Éste, en cuyo corazón habían resonado gratamente los elogios del gascón, le recibió con agradable sonrisa.
—En verdad, caballero —dijo D’Artagnan—, que celebro en extremo haber encontrado una persona con quien poder hablar en mi idioma. Mi amigo el señor Du-Vallon tiene un carácter tan melancólico, que no se le pueden sacar cuatro palabras al día; y en cuanto a nuestros prisioneros, ya conoceréis que no tienen ganas de conversación.
—Son realistas temibles —dijo Groslow.
—Razón de más para que estén irritados con la prisión de su Estuardo, a quien espero que forméis pronto un buen proceso.
—¡Ya lo creo! —dijo Groslow—. Precisamente para eso le llevamos a Londres.
—No hay que perderle de vista en el camino.
—¡No faltaba más! Ya lo veis —repuso el oficial sonriéndose—; lleva una escolta verdaderamente regia.
—¡Oh! Por el día no hay peligro de que se escape; mas, ¿y por la noche?
—Por la noche se redoblan las precauciones.
—¿Cómo le vigiláis?
—Teniendo incesantemente ocho hombres en su habitación.
—¡Diantre! —exclamó D’Artagnan—. ¡Bien guardado está! Pero sin duda pondréis alguna guardia exterior. Toda precaución es poca con semejante prisionero.
—No tal. ¿Qué pueden hacer dos hombres sin armas contra ocho armados?
—¿Cómo dos hombres?
—El rey y su ayuda de cámara.
—¿Le han concedido no separarse del rey?
—Sí. Estuardo pidió le concedieran ese favor, y el coronel Harrison se lo ha otorgado. Parece que, como es rey, no puede vestirse ni desnudarse solo.
—Ciertamente, capitán —dijo D’Artagnan, resuelto a continuar con el oficial inglés el sistema laudatorio que tan buenos efectos había surtido—, que cuanto más os oigo, más me admira la distinción y facilidad con que habláis el francés. Decís que habéis vivido en París tres años; yo estaría toda mi vida en Londres, y no llegaría a tal grado de perfección. ¿Y qué hacíais en París?
—Mi padre, que es comerciante, me había puesto en casa de su corresponsal, cuyo hijo estaba recíprocamente en casa de mi padre; entre los que profesan el comercio son frecuentes estos cambios.
—¿Y os gustó París?
—En sumo grado; pero necesita una revolución como la nuestra; no contra el rey, que es niño, sino contra ese tacaño de italiano, amante de vuestra reina.
—¡Ah! Cuán conforme es mi opinión con la vuestra —dijo D’Artagnan—, y qué pronto se haría lo que decís si tuviésemos una docena de oficiales, libres de preocupaciones, honrados y puros como vos. ¡Qué pronto daríamos al traste con Mazarino y le formaríamos un buen proceso como a vuestro rey!
—Pues yo creía —contestó el oficial— que estabais a su servicio y que él os había enviado al general Cromwell.
—Distingamos: estoy al servicio del rey, y sabiendo que tenía que enviar a alguien a Inglaterra, pedí esta comisión, deseoso de conocer al hombre de genio que hoy gobierna los tres reinos. Así es que cuando nos propuso al señor Du-Vallon y a mí sacar la espada por la vieja Inglaterra, ya visteis cómo aceptamos la proposición.
—Sí, ya sé que cargasteis al lado del señor Mordaunt.
—¡A su derecha y a su izquierda, voto a tantos! ¡Ese sí que es un joven apreciable y valiente! ¡Cómo dio pasaporte a su tío!
—¿Le conocéis? —preguntó el oficial.
—Mucho, y todavía puedo añadir que estamos muy relacionados. El señor Du-Vallon y yo hemos venido de Francia con él.
—Por cierto que, según parece, le hicisteis aguardar mucho tiempo en Boulogne.
—¡Qué queréis! —dijo D’Artagnan—. Yo hacía entonces lo que vos ahora: custodiaba al rey.
