—Antes de interrogarme, respondedme. Yo estaba en Newcastle, libre y provisto de un tratado que celebré con las dos cámaras. En lugar de cumplir por vuestra parte las cláusulas de ese tratado que yo estaba cumpliendo por la mía, me comprasteis a los escoceses, no muy caro en verdad, lo cual hace honor a la economía de vuestro gobierno. Pero ¿suponéis que por haberme pagado como a un esclavo he dejado de ser vuestro rey? No. Responderos sería prescindir de mi dignidad. Sólo os responderé cuando justifiquéis los derechos que os asistan para preguntarme. Hacerlo ahora sería reconoceros como jueces y tan sólo os reconozco como verdugos.
Y en medio de un silencio de muerte, se volvió a sentar Carlos con igual serenidad y altivez y siempre cubierto.
—¡Ojalá estuvieran ahí mis franceses! —exclamó con orgullo volviendo los ojos a la tribuna que habían ocupado—. Verían que su amigo es digno de que le defiendan mientras viva y de que le lloren después de muerto.
Pero en balde sondeó las profundidades de la multitud y pidió, en cierto modo, a Dios que le devolviese su dulce y consoladora presencia: sólo vio rostros asombrados y tímidos, y conoció que estaba entregado al rencor y a la ferocidad de sus enemigos.
—Está bien —dijo el presidente, viendo cuan resuelto se hallaba Carlos a callar—: en hora buena, os juzgaremos, a pesar de vuestro silencio. Se os acusa de traición, de abuso de poder y de asesinato. Los testigos darán testimonio; marchaos; en la próxima sesión se hará lo que en esta os negáis a hacer.
Levantóse Carlos; y volviéndose a Parry le vio sumamente pálido y con los labios húmedos de sudor.
—¿Qué tienes, amigo Parry? —le preguntó—. ¿Por qué estás tan agitado?
—¡Ay, señor! —dijo Parry, bañados los ojos en lágrimas y con suplicante voz—: no mire Vuestra Majestad a la izquierda cuando salga del salón.
—¿Por qué, Parry?
—¡Os ruego que no miréis, rey mío!
—¿Pues qué sucede?
—Habla —dijo Carlos echando una mirada por entre la fila de guardias que a sus espaldas tenía.
—Sucede…, pero no miréis, señor; sucede que han ordenado poner sobre una mesa el hacha con que ejecutan a los criminales. Es un espectáculo horrible: no volváis los ojos, os lo suplico.
—¡Imbéciles! —dijo Carlos—. ¿Creen que soy tan cobarde como ellos? Has hecho bien en avisarme; gracias, Parry.
Y cuando llegó el momento de retirarse salió el rey siguiendo a sus guardias.
En efecto, a la izquierda de la puerta brillaba con siniestros reflejos, producidos por el rojo tapiz en que estaba colocada, una luciente hacha cuyo mango había alisado la mano del ejecutor.
Denivose Carlos al estar junto a ella, y dijo sonriendo:
—¡Ja, ja! ¡El hacha! Ingenioso espanto, muy digno de los que ignoran lo que es un caballero! No, no me produces miedo, hacha del verdugo —añadió dándola con el delgado y flexible junco que llevaba en la mano—; recibe este golpe, mientras guardo con cristiana resignación que me lo devuelvas.
Y encogiéndose de hombros con regio desdén, prosiguió su camino, dejando asombrados a todos los que se habían apiñado alrededor de la mesa, para observar su fisonomía cuando viese el hacha que debía cortarle la cabeza.
—Perdóneme Dios, Parry —prosiguió el rey alejándose—, si no me toma esa gente por algún comerciante de algodones de las Indias, y no por un caballero acostumbrado, a ver brillar el hierro: ¿piensan que no valgo siquiera lo que un carnicero?
Pronunciando estas palabras llegó a la puerta donde se había agrupado gran muchedumbre de gente, que no habiendo encontrado sitio en las tribunas, quería por lo menos disfrutar del final del espectáculo, cuya parte más culminante había ya pasado. Aquella innumerable turba, en cuyas filas se mostraban mil amenazadoras fisonomías, arrancó al rey un ligero suspiro.
—¡Cuánta gente —pensó—, y ni un solo amigo leal!
Y al decir estas palabras de duda y desaliento, dijo a su lado una voz respondiendo a ellas:
—¡Salud a la majestad caída!
Volvióse el rey vivamente, con los ojos preñados de lágrimas.
Era un soldado viejo perteneciente a su guardia, que al verle pasar cautivo tributaba a su rey el último homenaje.
Pero en el mismo instante cayeron sobre él las empuñaduras de innumerables espadas.
Entre los que golpeaban al soldado, reconoció el rey al capitán Groslow.
—¡Ah! —dijo Carlos—. ¡Excesivo castigo es para falta tan pequeña! Y siguió su camino con el corazón oprimido: mas no había andado cien pasos, cuando asomando un energúmeno la cara por entre los soldados, escupió en el rostro del rey, como en otro tiempo escupiera un miserable y maldito judío a Jesús Nazareno.
Sonaron a la par prolongadas carcajadas y sombríos murmullos; la turba se apartó, se volvió a unir, onduló como un tempestuoso mar, y en semejante movimiento le pareció al rey que veía brillar en medio del animado oleaje los chispeantes ojos de Athos.
Limpióse el rostro y dijo con triste sonrisa:
—¡Desgraciado! Por media corona haría lo mismo con su padre. No se había equivocado, y en efecto, Athos y sus amigos seguían, confundidos entre el tropel, al rey mártir, dirigiéndole las últimas miradas.
Cuando el soldado saludó a Carlos, sintió Athos una indefinible alegría, y al pasar el infeliz junto a él pudo encontrar en su bolsillo diez guineas introducidas por el caballero francés; pero cuando el cobarde injuriador escupió en el rostro al monarca, Athos echó mano al puñal. Detúvole D’Artagnan y dijo con ronca voz:
—¡Aguarda!
Jamás había tuteado D’Artagnan a Athos ni al conde de la Fère. Athos se detuvo.
Tomó D’Artagnan su brazo, hizo seña a Porthos y Aramis de que no se alejaran y fue a ponerse a espaldas del hombre que, con los brazos desnudos, se estaba riendo todavía de su infame gracia, por lo cual le felicitaban algunos compañeros suyos.
Poco después echó a andar en dirección de la City. D’Artagnan, apoyado siempre en el brazo de Athos, siguióle haciendo seña a Porthos y Aramis de que le imitaran.
El hombre, que tenía trazas de carnicero, bajó con otros dos compañeros por una pendiente y aislada calleja que conducía al río. Soltó D’Artagnan el brazo de Athos y partió tras él.
Al llegar a la orilla, notaron los tres hombres que les seguían; se pararon y miraron con insolencia a los franceses, empezaron a agitarse con expresiva pantomima.
—Yo no hablo el inglés, Athos —dijo D’Artagnan—; vos que lo sabéis me serviréis de intérprete.
Y apretando los cuatro el paso a estas palabras, se adelantaron a los ingleses, mas volviendo D’Artagnan de repente la cara, marchó hacia el carnicero, el cual se detuvo, y tocándole en el pecho con el dedo índice:
—Repetidle esto, Athos —dijo a su amigo.
—«¡Eres un canalla; has insultado a un hombre indefenso, has mancillado el rostro de tu rey, vas a morir!».
Pálido como un espectro, tradujo Athos, a quien sujetaba D’Artagnan por las muñecas, estas palabras. El hombre, al ver tales preparativos, y las espantosas miradas del gascón, trató de ponerse a la defensiva. A este movimiento echó Aramis mano a la espada.
—¡Fuera ese acero, fuera ese acero! —gritó D’Artagnan—. Guardadle para un adversario más noble. Y asiendo al carnicero por la garganta—: Porthos —dijo—, acogotadme a este miserable de una sola puñalada.
Alzó Porthos su potente brazo, hízole silbar en el aire como una honda, y la pesada masa cayó con sordo ruido sobre el cráneo del cobarde, que del golpe quedó deshecho.
El hombre cayó como cae un buey de un hachazo.
Sus amigos quisieron gritar, quisieron huir, pero faltó la voz a sus labios, y sus trémulas piernas se negaron a su ejercicio.
—Decidles ahora —repuso D’Artagnan—: «Así morirán cuantos olviden que la cabeza de un hombre encadenado es sagrada, y que un rey cautivo es dos veces representante del Señor».
Athos repitió las palabras de D’Artagnan.
Silenciosos miraron los dos hombres el cuerpo de su compañero que nadaba en un lago de negra sangre, y recobrando a un tiempo las fuerzas y la voz, huyeron dando un grito y juntando las manos.
—Queda cumplida la justicia —murmuró Athos enjugándose la frente.
—En adelante —dijo D’Artagnan a Athos—, no dudéis de mí, no os apuréis; yo me encargo de cuanto al rey concierne.
Como era de suponer, el parlamento condenó a muerte a Carlos Estuardo. Casi nunca pasan los juicios políticos de ser meras formalidades, porque las mismas pasiones que impelen a acusar, mueven así mismo a condenar. Tal es la espantosa lógica de las revoluciones.
Esta sentencia, aunque ya la esperaban nuestros amigos, les llenó de dolor. D’Artagnan, cuyo espíritu nunca era más fecundo en recursos que en los más críticos trances, juró de nuevo intentar lo imposible para evitar el sangriento desenlace de aquella tragedia. Pero ¿a qué medios había de apelar? Cosa era ésta que sólo entreveía vagamente. Todo dependía de las circunstancias. Mas hasta tanto que se formase un plan completo, urgía impedir a toda costa, para ganar tiempo, que tuviera lugar la ejecución al día siguiente, que era el señalado por los jueces. No había más medio que hacer desaparecer al verdugo de Londres. Faltando éste, no podría ejecutarse la sentencia, y aunque sin duda enviarían a llamar al de la ciudad más inmediata a Londres, se ganaba por lo menos un día, y en un día estribaba quizás en aquel caso la salvación del rey. D’Artagnan encargóse de esa dificilísima obra.
No menos esencial era avisar a Carlos Estuardo de que se iban a hacer tentativas para salvarle, para que secundase en lo posible a sus defensores o no hiciese por lo menos nada que pudiera contrariar sus proyectos. Aramis tomó a su cargo este peligroso paso. Carlos Estuardo tenía pedido que se concediese al obispo Juxon visitarle en su cárcel de White-Hall. Mordaunt había ido aquella misma tarde a casa del obispo para enterarle del religioso deseo expresado por el rey, así como de la autorización de Cromwell. Resolvió Aramis alcanzar del obispo, fuese por miedo o por persuasión, que le dejara penetrar en su lugar y revestido de sus sacerdotales insignias en el palacio de White-Hall.
Athos, por su parte, encargóse de preparar a todo evento lo necesario para salir de Inglaterra, tanto en caso de tener buen resultado la empresa como en el de frustrarse.
Luego que cerró la noche, se citaron en la posada para las once y se pusieron en campaña.
Guardaban el palacio de White-Hall tres regimientos y Cromwell, con incesante inquietud, le visitaba a menudo, o enviaba a sus generales y agentes.
Solo, y en la cámara que solía ocupar, iluminada por dos bujías, el monarca sentenciado a muerte contemplaba melancólicamente el lujo de su pasada grandeza, como se ve en los últimos momentos imagen de la vida más brillante y más dulce que nunca.
Parry, que no se alejó de su amo, no había cesado de llorar desde su condena.
Recostado Carlos Estuardo sobre una mesa, miraba un medallón en que estaban pintados los retratos de su esposa y de su hija. Aguardaba a Juxon, y después de Juxon el martirio.
A veces se detenía su pensamiento en los valientes caballeros franceses, que ya suponía estuviesen a cien leguas de distancia, y que le parecían seres fabulosos, fantásticos, semejantes a esas sombras que se ven en sueños y desaparecen con la luz de la mañana.
Y efectivamente, a menudo se preguntaba a sí mismo Carlos si era aquello un sueño, o por lo menos producto de un delirio febril. Cuando le asaltaba este pensamiento se levantaba, daba algunos pasos para desentorpecerse, e iba hasta la ventana; mas al llegar a ella, veía relucir abajo los mosquetes de los guardias, y tenía precisión de reconocer que estaba despierto, y que su sangriento ensueño era verdadero.
Volvía entonces silenciosamente a su sillón, se recostaba de nuevo en la mesa, apoyaba la cabeza en la palma de la mano y meditaba.
—¡Ah! —decía entre sí—. Si al menos tuviese yo por confesor a una de esas lumbreras de la Iglesia cuya alma ha sondeado todos los misterios de la vida, todas las pequeñeces de la grandeza, quizás ahogaría su acento la lamentable voz que en mi alma se eleva. Pero me darán un sacerdote de espíritu vulgar, a cuya carrera, a cuya fortuna me haya opuesto yo por desgracia. Me hablará de Dios y de la muerte como a cualquier moribundo, sin conocer que este rey, que va a morir, deja su trono a un usurpador y a sus hijos sin pan.
Y acercando el retrato a sus labios balbuceaba uno tras otro los nombres de todos sus hijos.
La noche era nublada y sombría. Sonaban las horas lentamente en la próxima iglesia. La pálida claridad de las dos bujías llenaba la vasta cámara de espectros iluminados por caprichosos reflejos. Eran aquellos fantasmas los ascendientes del rey Carlos, destacándose de sus dorados marcos: eran aquellos reflejos los últimos resplandores, azulados y trémulos, de las ascuas del hogar que se iban apagando.
Apoderóse de Carlos una inmensa tristeza. Ocultó la frente entre sus manos; pensó en el mundo, tan bello cuando le abandonamos, o por mejor decir, cuando nos abandona; en las caricias de los hijos, tan gratas y tan suaves, especialmente cuando están separados de nosotros y no los hemos de volver a ver; en su esposa, noble y animosa criatura que hasta el último momento le había sostenido. Sacó de su pecho la cruz de diamantes y la placa de la Jarretiera que le enviara Enriqueta por conducto de los generosos franceses, y la besó; al pensar después en que su esposa no había de volver a ver aquellos objetos hasta que él yaciese frío y mutilado en una tumba, sintió circular por su cuerpo uno de esos helados escalofríos que envía la muerte por delante cual una mortaja.
Solo, con un pobre criado, cuyo débil espíritu no podía prestar valor a su alma, en aquel aposento que le representaba tantos regios recuerdos, por el que habían pasado tantos cortesanos y tanta adulación, el rey sintió decaer su valor al nivel de aquella flaqueza, de aquellas tinieblas, de aquel frío de invierno, y ¿lo diremos?, aquel monarca, que tan grande se mostró al morir, que marchó admirablemente al cadalso con la sonrisa de la resignación en los labios, enjugó en la oscuridad una lágrima que cayó sobre la mesa, y rodó sobre el tapiz bordado de oro.
De pronto oyéronse pasos en los corredores, abrióse la puerta, iluminaron varias antorchas el aposento con humeante resplandor, y un eclesiástico revestido del traje episcopal entró seguido de dos guardias, a quienes dirigió Carlos un imperioso ademán.