A regañadientes, el crío se fue arrastrando los pies hasta la puerta. Al abrirla, se volvió e inclinó su cabecita con aire suspicaz: también él presentía que… algo no iba bien. Finalmente, salió, no sin antes anunciar al policía apostado a la entrada que su mamá ¡«iba mucho mejor» y que estaba guay!
Un silencio los aisló de nuevo entre los vagos aromas de alcohol que inundaban la habitación… Audrey quiso aclararse la garganta, carraspeó, se vio aquejada de un vértigo fugaz. Luego todo volvió a su lugar.
—Has tenido suerte —le informó Joce.
Ella tragó saliva, con la desagradable sensación de tener una bola de estopa en la garganta, lento aumento del dolor en los riñones.
—Mucha suerte —prosiguió—. Podrías haberla palmado. Es más, deberías haberla palmado —se corrigió—. De haber sabido que saldrías de esta, nunca se habría avisado a la policía.
La mujer cerró los ojos: ¿De verdad estaba diciéndole eso su ex marido, el hombre a quien más había amado? ¿Había sido él quien la había golpeado? Lo ignoraba… Ni siquiera sabía qué es lo que le pasaba.
—El médico asegura que se trata de un milagro. Y por lo visto, es uno de tantos si tenemos en cuenta que solo has estado tres días en coma… Y para que te tranquilices, la operación ha sido un éxito. Aún te queda un riñón que funciona perfectamente. Y la transfusión te ha salvado la vida. En cuanto al cerebro, los minutos en que te creyeron muerta no han dejado secuelas… Hasta aquí las buenas noticias.
La presión en la parte baja de la espalda latía con ondas cálidas, ardientes incluso, pero no era nada en comparación con el desconcierto que sentía.
Joce se puso en pie y ella se estremeció. Se acercó a la cama… se mantenía erguido, con el pelo veteado de blanco, la mirada dura encajonada en una maraña de arrugas: era aquella misma determinación, aquella fuerza mental, la que la había empujado a sus brazos.
—No vas a decir nada, Audrey —dijo sentándose en la cama—. Ni una palabra. O al menos ni una palabra que no hayas repetido primero conmigo. Empezando por tu atacante: ha sido Cléance Rochefort, y fue por causa de Antoine y de Nicolas le Garrec por lo que tuvisteis ese altercado: después de todo, has sido la amante de los dos hombres de su vida, lo que justifica un poco su ira. De lo demás, ni una sola palabra. Tú no sabes nada… y por supuesto, David nunca habrá de verse implicado. Ni que decir tiene que yo tampoco, claro.
La mujer quiso hablar de nuevo, protestar, pedirle explicaciones, pero no le salieron las palabras, acalladas por la sequedad que sentía en la garganta, y su lengua parecía no estar dispuesta a colaborar.
—No dirás nada, porque es la única condición para que continúes viendo a David… y para protegerlo. Es la única condición para que… siga con vida, Audrey. ¿Lo entiendes?
Cerró los ojos por un momento. Sí, lo entendía. Su silencio a cambio de la vida de su hijo: el chantaje era horrible, pero habría aceptado cualquier trato.
—Somos muchos, Audrey… y poderosos. Nada ha terminado… Esto no ha hecho más que comenzar. Vuélvete en mi contra, y al instante tu vida se convertirá en un infierno. Tu hijo está a salvo. De momento. La decisión está en tu mano. Que sepas que, aunque logres inculparme en este caso, no importa adónde vayas… te encontrarán.
La asaltaron mil preguntas: ¿Nicolas le Garrec? ¿Qué ha sido de él? ¿Está vivo? ¿Bastien Moreau? ¿Y cómo voy a hilvanar esa mentira para no despertar sospechas? ¿Qué tengo que decir exactamente a la policía?
Ay, cómo echaba de menos la presencia de Nicolas… Su calor… Su suave mirada, oscura y buena a un tiempo… y aquella evidencia de pertenecer el uno al otro, de que sus vidas estaban unidas por el destino…
Como si le hubiera adivinado el pensamiento, Joce prosiguió:
—Lo quieras o no, estás unida a nosotros desde ahora. Y en el fondo, es perfecto. Porque así es como debió ser desde el principio.