—¿A cuál?
—Al nuestro: al pequeño
king
Luis XIV.
Quitóse D’Artagnan el sombrero y el inglés le imitó por política.
—¿Y qué tiempo le custodiasteis?
—Tres noches, y a fe que siempre las recordaré con gusto.
—¿Tan amable es el rey?
—¡El rey! Dormía profundamente.
—¿Pues qué queréis decir?
—Que mis amigos los oficiales de guardias y de mosqueteros iban a hacerme compañía y pasábamos las noches copeando y jugando.
—¡Ah! Sí —dijo el inglés con un suspiro—, los franceses son muy alegres.
—¿No jugáis también cuando estáis de guardia?
—Nunca —dijo el inglés.
—Os compadezco, porque debéis aburriros.
—De tal modo, que cuando me toca me entra especie de terror. Una noche entera pasada en vela es muy larga.
—Sí, cuando se está solo o con soldados estúpidos; pero si es con jovial compañero de juego, si ruedan sobre la mesa el oro y los dados, pasa como un sueño. ¿No os place jugar?
—Ya lo creo.
—¿El sacanete, por ejemplo?
—Me muero por él. Casi todas las noches jugaba en Francia.
—¿Y desde que permanecéis en Inglaterra?
—No he cogido un cubilete, ni una baraja.
—Os compadezco —dijo D’Artagnan con el aire de gran conmiseración.
—¿Queréis hacer una cosa?
—¿Qué?
—Mañana estoy de guardia.
—¿Con Estuardo?
—Sí. Podéis pasar la noche conmigo.
—Es imposible.
—¿Imposible?
—Absolutamente.
—¿Por qué?
—Todas las noches juego con el señor Du-Vallon. Hay veces que no nos acostamos… por ejemplo, esta mañana al amanecer, aún estábamos con las cartas en la mano.
—¿Y qué?
—Que si le dejo se va a aburrir.
—¿Es gran jugador?
—Le he visto perder dos mil doblones riéndose a carcajadas.
—Pues venid con él.
—¡Cómo! ¿Y los prisioneros?
—¡Diantre! Es verdad. Pero que los guarden vuestros lacayos.
—¡Sí, para que se escapen! —dijo D’Artagnan—. No haré tal cosa.
—¿Son gente de tanta importancia?
—¿Que si lo son? El uno es un señorón muy rico de la Turena, y el otro un caballero de Malta, de distinguido linaje. Hemos ajustado su rescate por dos mil libras esterlinas que pagará cada uno al llegar a Francia. No queremos, por consiguiente, dejarlos un solo instante con nuestros lacayos, que saben cuán ricos son. Ya al cogerlos los registramos, y os confesaré sinceramente que su bolsillo es el que explotamos todas las noches el señor Du-Vallon y yo; pero pueden habernos ocultado alguna piedra preciosa, algún diamante de valor, de suerte que estamos como los avaros, sin perder de vista un punto nuestro tesoro; nos hemos constituido en centinelas permanentes de esos hombres, y cuando duermo yo, vela mi amigo y compañero.
—¡Pardiez! —dijo Groslow.
—Ahora comprenderéis lo que me obliga a no aceptar vuestra cortés oferta, lo cual me es tanto más sensible cuanto que no hay cosa más fastidiosa que jugar siempre con la misma persona, pues los azares se compensan y al cabo de un mes se encuentra uno lo mismo que al empezar.
—¡Ah! —dijo Groslow con un suspiro—. Otra cosa más aburrida hay, y es no jugar con nadie.
—Es cierto —contestó D’Artagnan.
—Vamos a ver —repuso el inglés—, ¿son gente temible esos prisioneros?
—¿En qué sentido?
—¿Son capaces de intentar un golpe de mano? D’Artagnan se echó a reír:
—¡Santo Dios! El uno está con calentura, por no poderse acostumbrar a vuestro bellísimo país, y el otro es un caballero de Malta tan tímido como una niña. Además, para mayor seguridad, les hemos quitado hasta las navajas y tijeras que tenían en su equipaje.
—Siendo así —dijo Groslow—, pueden acompañaros también.
—¡Cómo! —exclamó D’Artagnan asombrado.
—Sí, tengo ocho hombres de guardia.
—¿Y qué?
—Cuatro les guardarán a ellos, y los otros cuatro al rey.
—Es cierto que de ese modo podría arreglarse —repuso D’Artagnan—, pero sería una gran incomodidad para vos.
—¡Bah! ¡Bah! Venid; ya veréis como lo dispongo.
—¡Oh! No es que yo tema que se fugen —dijo D’Artagnan—; en un hombre como vos, debe confiar cualquiera a cierra ojos.
Esta última lisonja arrancó al oficial una de esas sonrisas de regocijo que convierten al que las suelta en amigo del que las provoca, porque son una evaporación de la vanidad halagada.
—Y ahora que caigo —dijo D’Artagnan—, ¿quién os puede impedir empezar esta noche?
—¿El qué? —La partida.
—Nadie —dijo Groslow.
—En efecto, venid esta misma noche a casa y mañana os pagaremos la visita. Si advertís algo que os disguste en esos hombres, que como ya sabéis, son realistas terribles, no hay nada de lo dicho; pero de todos modos habremos pasado una buena noche.
—Está bien. Esta noche en vuestra casa; mañana en la de Estuardo; pasado mañana en la mía.
—Y los demás días en Londres. ¡Pardiez! —dijo D’Artagnan—. Ya veis que en todas partes se puede vivir divertidamente.
—Sí, cuando se da con franceses, y con franceses como vos —respondió Groslow.
—¡Y como el señor Du-Vallon; ya veréis qué pieza! Es un frondista furibundo. Hombre que ha estado en un tris de matar a Mazarino; válense de él porque le tienen miedo.
—Sí —dijo Groslow—, tiene buena cara; aunque no le conozco, me es muy simpático.
—Otra cosa será cuando le conozcáis. ¡Eh!, ya me está llamando. Perdonad, somos tan amigos que no puede pasarse sin mí. ¿Me concedéis permiso?
—¡Cómo no!
—Hasta la noche.
—En vuestra casa.
—Sí.
Saludáronse, y D’Artagnan volvió hacia sus compañeros.
—¿Qué diantres teníais que decir a ese mastín? —preguntó Porthos.
—No habléis de este modo del señor Groslow; es uno de mis íntimos amigos.
—¡Amigo vuestro ese asesino de paisanos indefensos! —repuso Porthos.
—Chitón, amigo Porthos; cierto que el señor Groslow es algo vivo, pero le he descubierto dos buenas cualidades: es necio y orgulloso. Porthos abrió los ojos con asombro; Athos y Aramis se miraron sonriéndose, pues conocían a D’Artagnan y sabían que nada hacía sin objeto.
—Vos mismo podréis juzgarle —prosiguió D’Artagnan.
—¿Pues cómo?
—Esta noche os le presento; vendrá a jugar con nosotros.
—¡Pardiez! —dijo Porthos, cuyos ojos se inflamaron al oír estas palabras—. ¿Es rico?
—Es hijo de uno de los más fuertes negociantes de Londres.
—¿Entiende el sacanete?
—Le adora.
—¿Y la baceta?
—Está loco por ella.
—¿Y el biribís?
—Muere por él.
—¡Bueno! —dijo Porthos—. Pasaremos una noche divertida.
—Que nos proporcionará otra mejor.
—¿Cómo?
—Hoy le invitamos a jugar, y mañana nos convida él.
—¿Dónde?
—Ya os lo diré. Ahora no debemos pensar más que en una cosa: en recibir noblemente el honor que nos hace el señor Groslow. Esta noche dormimos en Derby; que se adelante Mosquetón y que compre vino, aunque no haya más que una botella en todo el lugar; no sería malo que preparase una opípara cena, en la cual no tomaréis parte, Athos, porque estáis con calentura, ni vos tampoco, Aramis, porque sois caballero de Malta y os desagradan y escandalizan los dicharachos de unos soldadotes como nosotros. ¿Estamos?
