—¿Y suponéis —preguntó Aramis— que consienta Carlos en presentarse ante semejante tribunal?
—Tendrá que hacerlo —respondió el español—, y si no consiente, el pueblo sabrá obligarle a ello.
—Gracias, maese Pérez —dijo Athos—; me habéis dicho cuanto necesitaba.
—¿Os persuadís de que es causa perdida —preguntó D’Artagnan—, y de que nada podremos hacer con hombres como Harrison, Joyse, Pridge y Cromwell?
—El tribunal dejará en libertad al rey —contestó Athos—; el mismo silencio de sus partidarios revela un complot…
D’Artagnan se encogió de hombros.
—Y si se atreven a condenarle —repuso Aramis—, no será más que a destierro o encarcelamiento.
D’Artagnan púsose a silbar incrédulamente.
—Allá lo veremos —dijo Athos—, porque no dejaremos de ir a las sesiones.
—Poco tendréis que esperar —observó el patrón—; mañana mismo comienza.
—¡Calle! —respondió Athos—. ¿Luego instruyeron el proceso antes de coger al rey?
—Sí —dijo D’Artagnan—; lo empezaron el día que le compraron.
—Y ya sabéis —repuso Aramis—, que nuestro amigo Mordaunt fue quien lo hizo, si no el trato, al menos las primeras proposiciones de esta negociación.
—Y no ignoráis —contestó D’Artagnan—, que en cualquier parte que caiga por mi banda el amigo Mordaunt, le mato.
—¡Cómo! —exclamó Athos—. ¡A un miserable!
—Justamente le mataré por canalla —repuso D’Artagnan—. Vamos querido amigo, bastante tolerancia con la mía; queráis o no queráis, os declaro que Mordaunt ha de morir a mis manos.
—Y a las mías —repuso Porthos.
—Y a las mías —dijo Aramis.
—¡Feliz unanimidad! —exclamó D’Artagnan—. ¡Y qué bien cuadra a unos pacíficos ciudadanos como nosotros! Vayamos a dar una vuelta por la ciudad: el mismo Mordaunt no nos conocería a cuatro pasos de s distancia con la niebla que hace. Vamos a beber un poco de niebla.
—Vamos —dijo Porthos—; no siempre ha de ser cerveza.
En efecto, los cuatro amigos salieron de la casa para tomar, como vulgarmente se dice, el aire de la tierra.
Al día siguiente condujo una numerosa guardia a Carlos I ante el alto tribunal que había de juzgarle.
Multitud de gente ocupaba las calles y las casas inmediatas al palacio; a los primeros pasos que dieron los cuatro amigos, se vieron detenidos por el obstáculo casi invencible de aquella animada muralla. Algunos hombres de fornido continente y de arisco semblante rechazaron a Aramis con tal aspereza, que Porthos alzó su poderoso puño y lo dejó caer sobre la enharinada faz de un panadero, que cambió de color inmediatamente y se cubrió de sangre, como si le hubieran azotado los carrillos con un racimo de uvas maduras. Este acto causó gran sensación: tres hombres quisieron arrojarse sobre Porthos, pero Athos apartó a uno, D’Artagnan a otro y Porthos lanzó al tercero por encima de su cabeza. Algunos ingleses aficionados al pugilato apreciaron en todo su valor el rápido y fácil modo con que fue ejecutada esta maniobra, y lo aplaudieron. Poco faltó entonces para que en lugar de verse atacados en masa, como ya empezaban a temer que sucediera, no fuesen llevados en triunfo Porthos y sus amigos; pero ellos, que temían cuanto pudiera ponerles en evidencia, consiguieron que les abriese paso la multitud, con lo cual alcanzaron el resultado que un momento antes les parecía imposible, cual fue el de llegar a palacio.
Toda la población de Londres se agrupaba en las tribunas, de suerte que cuando entraron en una de ellas los cuatro amigos hallaron ya ocupados los tres primeros bancos. No era esta circunstancia muy sensible para personas que no querían ser conocidas; ocuparon, pues, sus asientos con gran satisfacción de haber llegado hasta allí, a excepción de Porthos, que deseando lucir su jubón colorado y sus verdes calzas, sentía no estar en primera fila.
Estaban colocados los bancos en anfiteatro, y los cuatro amigos dominaban desde su sitio toda la asamblea. Quiso la casualidad que hubiesen entrado justamente en la tribuna de en medio, y que se hallaran frente al sillón preparado para Carlos I.
A eso de las once de la mañana apareció el rey en el umbral del salón. Entró rodeado de guardias, pero cubierto y sereno, y paseó por la concurrencia una mirada, cual si fuera a presidir una asamblea de sumisos vasallos y no a responder a las acusaciones de un tribunal rebelde.
Orgullosos sus jueces por tener ocasión de humillar a todo un rey, se disponían visiblemente a usar del derecho que la fuerza les daba. En consecuencia, marchó un ujier a decir a Carlos I que era costumbre que los acusados se descubriesen ante sus jueces.
Sin contestar palabra, el rey se encasquetó el sombrero, volvió la cabeza a otro lado, y cuando se retiró el ujier se sentó en el sillón preparado frente al presidente, azotándose las botas con un junquillo que en la mano llevaba.
Parry le acompañaba y quedóse de pie a sus espaldas.
D’Artagnan, que en vez de atender al ceremonial examinaba a Athos, vio reflejarse en su semblante todas las emociones que sólo en fuerza del dominio que sobre sí mismo ejercía, lograba el rey desterrar del suyo. Esta agitación de Athos, tan frío y sereno de suyo, le atemorizó.
—Confío —le dijo en voz baja— en que tomaréis ejemplo de Su Majestad y no haréis que nos maten neciamente en esta jaula.
—Perded cuidado —dijo Athos.
—¡Hola! —prosiguió D’Artagnan—. Parece que temen algo, porque refuerzan las guardias; antes no había más que partesanas y ahora llegan mosquetes. Para todos hay; las partesanas para los de abajo; los mosquetes para nosotros.
—Treinta, cuarenta, cincuenta, sesenta hombres —dijo Porthos contando a los recién venidos.
—No olvidéis al oficial —observó Aramis—, que merece ser contado.
—Sí por cierto —dijo D’Artagnan, poniéndose pálido de ira al reconocer a Mordaunt, el cual colocó con espada en mano a los mosqueteros a espaldas del rey y frente a las tribunas.
—¿Nos habrá reconocido? —prosiguió—. En ese caso, pronto tocaría yo retirada. No estoy porque me impongan un género determinado de muerte; deseo morir a mi gusto, y ser ejecutado aquí maldita la gracia que me haría.
—No —dijo Aramis—; no nos ha visto; no ve más que al rey. ¡Con qué ojos le mira el insolente! ¿Aborrecerá a Su Majestad tanto como a nosotros?
—¡Diantre! —dijo Athos—. Nosotros le quitamos sólo a su madre: el rey le quitó su nombre y sus bienes.
—Es mucha verdad —respondió Aramis—; pero silencio, ya hablan al rey.
Efectivamente, el presidente Bradshaw interpeló al augusto acusado.
—Estuardo —le dijo—, escuchad la lista nominal de vuestros jueces, y haced al tribunal las observaciones que juzguéis oportunas.
El rey volvió la cabeza a otra parte, como si no hablaran con él. Esperó su respuesta el presidente, y como no diese ninguna, reinó un momento de silencio.
De los ciento sesenta y tres miembros designados, sólo podían responder sesenta y tres; los demás se habían abstenido de concurrir por no ser cómplices de tan horrible acto.
—Se procede a convocar a los jueces —dijo Bradshaw, sin hacer alto al parecer en la ausencia de las tres quintas partes de la asamblea.
Y comenzó a nombrar uno por uno a los miembros presentes y ausentes. Los primeros respondían con voz fuerte o débil, según eran el valor y la confianza que su opinión les inspiraba. Un corto instante de silencio seguía al nombre de los segundos, el cual era dos veces pronunciado.
Llegó su vez al coronel Fairfaix, y también reinó ese silencio corto, pero solemne, que probaba la ausencia de los que no habían querido tomar parte en el juicio.
—El coronel Fairfaix —repitió Bradshaw.
—¡Fairfaix! —respondió una voz burlona, que por su tono argentino revelaba pertenecer a una mujer—. Tiene sobrado talento para no venir aquí.
Una estrepitosa carcajada sucedió a estas palabras, pronunciadas con la audacia que sacan las mujeres de su propia debilidad, la cual las sustrae a toda clase de venganza.
—¡Es la voz de una mujer! —exclamó Aramis—. No sé qué daría porque fuese joven y bonita.
Y diciendo esto se subió al banco para mirar mejor a la tribuna de que había salido la voz.
—¡Bellísima es, por vida mía! —dijo Aramis—. Miradla, D’Artagnan; todos tienen los ojos fijos en ella, y a pesar de que Bradshaw también la mira, no ha perdido el color.
—Es lady Fairfaix en persona —dijo D’Artagnan—, ¿os acordáis de ella, Porthos? La vimos en casa del general Cromwell.
Pasado un instante restablecióse la calma, interrumpida por este extraño episodio, y continuó la lista.
—Esos tunantes levantarán la sesión cuando vean que no son bastante numerosos dijo el conde de la Fère.
—Poco les conocéis, Athos; advertid la sonrisa de Mordaunt, ved como mira al rey. ¿Es la mirada del hombre que teme que se le escape la víctima? No, no; es la sonrisa del odio satisfecho, de la venganza segura que podrá saciarse. ¡Ah, maldito basilisco! Memorable será para mí el día en que pueda cruzar contigo algo más que una mirada.
—En verdad que está hermoso el rey —dijo Porthos—; observad con qué esmero se ha vestido a pesar de hallarse prisionero. La pluma del sombrero vale cuando menos cincuenta doblones. Miradla, Aramis.
Terminada la lista, dio orden el presidente de pasar a la lectura del acto de acusación.
Athos perdió el color; otra vez le habían engañado sus esperanzas. A pesar de que el tribunal no constaba del suficiente número de miembros, iba a verse el proceso y por consiguiente el rey estaba condenado de antemano.
—Ya os lo previne, Athos —dijo D’Artagnan encogiéndose de hombros—, mas vos siempre dudáis. Armaos ahora de todo vuestro valor y hacedme el favor de escuchar sin enardeceros mucho las horribles pequeñeces que se dispone a decir de su rey ese hombre vestido de negro, con autorización para ello.
En efecto, jamás se había visto ajada la majestad real por acusaciones más brutales, por injurias más bajas, por conclusiones más sangrientas. Hasta entonces no se había hecho más que asesinar a los reyes; a lo menos, sólo a sus cadáveres se habían prodigado insultos.
Oyó Carlos I el discurso del acusador con gran atención, dejando pasar las injurias, conservando en la memoria los cargos y contestando con una sonrisa de desprecio cuando se desbordaba el odio, cuando el acusador se convertía con anticipación en verdugo. Obra capital y terrible era verdaderamente aquella en que el infeliz rey veía transformadas sus imprudencias en asechanzas y en crímenes sus errores.
D’Artagnan, que escuchaba aquel torrente de injurias con todo el desdén de que eran dignas, reparó, sin embargo, en alguna que otra inculpación del acusador.
—Ello es —dijo—, que si es lícito castigar por imprudencias y ligerezas, ese pobre rey merece castigo; pero harto cruel me parece el que en este instante está sufriendo.
—Como quiera —respondió Aramis—, el castigo no puede recaer sobre él, sino sobre sus ministros, puesto que la primera ley de la constitución inglesa dice:
El rey es infalible.
—Yo por mí —pensaba mientras tanto Porthos, mirando a Mordaunt y atendiendo sólo a él—, si no fuera por turbar la majestad del acto, me tiraría de la tribuna abajo, me arrojaría en tres brincos sobre el señor Mordaunt, le ahogaría en mis brazos, le sujetaría por los pies y emprendería a golpes con todos esos miserables mosqueteros que quieren parodiar a los de Francia: puede que D’Artagnan, que tanto talento y oportunidad tiene, inventase luego algún modo de salvar al rey. Le hablaré del asunto.
Athos, inflamado el semblante, crispados los puños, ensangrentados los labios por sus propias mordeduras, se agitaba en su banco, enfurecido al ver aquel eterno insulto parlamentario y aquella prolongada paciencia real. Su inflexible brazo, su incontrastable corazón, se había convertido en un brazo trémulo, en un corazón palpitante.
En aquel momento terminaba el acusador su ministerio con estas palabras:
—«La presente acusación se hace por nos en nombre del pueblo inglés».
Siguiólas un murmullo de protesta en las tribunas, y otra voz, no de mujer como antes, sino la voz varonil y furiosa de un hombre, resonó a espaldas de D’Artagnan.
—Mientes —gritó—; las nueve décimas partes del pueblo inglés horrorízanse de lo que dices.
La persona que fuera de sí, en pie y con los brazos tendidos interpelaba de aquella manera al acusador público, era Athos.
Al oír tal apóstrofe, rey, jueces y espectadores volvieron los ojos hacia la tribuna en que se hallaban los cuatro amigos. Imitó Mordaunt el movimiento general y conoció al caballero en torno del cual estaban agrupados los otros tres franceses amenazadores. Sus ojos chispearon de alegría: acababa de encontrar a los hombres a cuya persecución y muerte consagrara toda su vida. Llamando con terrible ademán a unos veinte mosqueteros y señalando la tribuna en que se hallaban sus enemigos:
—¡Fuego! —dijo—. ¡Fuego a esa tribuna!
Mas asiendo entonces D’Artagnan a Athos por la mitad del cuerpo, con la rapidez del pensamiento, y empujando Porthos a Aramis, saltaron de las gradas abajo, se precipitaron a los corredores, bajaron velozmente las escaleras y confundiéronse entre la multitud, en tanto que los mosquetes amenazaban en el interior del salón a tres mil espectadores, cuyos gritos de misericordia, y cuyo tumultuoso temor, contuvieron el impulso de los brazos antes de que se realizase la descarga.
También había conocido Carlos a los cuatro franceses, y llevando una mano al corazón a fin de comprimir sus latidos, se cubrió con la otra los ojos para no ver la muerte de sus leales amigos.
Pálido Mordaunt y temblando de rabia, se precipitó fuera del salón con espada en mano a la cabeza de diez alabarderos. Recorrió detenidamente toda la concurrencia, se cansó y hubo de volverse sin encontrar lo que buscaba.
Inexplicable es el desorden que reinaba: más de media hora transcurrió sin que pudiera hacerse oír una voz, los jueces temían que los de las tribunas se arrojasen sobre ellos de un instante a otro; los de las tribunas miraban los mosquetes vueltos contra ellos, y divididos entre el temor y la curiosidad, permanecían en su sitio tumultuosos y agitados.
Al fin se restableció la tranquilidad..
—¿Qué podéis decir en vuestra defensa? —preguntó el presidente.
Con la voz de un juez y no de un acusado, sin descubrirse y levantándose, no por efecto de humildad, sino por el del imperio, contestó Carlos I: