Grimaud acercóse al herido y examinó aquellas ásperas y marcadas facciones que tan terrible recuerdo despertaban en su memoria.
—No hay duda, él es —dijo después de un momento de observación.
—¿Vive? —preguntó el posadero.
Grimaud sin responderle desabrochó el jubón del moribundo, para observar los latidos de su corazón, en tanto que el posadero se acercaba a la cama; pero de repente los dos retrocedieron dando éste un grito de terror, y poniéndose extremadamente pálido el primero.
El desgraciado verdugo tenía clavado un puñal hasta el pomo en el lado izquierdo del pecho.
—Corred a buscar socorro —dijo Grimaud—, yo me quedaré con él. El posadero salió precipitadamente del aposento.
Su mujer, al oír su grito, se había marchado corriendo.
Diremos lo que había sucedido.
Hemos visto que el fraile se prestó casi a la fuerza a desempeñar su ministerio cerca del herido; si hubiera visto probabilidad de huir, quizá lo hubiese hecho; pero las amenazas del conde y de su amigo y el haber creído que los criados se quedaban en la posada, obligáronle a desempeñar impávido su papel de confesor, y entrando en el dormitorio se acercó a la cabecera de la cama.
Examinó el verdugo el rostro del que debía de prestarle los últimos auxilios con esa mirada peculiar a los que están cercanos a la muerte y no tienen tiempo que perder; hizo un movimiento de sorpresa y dijo:
—Sois muy joven, padre mío.
—Los que visten mi traje no tienen edad —contestó secamente el fraile.
—Habladme con más dulzura, padre; necesito un amigo en mis postreros momentos.
—¿Padecéis mucho? —preguntó el fraile.
—Sí; pero más del alma que del cuerpo.
—Salvemos vuestra alma —dijo el joven fraile—. ¿Sois efectivamente el verdugo de Béthune?
—No y sí —respondió vivamente el herido, temiendo sin duda que el nombre de verdugo le privase de los consuelos que necesitaba—; lo fui, pero ya no lo soy; hace quince años cedí mi empleo. Todavía figuro en las ejecuciones; pero no doy el golpe por mi mano… ¡Oh, no!
—¿Conque os produce horror vuestro estado?
El verdugo exhaló un profundo suspiro y contestó:
—Mientras herí en nombre de la ley y de la justicia pude dormir tranquilo al amparo de la justicia y de la ley; mas desde la noche en que serví de instrumento a una venganza particular y en que levanté con encono la cuchilla sobre una criatura de Dios, desde entonces…
Detúvose el verdugo sacudiendo la cabeza con desesperación:
—Hablad —dijo el fraile, que se había sentado al pie de la cama del herido, y que empezaba a interesarse por aquella relación que comenzaba de un modo tan raro.
—¡Ah! —exclamó el moribundo con todo el ímpetu de un dolor largo tiempo comprimido—. He procurado vencer este remordimiento con veinte años de buenas acciones; me he despojado de la ferocidad natural a los que derraman sangre; he expuesto mi vida en todas ocasiones para salvar la de los que corrían peligro, y he conservado a la tierra existencias humanas en pago de la que quité. No es esto todo, he repartido entre los pobres los bienes adquiridos en el ejercicio de mi profesión; he asistido a las iglesias; la gente que huía de mí se ha acostumbrado a verme; pero todos me han perdonado y aun algunos me han amado; pero creo que Dios no me ha concedido su perdón, porque incesantemente me persigue el recuerdo de aquella ejecución, y todas las noches me parece ver levantarse ante mí el espectro de aquella mujer.
—¡Una mujer! ¿De modo que habéis asesinado a una mujer? —exclamó el fraile.
—¡Vos también! —interrumpió el verdugo—. Vos también os servís de esa palabra que resuena en mis oídos: ¡asesinado! ¿De modo que no la he ejecutado, sino asesinado? ¿Conque soy un asesino y no un ejecutor de justicia?
Y cerró los dos ojos lanzando un gemido.
Temiendo sin duda el fraile que muriese sin decir más, repuso vivamente:
—Continuad, todo lo ignoro; cuando acabéis vuestra relación, Dios y yo juzgaremos.
—¡Ay, padre! —prosiguió el verdugo sin abrir los ojos, como temiendo que se le presentase alguna horrible aparición—. Sobre todo, cuando es de noche y atravieso algún río, siento que se aumenta ese terror que no puedo ahogar; me parece que mi mano está más pesada, como si aún tuviese en ella la cuchilla; que el agua se pone de color de sangre, y que todos los gritos de la naturaleza, el susurro de las hojas, el murmullo del viento y el chasquido de las olas se reúnen para formar una voz plañidera, desesperada, terrible, que me grita: «¡Paso a la justicia divina!».
—Delira —murmuró el fraile.
El verdugo abrió los ojos, hizo un movimiento para volverse hacia el joven, y le cogió un brazo.
—¡Que deliro! —exclamó—. ¿Que deliro, afirmáis? ¡Oh, no! Porque era de noche; porque arrojé su cuerpo al río; porque las palabras que me repiten mis remordimientos son las mismas que yo pronuncié en mi orgullo, creyendo que después de ser instrumento de la justicia humana, había llegado a serlo de la justicia divina.
—Pero decid cómo ocurrió todo eso; hablad —dijo el fraile.
—Cierta noche fue a buscarme un hombre y me intimó una orden. Le seguí adonde me esperaban otros cuatro caballeros. Me dejé llevar enmascarado, reservándome el hacer resistencia si me parecía injusto lo que de mí reclamasen. Anduvimos cinco o seis leguas, sombríos y silenciosos, casi sin decir una palabra; y por fin, me enseñaron por la ventana de una cabaña a una mujer apoyada de codos sobre una mesa, y me dijeron: «Esta es la que tienes que ejecutar».
—¡Qué horror! —dijo el fraile—. ¿Y obedecisteis?
—Padre, aquella mujer era un monstruo; decíase que había envenenado a su segundo marido, y tratado de asesinar a su cuñado, que era uno de aquellos caballeros; acababa de envenenar a una rival suya, y había hecho dar de puñaladas, antes de salir de Inglaterra, al favorito del rey.
—¿Buckingham? —preguntó el fraile.
—Sí, a Buckingham, precisamente.
—¿Era inglesa?
—Francesa, pero se había casado en Inglaterra.
Estremecióse el fraile, se enjugó la frente y fue a correr el cerrojo de la puerta. Creyó el verdugo que le abandonaba, y se dejó caer gimiendo sobre la almohada.
—No, no, aquí estoy —dijo el fraile volando rápidamente a su lado—. Continuad: ¿quiénes eran esos hombres?
—Uno era extranjero, parecía inglés. Los otros cuatro eran franceses y vestían el uniforme de mosqueteros.
—¿Cómo se llamaban? —preguntó el fraile.
—Lo ignoro. Recuerdo sólo que daban al inglés el título de milord.
—¿Y era hermosa aquella mujer?
—¡Joven y hermosa! ¡Oh sí! Muy hermosa. Aún la estoy viendo llorar de rodillas a mis pies y con la cabeza echada atrás. Nunca he podido comprender cómo tuve valor para descargar el golpe en aquella cabeza tan linda y tan pálida.
El fraile parecía estar agitado por una extraña emoción. Todos sus miembros temblaban; se conocía que quería hacer una pregunta y que no se atrevía.
Haciendo, por fin, un violento esfuerzo, dijo:
—¿Cuál era el nombre de esa mujer?
—No lo sé. Como os digo, parece que se había casado dos veces, una en Francia y otra en Inglaterra.
—¿Y decís que era joven?
—Veinticinco años.
—¿Bella?
—Encantadora.
—¿Rubia?
—Sí.
—¿Cabellos muy largos, no es verdad?… Que le caían por los hombros.
—Sí.
—¿Ojos de admirable expresión?
—Cuando quería. ¡Oh, sí! Es cierto.
—¿Voz de admirable dulzura?
—¿Cómo sabéis tanto?
El verdugo se recostó en la cama y fijó sus asustadas miradas en el fraile, el cual se puso lívido.
—¡Y la matasteis! —dijo éste—. ¡Servisteis de instrumento a esos cobardes que no se atrevían a asesinarla por su mano! ¡No tuvisteis compasión de su juventud, de su belleza, de su debilidad!
—¡Ah! —respondió el verdugo—. Ya os he dicho, padre, que aquella mujer ocultaba bajo su aspecto angelical un espíritu diabólico, y cuando la vi, cuando recordé todo el daño que me había hecho…
—¿A vos, qué daño?
—Sedujo y perdió a mi hermano, que era presbítero; se escapó con él de su convento.
—¡Con tu hermano!
—Sí. Fue su primer amante; ella fue causa de su muerte. ¡Oh, padre, padre! No me miréis de ese modo. ¿Conque soy tan culpable? ¿No me perdonaréis?
El fraile compuso la expresión de su rostro.
—Sí tal, sí tal —le dijo— os perdonaré si me lo decís todo.
—Sí —exclamó el verdugo—: ¡todo, todo!
—Entonces, responded. Si sedujo a vuestro hermano…
—Le sedujo.
—Si causó su muerte como dais a entender…
—Sin duda.
—Entonces debéis saber su nombre de soltera.
—¡Dios santo! —dijo el verdugo—. Me parece que voy a morir. ¡La absolución, padre, la absolución!
—¡Dime su nombre!
—Se llamaba… ¡Dios santo, tened piedad de mí! —murmuró el verdugo, dejándose caer sobre el lecho pálido y convulso.
—¡Su nombre! —repitió el religioso inclinándose sobre él como para arrancárselo si no se lo decía—. ¡Su nombre!… Habla… o no te doy la absolución.
El moribundo reunió todas sus fuerzas. Los ojos del fraile chispeaban.
—¡Ana de Breuil! —murmuró el herido.
—¡Ana de Breuil! —exclamó el fraile incorporándose y levantando las manos al cielo—. Ana de Breuil has dicho, ¿no es cierto?
—Sí, ese era su nombre. Absolvedme ahora, porque estoy expirando.
—¡Absolverte yo! —exclamó el joven con una sonrisa que hizo erizar los cabellos al moribundo—. ¿Yo absolverte? No soy sacerdote.
—¿Pues quién sois? —preguntó el verdugo.
—¡Voy a decírtelo, miserable!
—Santo Dios.
—Soy John Francis de Winter.
—No os conozco.
—Espera, espera, ya me conocerás. Soy John Francis de Winter, y esa mujer…
—Acabad.
—Era mi madre.
El verdugo exhaló el primer grito: aquel terrible grito que se oyó afuera.
—¡Oh! Perdonadme, perdonadme —exclamó—, si no en nombre de Dios, en el vuestro; si no como sacerdote, como hijo.
—¡Perdonarte! —exclamó el fingido religioso—, ¡perdonarte! Acaso Dios lo haga, pero yo jamás.
—Por piedad —dijo el verdugo tendiendo hacia él los brazos.
—No la hay para quien no la ha tenido; muere impenitente, muere desesperado, muere y condénate.
Y sacando un puñal y clavándoselo en el pecho, agregó:
—¡Tomad! Ahí está mi absolución.
Entonces se oyó el segundo grito, más débil que el primero y seguido de un prolongado gemido.
El verdugo, que se había incorporado un poco, cayó sin fuerzas sobre la almohada. En cuanto al fraile, se precipitó a la ventana sin sacar el puñal de la herida, la abrió, saltó al jardín, entró en la cuadra, cogió su mula, salió por una puerta trasera, corrió al bosque inmediato, tiró sus hábitos, sacó de su maleta un traje completo de caballero, vistióse, fue a pie hasta la primera casa de postas, tomó un caballo y partió a galope en dirección a París.
Quedóse Grimaud sólo con el verdugo mientras iba el posadero a buscar socorro: su mujer estaba rezando.
Al cabo de algunos segundos abrió el herido los ojos.
—¡Socorro! —murmuró—, ¡socorro! ¡Oh! ¡Dios santo! ¿No encontraré un amigo en el mundo que me ayude a vivir o a morir?
Y al llevar una mano al pecho tocó la empuñadura del puñal.
—¡Ah! —exclamó recobrando la memoria y dejando caer con inercia el brazo.
—Tened valor —dijo Grimaud—, han ido a buscar auxilio.
—¿Quién sois? —preguntó el herido fijando en Grimaud sus ojos, desmesuradamente abiertos.
—Un conocido antiguo —respondió Grimaud.
—¿Vos?
El herido examinó con atención las facciones del que así le hablaba.
—¿En qué ocasión nos conocimos? —preguntó.
—Hace veinte años. Era de noche. Mi amo os llevó de Béthune a Armentieres.
—Ahora os reconozco; erais uno de los cuatro lacayos.
—Sí.
—¿De dónde venís?
—Pasaba por el camino, me detuve en esta posada para dar un poco de descanso a mi caballo, y me estaban diciendo que se encontraba aquí herido el verdugo de Béthune cuando oímos vuestros dos gritos. Acudimos al primero y al segundo echamos la puerta abajo.
—¿Y el religioso? —dijo el verdugo—. ¿Habéis visto al fraile?
—¿A cuál?
—Al que estaba conmigo.
—No, ya no se hallaba aquí; debe de haber huido por esa ventana. ¿Conque él es quien os ha herido?
—Él —dijo el verdugo.
Grimaud hizo un movimiento para salir.
—¿Adónde vais? —preguntó el verdugo.
—Es menester perseguirle.
—Guardaos de hacer tal cosa.
—¿Por qué?
—Se ha vengado, ha hecho bien. Merced a esta expiación, confío que Dios me perdone.
—Explicaos —dijo Grimaud.
—Esa mujer que me mandaron ejecutar vuestros amos y vos mismo…
—¿Milady?
—Sí, Milady; es verdad que la llamabais así.
—¿Qué relación existe entre Milady y el fraile?
—Era su madre.
Grimaud le miró vacilando y con ojos asombrados.
—¡Su madre! —repitió.
—Sí, su madre.
—¿Luego sabe ese secreto?
—Le tomé por un religioso y se lo revelé en confesión.
—¡Desgraciado! —exclamó Grimaud, cuyos cabellos se bañaron en sudor al pensar en las consecuencias que tal revelación podía producir—. ¡Desgraciado! Pero a lo menos no habréis designado a nadie por su nombre.
—No, porque todos los ignoraba, excepto el de la madre del falso religioso; pero sabe que su tío se contaba en el número de los jueces.
El verdugo dejóse caer sin fuerzas sobre la cama. Grimaud se acercó a socorrerle y llevó la mano a la empuñadura del puñal.
—No me toquéis —dijo el herido—; en cuanto me saquen este puñal soy muerto.
Grimaud se quedó con la mano en el aire, y dándose de repente una palmada en la frente, exclamó:
—Pero si ese hombre llega a saber quiénes son los otros, ¡está perdido mi amo!
—Daos prisa —dijo el verdugo—, avisadle, si es que todavía vive, avisad a sus amigos; creedme. Mi muerte no será el único desenlace de esta horrible aventura.
—¿A dónde iba? —preguntó Grimaud.