Audrey lo miró fijamente y vio pasar por sus ojos un odio frío y un amor ardiente… o al revés. Con un doloroso esfuerzo, pronunció estas palabras:
—¿Por qué?
Y ese fue el momento elegido por la enfermera Jacqueline para hacer su entrada, seguida de los pasitos precipitados de David.
—Bueno, bueno, nos ha dado un buen susto —exclamó la rubia enfermera—. El doctor Maltos llegará enseguida, pero estamos muy contentos de volver a verla aquí con nosotros… —prosiguió yendo y viniendo entre sondas, tubos, goteros…—. ¿Ya le ha explicado la situación su marido?
Se detuvo de repente mientras comprobaba el tensiómetro y se volvió hacia Audrey con una sonrisa luminosa.
—En cualquier caso, tiene usted una suerte loca de tener un marido así —dijo en tono de confidencia—. Prácticamente no se ha movido de su cabecera desde que llegó aquí…
Audrey le dirigió una mirada de fría cólera… una mirada que la enfermera nunca había visto en ningún comatoso que despierta, y que casi la hizo dar un paso atrás. Se quedó quieta, miró al marido, a la mujer, al hijo. Le dio un fugaz mareo antes de bajar la mirada. Entonces escuchó a su paciente decir, con voz débil, pero con tono firme:
—Con una condición… Recupero a David a tiempo completo. Y eso no admite negociación.
C
laudio Bertegui salió de la comisaría cojeando… casi trastabillando, pues si bien las pastillas no podían hacer nada contra el dolor, debía tomarlas para, al menos, no ponerse a gritar de pura angustia, y le provocaban una sensación de vértigo permanente. Fuera, brillaba un sol cegador… pero Bertegui no notaba ni su calor ni su brillo. Se había puesto unas gafas oscuras, y además, no quería ver el sol. El día anterior, mientras esperaba en el hospital, una vieja loca lo había llevado aparte con toda tranquilidad: «Esto es siempre así —había susurrado—. Siempre así después de la
niebla llena
. Se diría que la niebla… se lleva algunas personas y luego se calma. Sí… Por eso hoy hace buen día: la ciudad está contenta.» Entonces le pareció que su mujer y su hija eran las que habían alegrado a la ciudad, que el precio pagado por ese hermoso sol eran las imágenes de torturas que lo atormentaban y que se alternaban con las de los mil momentos felices que había pasado junto a ellas: las carcajadas de Jenny, sus incesantes preguntas, la mirada de su mujer, tierna cuando contemplaba a su hija y amorosa cuando hablaba de su Jabalí… Y había llorado en el hospital, delante de la mujer, y luego en su casa, en la comisaría, en todas partes, nunca dejaría de hacerlo, nunca… por eso las gafas oscuras. Para no mostrar públicamente su dolor. ¡Y para no ver esa mierda de sol!
Se recompuso: estuvo a punto de desmoronarse nuevamente, ahí, a cincuenta metros del trabajo, a tres de su coche… Pero aquello se iba a terminar. Era una cuestión de tiempo, de días. El tiempo de reponerse… El tiempo de dejar las pastillas para reanudar la investigación. Oh, no sería nada oficial: había presenciado el interrogatorio de Clément y de los otros. ¡Unos blandos! Peor aún: ¡eran como belgas que estuvieran interrogando a Dutroux! Y, diez años después, habían renunciado a buscar la red de Dutroux, ¿no?
Iba a actuar en solitario. E iba a ser implacable. Antoine Rochefort tenía una coartada; ya veríamos si la confirmaría con una pistola en las narices. Él y los demás. Los nombres que Rochefort le iba a dar. Sí, seguiría la pista. Hasta él. Hasta donde fuera. Hasta el fin del mundo… De todos modos, ¿qué podía hacer, si no? ¿Abandonar?
Abrió la puerta de su coche cuando alguien lo llamó.
—¿Comisario Bertegui?
Se dio la vuelta, enfocó un poco la vista desde detrás de sus gafas, porque sí, santo Dios, sus ojos se habían vuelto a humedecer: una melena blanca, un rostro transparente. La astróloga.
—Quería hablar con usted, comisario…
Bertegui dudó, finalmente se quitó las gafas.
—¿De qué? —preguntó con un ladrido.
Suzy Belair pareció no molestarse.
—Me… me he enterado de lo que le ha pasado.
Bertegui asintió… ¿Había venido a darle el pésame? ¿Ya?
—Me… me parece que debería haber hablado antes con usted —dijo con una pálida sonrisa, con un aspecto afligido que no recordaba nada al fantasma impasible que lo había recibido la primera vez—. No sé si puedo ayudarlo a encontrar a quien busca, pero… al menos, sin duda puedo ayudarlo a comprender lo sucedido. ¿Quiere que vayamos a sentarnos a algún sitio?
Algún día, el mar…
N
icolas escuchó unos gemidos y abandonó al instante el ordenador en el que se encontraba trabajando.
Se levantó, cruzó la chocita, entró en la habitación. Bajo el gran ventilador, Bastien se agitaba en su cama. Nicolas se acercó, lo llamó suavemente: siempre despacito, porque si no el chico salía del sueño dando gritos. Bastien no se despertó, así que se sentó en el borde del colchón, le puso la mano en la frente ardiente.
—Bastien —volvió a murmurar—. Bastien, despierta… Todo va bien, es una pesadilla… Solo una pesad…
Bastien abrió los ojos a la vez que aspiraba una gran bocanada de aire. Durante unos cuantos segundos, se quedó mirando al escritor sin verlo, luego observó la habitación con aire confuso: el escueto y exótico mobiliario, las cortinas claras agitadas por un viento cálido, los bambúes… Fuera, el chapoteo de un océano tranquilo refrescaba la atmósfera tropical y fue ese rumor lo que sacó a Bastien de su embotamiento.
Los dos compañeros intercambiaron una mirada. Nicolas sonrió. Fue él quien llevó de la mano a Bastien para guiarlo por el pasillo entre la niebla… También quien cargó con él cuando perdió el conocimiento, quien lo tranquilizó cuando al chaval le entró un ataque de nervios en cuanto salieron del subterráneo: un ataque en el que empezó a arrancarse la piel de la cara a base de arañazos de pura rabia… También quien le hizo la promesa de no abandonarlo nunca —¡nunca!—. Ni a la policía, ni a los de los servicios sociales, ni a Laville-Saint-Jour… ni por supuesto a Andremi. Había cumplido su palabra. La mantendría hasta el final.
—Estoy bien —dijo Bastien.
Desde hacía algún tiempo, le empezaban a salir los primeros gallos, y el chico le recordaba cada vez más al adolescente que él mismo había sido: un adolescente que tenía pesadillas, condenado a vencer lo infranqueable. Con las mejillas demasiado hundidas para su edad, con las ojeras oscuras bajo el bronceado. De hecho, allá donde iban —de playa en playa, por islas y bahías— los tomaban por padre e hijo. Lo que estaba muy bien, aun cuando los primeros meses viviendo como fugitivos habían resultado agotadores: los papeles falsos, los vuelos tomados con el corazón en un puño…
—¿Has terminado? —preguntó.
Nicolas no preguntó de qué hablaba. Lo sabía: su nueva novela…
—Ahora mismo… acabo de poner punto y final. Las últimas frases… El epílogo.
—Eso está bien —dijo Bastien—. Así puede que ahora tengas tiempo de jugar conmigo con las palas.
Lo dijo con ironía, pero asomaron unas lágrimas en los ojos de Nicolas, a su pesar. Llevar una vida normal era una prueba diaria. Hasta allí, bajo el sol, al borde del mar, la irrupción de lo cotidiano, de los buenos y sencillos momentos de la vida, lo remitía a Laville-Saint-Jour, a Audrey… Pero Bastien tenía razón: ahora tendrían tiempo de jugar a las palas en la playa… y de coger conchas, de pescar en la bahía, de compartir una especie de felicidad triste, ficticia e imaginada… también llena de esperanzas: retomar la lucha. En lo que a ellos respectaba, no tenían el poder de hacerlo. Pero fuera, en otra parte, la resistencia se organizaba…
—Sí, ahora voy a disponer de mucho tiempo.
En la penumbra, Bastien no distinguió sus ojos empañados y estuvo bien.
—¿La vas a traer? —preguntó al rato.
Nicolas sonrió. Casi nunca hablaban del asunto… las imágenes los atormentaban a ambos, pero a cada uno por separado, y probablemente eran imágenes distintas: no habían visto lo mismo… aun cuando Nicolas sabía que lo que los había salvado de Andremi era un fenómeno sobrenatural, o cuando menos inexplicable, no había visto ninguna silueta en la niebla, ni mucho menos había oído lamentos o rugidos; en suma, ninguna de las manifestaciones referidas por Bastien. ¿Qué había sucedido realmente en las entrañas de Laville-Saint-Jour? Nicolas no lo sabía, y había llegado a la conclusión de que, de todos modos, a las puertas del infierno, todo era posible.
Y además, ¿importaba realmente? Ya tenían demasiadas cosas que superar —la pérdida de sus padres para Bastien, y de Opale, el trauma; para él, la prisión en que su marido mantenía a Audrey—, y demasiado que reconstruir también, y peligros que sortear, para andar tratando de poner en palabras, teorizando sobre lo imposible…
—Para eso va a servir el libro, ¿no? —insistió Bastien—. Bueno, no solo lo has escrito para tu editor…
Nicolas se vio sorprendido por una oleada de afecto hacia el muchacho: todos los días, Bastien lo asombraba con su madurez, con su perspicacia. También con su fuerza… ¿Cómo habría entendido el joven que el libro no era tan solo un medio de asegurarles el sustento durante años? Estaba seguro de que su versión del caso, un caso que había movilizado a los medios durante meses, apasionaría al público, pero en efecto, esas largas horas de escritura febril, compulsiva, servirían también para otros propósitos.
—Sí, tienes razón —dijo—. El libro también servirá para eso, sobre todo para eso… y creo que lo lograremos. La voy a traer. Y así ella también jugará a las palas, o le enseñaremos…
—Y puede que al voley también…, a las chicas les gusta lo del voley.
Nicolas soltó una risita: aquella conversación era tan improcedente… ¿Y cómo podía Bastien llamar «chica» a Audrey? Se imaginó la silueta bronceada de Audrey lanzándose sobre la arena para darle a un balón, su risa cuando fallara…
—Y estoy seguro de que le van a encantar las langostas —añadió.
—Jo, qué guay —dijo Bastien—. Pues, venga, ya estás yendo… a escribir la palabra FIN. Vamos, ahora mismo.
Nicolas asintió, le alborotó el pelo. Volvió a su ordenador con el corazón henchido de un renovado impulso para escribir la carta dirigida al verdadero destinatario de la novela.
Cuarenta y dos días después, Claudio Bertegui se encontraba tumbado en la cama del pequeño apartamento parisino que ocupaba con un nombre falso y cerraba el manuscrito que diez horas antes le había entregado un misterioso recadero. Lo había leído de un tirón, esforzándose por no saltarse páginas, devorado por la impaciencia. Permaneció en silencio durante mucho rato, aislado en su dolor como desde hacía siete meses, lejos del mundo aunque se hubiera instalado a dos pasos de la place de la République, lejos hasta de la instrucción… Hacía tiempo que había entendido el silencio de Cléance Rochefort, sellado para siempre por un secreto que iba más allá de las palabras: de ellas, ya no le quedaban recuerdos más que en lo profundo de su dolor. Lo había dado todo; se había deshecho de lo demás. Así pues, siete meses tratando de desaparecer… Siete meses siguiendo a Audrey Miller, intentando desentrañar su secreto… Ahora, entendía.