—Sí —contestó Porthos—, pero maldito si entiendo una jota.
—Amigo Porthos, ya sabéis que desciendo de los profetas por línea paterna, y de las sibilas por la materna, de modo que no sé hablar más que por parábolas y enigmas; escuchen los que tienen oídos; miren los que tienen ojos; no puedo decir más por ahora.
—Haced lo que queráis —repuso Athos—, estoy seguro de que cuanto hagáis será porque así nos convenga.
—¿Y vos, Aramis, sois de la misma opinión?
—Enteramente, amigo D’Artagnan.
—Muy bien —dijo el gascón—, vivan los verdaderos creyentes; da gusto probar a hacer milagros con ellos, y no por el incrédulo Porthos, que le precisa ver y tocar para creer.
—No lo niego —dijo Porthos con afectada penetración—, soy muy incrédulo, no lo puedo negar.
Diole D’Artagnan una palmada en el hombro, y la conversación no pasó adelante, pues habían llegado al punto en que debían almorzar. A eso de las cinco de la tarde enviaron al pueblo a Mosquetón, conforme habían convenido. Mosquetón no hablaba inglés, pero desde que permanecía en Inglaterra, había observado una cosa, a saber: que Grimaud reemplazaba perfectamente con gesto el uso de la palabra. Había, pues, seguido con Grimaud un curso de gestos, y gracias a la superioridad del maestro, en pocas lecciones tenía ya alguna destreza. Blasois le acompañó.
Al atravesar los cuatro amigos la calle principal de Derby, vieron a Blasois de pie en el umbral de una casa de buena apariencia, donde les tenía preparado alojamiento.
Para no despertar sospechas no se habían acercado en todo el día al rey, y en vez de comer con el coronel Harrison, como el día anterior, lo hicieron solos los cuatro.
Groslow fue a la hora convenida, D’Artagnan le recibió como una persona con quien le hubiese unido una amistad de veinte años. Porthos le miró de pies a cabeza; y se sonrió al reconocer que, a pesar del gran porrazo dado al hermano de Parry, era inferior a él en fuerzas. Athos y Aramis hicieron cuanto les fue posible por disimular la repugnancia que les inspiraba su brutal y grosero aspecto.
En suma, Groslow mostróse satisfecho de la acogida que le hicieron.
Athos y Aramis estuvieron en sus papeles. A medianoche se retiraron a su alcoba, cuya puerta dejaron abierta, en muestra de atención, y D’Artagnan les acompañó, quedándose Porthos frente a frente con Groslow.
Porthos ganó al inglés cincuenta doblones, de modo que, cuando se retiró, estaba mucho más satisfecho de él que al principio.
En cuanto a Groslow, se propuso reparar al otro día con D’Artagnan la pérdida que acaba de sufrir por Porthos, y despidióse del gascón recordándole su cita para la noche.
Decimos para la noche porque los jugadores se separaron a las cuatro de la mañana.
Transcurrió el día como de costumbre. D’Artagnan iba del capitán Groslow al coronel Harrison, y del coronel Harrison a sus amigos. Para cualquiera que lo conociese, D’Artagnan estaba como siempre; para sus amigos, esto es, para Athos y Aramis, su contento era febril.
—¿Qué maquinará? —decía Aramis.
—Esperemos —decía Athos.
Porthos no pronunciaba una palabra, e iba entretenido en contar mentalmente uno tras otro, con una satisfacción que se revelaba en su exterior, los cincuenta doblones ganados a Groslow.
Al llegar por la tarde a Riston, D’Artagnan convidó a sus amigos. Había perdido su rostro la expresión de irreflexiva alegría que, como una máscara, cubriera su rostro durante toda la jornada. Athos dio un apretón de manos a Aramis, y dijo: