Retiráronse los guardias y el aposento volvió a su primitiva oscuridad.
—¡Juxon! —exclamó Carlos—. ¡Juxon! Gracias, mi buen amigo, llegáis a tiempo.
El obispo miró oblicuamente y con inquietud al hombre que sollozaba junto al hogar.
—Vamos, Parry —añadió el rey—, no llores: Dios viene a vernos.
—Si es Parry —dijo el obispo— nada tengo que temer. Permítame Vuestra Majestad que después de saludarle, le diga quién soy y a qué he venido.
Al ver y escuchar esto, fue a gritar Carlos Estuardo; pero Aramis se puso un dedo sobre los labios y saludó profundamente al rey de Inglaterra.
—¡Caballero! —exclamó Carlos.
—Sí, señor —interrumpió Aramis alzando la voz—; sí, soy el obispo de Juxon, fiel caballero de Cristo que accede a los deseos de Vuestra Majestad.
Carlos juntó asombrado las manos al reconocer a Herblay, quedándose estupefacto, confuso, ante aquellos hombres que siendo extranjeros y sin más móvil que el deber que su propia conciencia les imponía, luchaban de este modo contra la voluntad de un pueblo y contra el destino de un rey.
—¡Vos! —exclamó—. ¡Vos! ¿Cómo habéis podido llegar hasta aquí? ¡Dios mío! Si os conocen estáis perdido.
Parry permanecía de pie, toda su persona revelaba la más cándida y profunda admiración.
—No penséis en mí, señor —dijo Aramis encargando otra vez silencio al rey con un ademán—, pensad sólo en vos; ya veis que vuestros amigos velan; todavía no sé lo que haremos, pero cuatro hombres resueltos pueden mucho. Entretanto no cerréis los ojos esta noche, de nada os extrañéis y esperadlo todo.
—Carlos sacudió la cabeza.
—Amigo —respondió—. ¿Sabéis que no tenéis tiempo que perder y que habéis de daros prisa si traéis algo entre manos? ¿Sabéis que debo morir mañana a las diez?
—De ahora a entonces, señor sucederá una circunstancia que imposibilitará la ejecución.
El rey miró a Aramis con sorpresa.
En aquel instante sonó al pie de la ventana un ruido singular como el que haría una carreta de leña al descargarse.
—¿Oís? —preguntó el rey.
A este ruido siguió un grito de dolor.
—Ya oigo —contestó Aramis—, mas no comprendo qué ruido sea ése ni de qué provenga ese grito.
—Ignoro quién haya dado el grito —repuso el rey—, mas os voy a explicar el ruido. ¿Sabéis que debo ser ejecutado al frente de esta ventana? —añadió Carlos alargando la mano hacia la sombría y desierta plaza poblada sólo de soldados y centinelas.
—Sí, señor —dijo Aramis.
—Pues esas maderas son las vigas y los tablones con que se ha de hacer el patíbulo. Sin duda se habrá herido algún operario al descargarlas.
Aramis se estremeció involuntariamente.
—Ya veis —dijo Carlos—, que es vano obstinaros más; estoy condenado, dejadme sufrir mi suerte.
—Señor —repuso Aramis recobrando la calma que un instante le faltara—, podrán alzar el cadalso, mas no encontrarán ejecutor.
—¿Qué queréis decir? —preguntó el rey.
—Que obligaremos al verdugo, ya por seducción o por fuerza, a no presentarse; y habrán de diferir la ejecución para pasado mañana.
—¿Y entonces?
—Mañana por la noche os sacaremos de este lugar.
—¿Cómo? —exclamó el rey, cuyo rostro se iluminó a su pesar con un relámpago de alegría.
—¡Ay, señor! —exclamó Parry juntando las manos—. ¡El cielo os bendiga a vos y a vuestros amigos!
—¿Cómo? —repitió el rey—. Necesito saberlo para secundaros si es menester.
