Terminada esta carta, se sintió Raúl más tranquilo, observó si le espiaban Olivain y el posadero, estampó un beso en aquel papel, muda y afectuosa caricia que el corazón de Athos era capaz de adivinar al abrir la carta.
En aquel intermedio se había bebido Olivain su botella y despachado su pastel. También los caballos estaban descansados: Raúl llamó al posadero, echó un escudo sobre la mesa, montó, y en Senlis echó la carta al correo.
Aquella breve detención permitió a los viajeros proseguir su camino sin pararse. En Verberie ordenó a Olivain que tomara noticias del joven caballero que les precedía: tres cuartos de hora hacía que le habían visto pasar, pero iba con buena montura, como ya dijera el posadero, y caminaba a buen paso.
—Veamos si logramos alcanzarle —dijo Raúl a Olivain—; va también al ejército y su compañía nos servirá de distracción.
Eran las cuatro de la tarde cuando llegó Raúl a Compiegne; comió con buen apetito y tomó nuevos informes respecto al desconocido caballero, averiguando que también se había apeado en la posada de
La Campana y la bellota
, que era la mejor de Compiegne, y que había continuado su camino manifestando que se proponía dormir en Nyon.
—Vamos a dormir a Nyon —dijo Raúl.
—Señor —respondió respetuosamente Olivain—, concededme que os haga notar que esta mañana se fatigaron muchos los caballos. Bueno sería hacer noche aquí y salir mañana temprano. Para la primera jornada bastan dieciocho leguas.
—El señor conde de la Fère quiere que me dé prisa —contestó Raúl—, y que en la mañana del cuarto día esté reunido con el príncipe. Caminemos hasta Nyon; será igual la jornada a las que hemos hecho al venir de Blois. A las ocho en punto llegaremos: los caballos podrán descansar toda la noche, y a las cinco de la madrugada nos volveremos a poner en camino.
Olivain no se atrevió a oponerse a esta determinación, mas siguió a su amo murmurando entre dientes.
—Adelante, adelante —decía—, gasta todo tu ímpetu el primer día; mañana andará diez leguas en vez de veinte, pasado mañana cinco, y al tercer día estarás en cama. Entonces habrás de descansar a la fuerza. Todos estos muchachos no son más que unos fanfarrones.
Fácil es ver que Olivain no se había educado en la escuela de Planchet ni de Grimaud.
Raúl estaba efectivamente cansado; pero quería probar sus fuerzas; imbuido en los principios de Athos, no quería ser inferior a su modelo, a quien había oído hablar mil veces de jornadas de veinticinco leguas. Recordaba también a D’Artagnan, a aquel hombre que parecía formado solamente de nervios y músculos.
Marchaba, pues, acelerando cada vez más el paso de su cabalgadura, no obstante las observaciones de Olivain, por una hermosa vereda que conducía a un embarcadero y que le hacía atajar una legua, según le habían informado. Llegó a la cumbre de una colina y apareció a su vista el río, en cuya orilla permanecía un pequeño grupo de gente a caballo disponiéndose a embarcarse. Persuadido Raúl de que eran los desconocidos el caballero que buscaba y su escolta, dio una voz llamándolos, pero todavía se hallaba a mucha distancia para que lo oyeran, visto lo cual y a pesar de lo fatigado que estaba su caballo, lo puso al galope. Una desigualdad del terreno le ocultó a los viajeros, y cuando llegó a otra elevación, habíase apartado la barca de la orilla y bogaba hacia la opuesta.
Viendo Raúl que ya no podía llegar a tiempo para pasar el río con los viajeros, se detuvo para aguardar a Olivain.
Oyóse en aquel momento un grito hacia el centro del río; volvió Raúl la cabeza y llevando una mano a sus ojos, deslumbrados por el sol que se ponía, exclamó:
—Olivain, ¿qué es eso?
Resonó otro grito más penetrante que el primero.
—¡Qué ha se der! —contestó Olivain—. Que la corriente se lleva la barca. Pero allí se ve algo que se mueve en el agua.
—Ciertamente —exclamó Raúl fijando sus miradas en un punto del río iluminado por los rayos del sol—. ¡Un caballo! ¡Un hombre!
—¡Se van a fondo! —gritó a su vez Olivain.
Así era la verdad; Raúl acababa de persuadirse de que había sucedido una desgracia y se estaba ahogando una persona. Recogió las riendas del caballo, le clavó las espuelas, y el animal, estimulado por el dolor, lanzóse a escape, saltó por encima de una especie de pretil que rodeaba el embarcadero y cayó en el río, levantando una cascada de espuma.
—¡Ay, señor! ¿Qué hacéis? —exclamó Olivain.
Raúl dirigía su caballo hacia el infeliz que se hallaba en tan grave peligro. Por lo demás, estaba muy acostumbrado a semejante ejercicio. Criado a orillas del Loire, se había mecido cien veces en sus aguas, atravesándolas unas veces a caballo y otras a nado. Athos había cuidado de hacerle práctico en todas estas cosas para cuando fuese soldado.
—¡Ah, Dios mío! —continuaba el desesperado Olivain—. ¿Qué diría el señor conde si os viese?
—El señor conde hubiese hecho lo que yo —respondió Raúl excitando vigorosamente a su caballo.
—Pero y yo —gritaba Olivain—, ¿cómo paso?.
—¡Salta, miserable! —gritaba Raúl sin dejar de nadar.
Y dirigiéndose al viajero, que luchaba con las olas a veinte pasos de distancia, añadió:
—Valor, caballero, ya voy a socorreros.
Olivain avanzó, retrocedió, encabritó su caballo, dio media vuelta, y aguijoneado al fin por la vergüenza, se lanzó imitando a Raúl.
La barca, entretanto, bajaba rápidamente en medio de los gritos de los que la ocupaban.
Un hombre de cabellos entrecanos se había arrojado de la barca al río, y nadaba admirablemente hacia la persona que se ahogaba; pero tenía que luchar contra la corriente y avanzaba con lentitud.
Raúl continuaba avanzando visiblemente; pero el caballo y el jinete, a los que no perdía de vista, sumergíanse cada vez más: el primero no tenía más que las narices fuera del agua, y el segundo, que había soltado las riendas, tendía los brazos y dejaba caer la cabeza hacia atrás. Un minuto más y todo desaparecería.
—Valor —gritó Raúl.
—Es tarde —murmuró el joven—, es tarde.
Arrojóse Raúl de su caballo, al cual dejó confiada su propia salvación, y de tres o cuatro empujes llegó junto al caballero. Inmediatamente cogió al caballo por la brida, y sacó su cabeza fuera del agua: entonces respiró el animal más libremente, y como si hubiera conocido que iban a socorrerle, aumentó sus esfuerzos: al mismo tiempo cogió Raúl una mano del joven y la puso en la crin del caballo, a la cual se aferró aquél con la fuerza desesperada de todo el que se ahoga. Seguro de que el caballero no abandonaría su presa, no pensó el vizconde más que en el caballo, al cual dirigió hacia la orilla opuesta, ayudándole a cortar el agua y animándole con la voz.
De pronto tocó el animal en un bajo y puso los cascos en la arena.
—¡Salvo! —exclamó el hombre de los cabellos entrecanos haciendo también pie.
—¡Salvo! —exclamó maquinalmente el caballero soltando las crines y dejándose caer desde la silla en los brazos de Raúl.
Sólo distaba éste diez pasos de la playa: llevó a ella al desmayado caballero, lo tendió en la hierba, aflojó los cordones de su cuello y le desabrochó.
Un minuto después hallábase a su lado el hombre del cabello cano.
También Olivain había logrado llegar a la orilla después de persignarse muchas veces, y la gente de la barca se dirigía trabajosamente al mismo sitio con auxilio de un largo palo que casualmente habían encontrado.
Gracias a los cuidados de Raúl y del hombre que acompañaba al caballero, fuéronse animando paulatinamente las mejillas del desmayado, el cual abrió los ojos con espanto y miró a todas partes hasta fijarlos en su salvador.
—¡Ah, caballero! —exclamó—. Vos erais a quien buscaba: sin vuestro auxilio hubiera fallecido mil veces.
—Gracias a Dios —dijo Raúl—, todo se ha reducido a tomar un baño.
—¡Cuánto agradecimiento os debemos, caballero! —exclamó el hombre de los cabellos grises.
—¡Ah! ¿Estáis ahí, mi buen Armenges? Os he dado un gran susto, ¿no es verdad? Mas vos tenéis la culpa; siendo vos mi preceptor, debisteis enseñarme a nadar mejor.
—¡Ah, señor conde! —dijo el anciano—. Si os hubiese acontecido alguna desgracia, nunca habría yo tenido atrevimiento para presentarme al señor mariscal.
—Pero, ¿cómo ha pasado este accidente? —preguntó Raúl.
—Del modo más sencillo, caballero —dijo la persona a quien su compañero diera el título de conde—. Nos encontrábamos a un tercio de río, cuando se rompió la cuerda que dirigía la barca. A los gritos y movimientos de los barqueros, se asustó mi caballo y se tiró al agua. Yo nado mal, y no me atreví a apearme; en vez de ayudar al animal, paralizaba sus movimientos, y estaba a punto de ahogarme cuando llegasteis vos en el momento crítico de sacarme a tierra. Desde este momento, caballero, soy vuestro a muerte y vida.
—Señor —dijo Raúl inclinándose—, disponed de mí en cuanto os parezca.
—Me llamo el conde de Guiche —continuó el caballero—, y soy hijo del mariscal de Grammont. Ahora que no ignoráis quién soy, espero que digáis vuestro nombre.
—Soy el vizconde de Bragelonne —dijo Raúl, avergonzado de no poder nombrar a su padre como su nuevo compañero.
—Vizconde, vuestro aspecto, vuestra amabilidad, vuestro valor, me inclinan a vos. Sois acreedor a todo mi agradecimiento. Dadme un abrazo, y concededme vuestra amistad.
—Caballero —dijo Raúl abrazándose con el conde—, también yo os aprecio ya con todo mi corazón; disponed, pues, de mí.
—¿Adónde os encamináis, vizconde? —preguntó el de Guiche.
—Al ejército del príncipe, conde.
—¡Y yo también! —exclamó el joven arrebatado de alegría—. ¡Ah! Tanto mejor; dispararemos juntos el primer pistoletazo.
—Bien está; profesaos un mutuo cariño —dijo el ayo—; ambos sois jóvenes, tenéis sin duda la misma estrella, y debíais encontraros en el mundo.
Sonriéronse ambos mancebos con la confianza de la juventud.
—Y ahora —añadió el ayo—, urge que os mudéis. Ya deben haber llegado a la posada los lacayos a quienes ordené marchar apenas salieron del río. Ya se estará calentando la ropa blanca y el vino, venid. Ninguna réplica tenían que hacer los jóvenes a semejante propuesta, y pareciéndoles, por el contrario, excelente, montaron a caballo mirándose y admirándose uno a otro, porque eran, en efecto, dos distinguidos caballeros de esbelta y gallarda presencia, de rostro noble y sereno, de dulces y altivas miradas, y de franca sonrisa. El de Guiche podría tener dieciocho años, pero no estaba más desarrollado que Raúl, que sólo tenía quince.
Presentáronse la mano por un espontáneo movimiento, y dando espuelas a sus cabalgaduras anduvieron juntos el camino del río a la posada, gozándose el uno con la buena y agradable que era la vida que estuvo a punto de perder, y dando el otro gracias a Dios por haberle consentido vivir lo suficiente para hacer algo que pudiera complacer a su protector.
