con los brazos cruzados sobre el pecho, Karen examinó a su ex marido, observando con evidente desaprobación la barba de tres días de David, los vaqueros manchados de barro y la camiseta con el emblema de su equipo de
softball
, los «Historiadores sin pegada». Sus ojos se posaron entonces en la
Super Soaker
. Intuyendo problemas, Jonah le pasó la escopeta a David y pasó de largo por delante de su madre mientras se metía en el apartamento. «Voy a hacer pipí», gritó mientras se iba corriendo al baño.

Karen negó con la cabeza al ver la escopeta de agua. Un mechón de pelo rubio le caía sobre la mejilla izquierda. Todavía era hermosa, pensó David, pero se trataba de una belleza fría; fría e inflexible. Ella levantó el brazo y se apartó el mechón de la cara.

—¿En qué narices estabas pensando?

David ya se esperaba esto.

—Espera, ya le he explicado a Jonah cuáles son las reglas. Nada de disparar a la gente. Hemos ido al parque y hemos estado disparando a las piedras y a los árboles. Ha sido divertido.

—¿Crees que una escopeta es un juguete apropiado para un niño de siete años?

—No es una escopeta, ¿vale? Y en la caja ponía que era para niños a partir de siete años.

Karen entrecerró los ojos e hizo una mueca con los labios. Era una expresión que hacía a menudo cuando discutían, y David siempre la había odiado.

—¿Sabes lo que hacen los niños con estas
Super Soakers
? —dijo ella—. Anoche vi una noticia sobre esto en la tele: un grupo de niños de Staten Island puso gasolina en la escopeta en vez de agua y la convirtieron en un lanzallamas. Casi incendian todo el barrio.

David respiró hondo. No quería volver a discutir con Karen. Ésta era la razón por la que se habían separado: se pasaban todo el día discutiendo delante de Jonah. No tenía sentido alguno continuar esta conversación.

—Muy bien, muy bien, tranquilízate. Dime qué quieres que haga.

—Llévate la escopeta. Puedes dejar que Jonah juegue con ella cuando esté contigo, pero yo no quiero esa cosa en mi casa.

Antes de que David pudiera responder, oyó que sonaba el teléfono dentro del apartamento. Jonah gritó, —¡Yo lo cojo!

Karen miró de soslayo y por un momento pareció que iba a salir disparada hacia el teléfono, pero en lugar de eso se limitó a prestar atención para oír qué decían. David se preguntó si se trataba de su nuevo novio. Ella había empezado a salir con otro abogado, un tipo campechano de pelo gris con dos ex esposas y mucho dinero. David no estaba exactamente celoso (hacía mucho que había perdido la pasión por Karen). Lo que no soportaba era imaginar a ese viejales de falsa sonrisa cogiendo confianza con Jonah.

Jonah vino hasta la puerta con el teléfono inalámbrico en la mano. Al llegar se detuvo en seco, probablemente extrañado por la preocupación que traslucían los rostros de sus padres. Entonces le pasó el teléfono a David.

—Es para ti, papá.

El rostro de Karen se descompuso. Se sentía traicionada.

—Qué raro. ¿Por qué habría alguien de llamarte aquí? ¿Acaso no tienen tu nuevo número?

Jonah se encogió de hombros.

—El hombre del teléfono ha dicho que es de la policía.

David iba sentado en el asiento trasero de un taxi en dirección al hospital Saint Luke. Estaba oscureciendo y las entusiastas parejas de los jueves por la noche hacían cola en la puerta de los restaurantes y los bares de la avenida Amsterdam. Mientras el taxi atravesaba el tráfico a toda velocidad, dejando atrás autobuses y camiones de reparto, David iba mirando los letreros de neón de los restaurantes y el refulgir intermitente de sus letras de color naranja.

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