—Aún no lo sé —dijo Aramis—, pero el más hábil, el más animoso y el más resuelto de nosotros cuatro me ha dicho al separarse de mí: «Decid al rey, caballero, que mañana a las diez de la noche le salvaremos». Cuando lo ha prometido lo hará.
—¿Cómo se llama ese generoso amigo? Nombrádmele y le profesaré un eterno agradecimiento, ora se lleve a cabo su plan, ora se malogre.
—Se llama D’Artagnan, señor, y es el mismo que estuvo a punto de libertaros, cuando llegó tan inopinadamente el coronel Harrison.
—Sois en verdad seres extraordinarios —dijo el rey—. Si me hubiesen contado tales cosas no las hubiera creído…
—Ahora, señor —añadió Aramis—, oídme con atención no olvidéis un solo instante que nos desvelamos por salvaros: espiad y escuchad, comentad el menor gesto, el menor cántico, la menor seña de cuantas personas se os acerquen.
—¡Oh! —murmuró el rey—. ¡Qué podré responderos! Ninguna palabra, aunque saliera de lo más profundo de mi corazón expresaría bien mi agradecimiento. No os diré que salváis a un rey, si me salváis; no, harto mezquina cosa es la corona vista desde donde yo la veo, desde el cadalso; pero conserváis un esposo a su esposa, un padre a sus hijos. Tomad esta mano, caballero Herblay; es la de un amigo que os amará hasta el último suspiro.
Fue Aramis a besar la mano del rey, mas éste cogió la suya y la llevó a su corazón.
En aquel momento entró un hombre sin llamar a la puerta. Quiso Aramis retirar su mano, y el rey le detuvo.
Era el recién venido uno de esos puritanos semisacerdotes, semisoldados, que pululaban en torno de Cromwell.
—¿Qué se ofrece? —preguntó el rey.
—Deseo saber si ha terminado la confesión de Carlos Estuardo.
—¿Qué os importa? —replicó éste—. No somos de la misma religión.
—Todos los hombres son hermanos míos —dijo el puritano—. Va a morir uno y deseo exhortarle a la muerte.
—Basta —interrumpió Parry—, para nada necesita el rey de vuestras exhortaciones.
—Señor —dijo en voz baja Aramis—; no lo exasperéis, indudablemente es un espía.
El rey contestó en vista de esta observación:
—Después de oír al reverendo doctor y obispo, os oiré con gusto, caballero.
Retiróse el puritano mirando torcidamente al supuesto Juxon con una atención que no dejó de advertir Carlos.
—Creo que tenéis razón —dijo luego que volvió a cerrarse la puerta—, y que ese hombre no ha venido aquí con buenas intenciones; cuidad no os suceda alguna desgracia al retiraros.
—Doy gracias a Vuestra Majestad —contestó Aramis—, pero no hay miedo: bajo este traje traigo una cota de malla y un puñal.
—Idos, pues, y que Dios os tenga en su santa guarda, como decía yo cuando era monarca.
Salió Aramis acompañándole Carlos hasta la puerta. A sus bendiciones se inclinaron los guardias, por entre los cuales pasó majestuosamente, y después de atravesar algunas piezas preñadas de soldados, subió al coche, escoltado por dos de éstos, que no se separaron hasta dejarle en el obispado.
Juxon le esperaba con ansiedad.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó al verle.
—Todo ha salido a medida de mi deseo; espías, guardias y satélites me han equivocado con vos, y el rey os bendice esperando que vos le hagáis lo propio.
—Dios os proteja, hijo mío; vuestro ejemplo me infunde a la par esperanza y valor.
Púsose Aramis su vestido y su capa y se marchó, previniendo a Juxon que aún recurriría otra vez a él.
Apenas había andado diez pasos por la calle cuando notó que le seguía un hombre embozado en una ancha capa: echó mano a su puñal y se paró. El hombre marchó en derechura hacia él. Era Porthos.
—¡Amigo Porthos! —dijo Aramis presentándole la mano.
—Ya veis —respondió Porthos—, que cada cual tenía su misión. La mía era el defenderos y para eso os he seguido. ¿Habéis visto al rey?
—Sí, todo marcha bien. ¿Dónde están los amigos?
—Nos hemos citado para las once en la posada.
—Pues no hay que perder tiempo.
Efectivamente, daban las diez y media en la iglesia de San Pablo. Más habiendo apresurado el paso los dos compañeros, llegaron aún antes que los otros.
Athos entró a poco tiempo.
—Todo va bien —dijo sin dar tiempo a sus amigos para interrogarle.
—¿Qué habéis hecho? —dijo Aramis.
—He fletado un falucho, estrecho como una piragua, veloz como una golondrina, el cual debe esperarnos en Greenwich, frente a la isla de los Perros. Le gobiernan un patrón y cuatro hombres que por el precio de cincuenta libras esterlinas estarán a nuestra disposición tres noches consecutivas. Luego que nos encontremos a bordo con el rey, aprovechamos la marea, bajamos por el Támesis y en dos horas estamos en alta mar. Entonces, imitando a los piratas, vamos costeando, tomamos puerto en parajes desiertos, y si vemos libre el mar enderezamos a Boulogne. Si me matan, el patrón se llama el capitán Rogers y el falucho
Relámpago
. Con estos datos os será fácil encontrarlos. La señal convenida para reconocernos es un pañuelo anudado por las cuatro puntas.
Un instante después entró D’Artagnan y dijo:
—Vaciad esos bolsillos hasta reunir cien libras esterlinas, pues los míos —repuso volviéndolos del revés—, están ya enteramente desocupados.
En un momento se juntó la cantidad pedida: D’Artagnan se marchó y volvió un instante después.
—¡Vaya!, ya está hecho; no sin trabajo por cierto… ¡Uf!
—¿Ha salido de Londres el verdugo? —preguntó Athos.
—No faltaba más: esto no era seguro: podía irse por una puerta y entrar por otra.
—¿Pues dónde está?
—En la cueva.
—¿En cuál?
—En la del huésped. Mosquetón se ha sentado en el umbral y yo tengo aquí la llave.
—¡Bravo! —dijo Aramis—. ¿Y cómo le habéis persuadido?
—Como se convence a todo el mundo; con dinero. Caro me ha costado, pero al fin convino en ello.
—¿Cuánto le habéis dado? —preguntó Athos—. Decidlo, ahora ya somos algo más que unos humildes mosqueteros, y todos los gastos deben ser a escote.
—Le he dado doce mil libras —dijo D’Artagnan.
—¿Doce mil? —repuso Athos—. ¿Poseéis tal vez esa cantidad?
—¿Y el famoso diamante de la reina? —preguntó el gascón dando un suspiro.
—Es cierto —observó Aramis—: me pareció haberos visto otra vez puesta la sortija.
—¿Qué? ¿La rescatasteis de manos del señor Des-Essarts? —interrogó Porthos.
—Sí por Dios —respondió D’Artagnan—, pero está escrito que no he de poder conservarla. ¿Qué queréis? Ya veo que los diamantes tienen simpatías y antipatías como los hombres, y parece que ése no me aprecia.
—Todo eso es muy bueno —dijo Athos—, y nos libra del verdugo; pero no hay verdugo que no tenga un criado, un ayudante.
—También éste lo tenía, pero la suerte nos ayuda.
—¿Pues cómo?
—Cuando yo creía necesario entablar otra negociación, vi penetrar a mi hombre con un muslo roto. Movido por un exceso de celo al acompañar la carreta que condujo hasta las ventanas del rey las vigas y tablones del patíbulo, una de las primeras cayósele encima.
—¡Ya! —dijo Aramis—. Por eso oí yo un grito desde el aposento del rey.
—Probablemente sería por eso —añadió D’Artagnan—; pero el hombre a fuer de prudente, prometió al retirarse enviar en su lugar cuatro operarios diestros para auxiliar a los que ya están trabajando, y al volver a casa de su patrón escribió, aunque herido, en el mismo instante a un carpintero amigo suyo llamado Tom Lowe para que pasase a White-Hall a cumplir su promesa. Aquí está la epístola que enviaba con un mandadero, a quien prometió por esta comisión diez peniques, y que me la ha vendido por un luis.
—¿Y qué diablos deseáis hacer de esa carta? —preguntó Athos.
—¿No lo adivináis? —dijo D’Artagnan, clavando en él sus penetrantes ojos.
—No por mi fe.
—Pues bien, querido Athos; vos que habláis inglés como el mismo.
John Bull, sois maese Tom Lowe y nosotros somos vuestros tres compañeros; ¿comprendéis ahora?
Athos exhaló un grito de alegría y admiración, corrió a su gabinete y sacó vestidos con que se disfrazaron inmediatamente los cuatro, lo cual hecho salieron de la posada, Athos con una sierra, Porthos con una alzaprima, Aramis con un hacha, y D’Artagnan con un martillo y clavos.
La carta del ayudante del verdugo atestiguaba que ellos eran los mismos que esperaba el maestro carpintero.
Como a las doce de la noche oyó Carlos gran ruido al pie de su balcón; producíanle muchos martillazos y hachazos, el crujido de una alzaprima y el rechinar de una sierra.
Habíase echado vestido sobre el lecho y empezaba ya a dormirse cuando le despertó este ruido; y como además de su sonido material tenía un eco moral y terrible en su alma, le acometieron de nuevo los horrorosos pensamientos de la tarde anterior. Solo, en medio de las tinieblas, no tuvo ánimo para sufrir esta tortura, que no estaba en el programa de su suplicio, y envió a Parry a decir al centinela que rogase a los operarios dieran golpes menos fuertes y respetaran el último sueño del que había sido su rey.
El centinela no quiso abandonar su sitio, mas permitió a Parry que pasara.
Cuando llegó frente a la ventana, después de dar vuelta al palacio, vio Parry un ancho andamio que se elevaba hasta el mismo balcón, cuyo antepecho arrancaron. Aún no estaba concluido el tablado; pero ya empezaban a clavar alrededor de él una colgadura de sarga negra.
Como de la ventana al suelo había una distancia de unos veinte pies, el cadalso tenía dos pisos interiores. Por mucho que le repugnase semejante espectáculo, se resolvió Parry a buscar entre los ocho o diez operarios que construían la siniestra armazón, a los que más podían incomodar con su ruido al rey; y, sobre el segundo piso vio dos hombres arrancando con una alzaprima los últimos garfios de la barandilla. Era el uno un coloso, digno sustituto del ariete antiguo, cuyo destino era derribar murallas. A cada golpe de su instrumento volaban las piedras en mil pedazos. El otro permanecía de rodillas y las echaba fuera.
No había duda en que ellos eran los que causaban el ruido que tanto molestaba al rey.
Subió Parry la escalera y se acercó a ellos.
—Compañeros —les dijo—, ¿queréis trabajar sin tanto estrépito? Os lo suplico; el rey está descansando y necesita dormir.
El de la alzaprima interrumpió su tarea y volvió la cabeza; pero como permanecía de pie, Parry no pudo distinguir sus facciones en medio de la oscuridad que era más profunda junto al techo. El otro se volvió también, y hallándose más próximo al farol por estar de rodillas dejó ver su rostro a Parry.
Miróle fijamente y se llevó un dedo a los labios. Parry retrocedió con asombro.
—Bien está —dijo el trabajador con excelente inglés; anda y di al rey que si duerme mal esta noche, la venidera dormirá mejor.