Olivain era el único a quien no había satisfecho completamente la bella acción de su amo, y caminaba retorciéndose las mangas y los faldones de su justillo, pensando en que una parada en Compiegne le hubiera librado, no sólo del peligro que acababa de escapar, sino también de las fluxiones de pecho y de los reumatismos que naturalmente debían ser su resultado.
Aunque no fue larga la detención en Nyon, bastó, sin embargo, para que cada viajero echase un largo sueño. Raúl encargó que le despertaran si llegaba Grimaud, pero Grimaud no apareció.
Los caballos debieron agradecer también las ocho horas de descanso que se les concedieron. A las cinco de la mañana despertó Raúl al conde de Guiche, dándole los buenos días. Almorzaron a toda prisa, y a las seis habían ya andado dos leguas.
La conversación del joven conde era de las más interesantes para Raúl; de modo que éste escuchaba y el otro no dejaba la palabra. Educado en París, que Raúl no había visto más que una vez, en la corte adonde nunca había ido el vizconde, era objeto de la más profunda curiosidad de éste, sus locuras de paje, y los dos duelos en que, a pesar de los edictos, y de su ayo sobre todo, se habían encontrado. Raúl sólo había ido a casa del señor Scarron, y nombró a Guiche las personas que allí había visto. A todas las conocía el conde; a la señora de Nevillan, a la señorita de Auvigny, a la de Scudery, a la Paulet, y a la señora de Chevreuse. Burlábase de todas con exquisita gracia, y Raúl estaba temiendo que llegase el momento en que hablara de la duquesa de Chevreuse, con la cual le unía una simpatía verdadera: pero fuera por instinto o por un afecto a la duquesa, el conde se expresó en los mejores términos acerca de ella. Con estos elogios creció el doble la amistad que profesaba Raúl a su joven compañero.
Tratóse después de amores, y como también en este punto tenía Raúl poco que decir y mucho que escuchar, redújose al papel de oyente, creyendo advertir al través de tres o cuatro aventuras muy diáfanas, que el conde ocultaba, como él, un secreto en lo más profundo de su corazón.
Ya hemos dicho que Guiche habíase criado en la corte, y estaba al corriente de todas sus intrigas. Aquella corte, de que tanto había oído hablar Raúl al conde de la Fère, varió mucho de aspecto desde la época en que la viera Athos. Fue, pues, toda la relación del conde de Guiche enteramente nueva para su compañero de viaje. Con malicias y talento pasó revista a todo el joven conde; contó los antiguos amores de la señora de Longueville con Coligny, y el duelo de éste en la Plaza Real, duelo que tan fatal le fue, y que vio la señora de Longueville a través de una celosía. Sus nuevos amores con el príncipe de Marsillac, cuyos celos, según se decía, le movían a desear dar muerte al mundo entero, y al mismo padre Herblay, su director espiritual; y los amores del príncipe de Gales con la hija de Gastón de Orléans, tan famoso después por su matrimonio secreto con Lauzun. La misma reina fue objeto de las chanzas del conde, y al cardenal Mazarino le tocó no pequeña parte de ellas.
El día transcurrió con la mayor rapidez. El ayo del de Guiche, persona franca, de mundo, y sabia de pies a cabeza, como decía su alumno, recordó varias veces a Raúl la profunda erudición y las palabras agudas y mordaces de Athos; mas nadie podía ser comparado con el conde de la Fère en cuanto a la gracia, la finura y la nobleza del aspecto.
A las cuatro de la tarde detuviéronse en Arras los caballos, tratados con alguna más consideración que el día anterior. Íbanse acercando los viajeros al teatro de la guerra, y resolvieron hacer alto en aquella ciudad hasta el siguiente día, porque algunas partidas de españoles se servían de la oscuridad de la noche para hacer incursiones de vez en cuando hasta las cercanías de Arras.