Acercáronse al monje, que debería tener de veintidós a veintitrés años, aunque los ejercicios ascéticos habíanle envejecido en la apariencia. Era pálido, pero no tenía esa palidez mate que es una belleza; su color era amarillo bilioso. Sus cortos cabellos, que apenas salían del círculo trazado por su sombrero en derredor de su frente, eran rubios cenicientos, y sus ojos parecían estar desprovistos de mirada.
—Caballero —dijo Raúl con su ordinaria cortesía—, ¿sois eclesiástico?
—¿Por qué me lo preguntáis? —contestó el desconocido, con una impasibilidad que rayaba en incivil.
—Para saberlo —dijo el conde de Guiche con altivez.
El desconocido espoleó a su mula y prosiguió su camino.
Guiche se puso de una carrera delante de él y le interceptó el paso.
—Responded, señor mío —le dijo—; os han preguntado con política, y toda pregunta merece respuesta.
—Creo ser libre para decir o callar quién soy a dos advenedizos que tengan la humorada de preguntármelo.
Guiche esforzóse en contener los impulsos que le estaban dando de romper la cabeza al fraile.
—Sabed —dijo dominando su irritación— que no son dos advenedizos los que os hablan: mi amigo es el vizconde de Bragelonne, y yo el conde de Guiche. Además, no es ninguna humorada el preguntaros si sois eclesiástico; hay un hombre moribundo que reclama los socorros de la Iglesia. Si sois sacerdote, os intimo, en nombre de la humanidad, que me sigáis a socorrer a ese hombre; si no lo sois, es distinto; entonces os prevengo, en nombre de la cortesanía, que tan completamente desconocéis, que voy a castigaros por vuestra insolencia.
El monje volvióse de pálido en lívido, y se sonrió de un modo tan particular, que Raúl, que no apartaba de él la vista, sintió que aquella sonrisa hacía en su corazón el efecto de un insulto.
—Será tal vez algún espía español o flamenco —exclamó, echando mano a una pistola.
Respondió a estas palabras una mirada amenazadora y parecida a un relámpago.
—¿Respondéis o no? —preguntó el de Guiche.
—Soy sacerdote, señores —dijo el fraile.
Y su semblante recobró su ordinaria impasibilidad.
—Entonces, padre —dijo Raúl, volviendo a guardar las pistolas y dando a sus palabras un respetuoso tono que no le salía del corazón—, si sois sacerdote, tenéis, como os decía mi amigo, una ocasión de ejercer vuestro ministerio; un infeliz herido que debe llegar de un momento a otro a la posada próxima, desea la asistencia de un ministro de Dios; nuestros lacayos le acompañan.
—Allá voy —dijo el fraile. Y espoleó a la mula.
—Es que si no vais —dijo el de Guiche—, nosotros tenemos caballos capaces de alcanzar a vuestra mula, y crédito bastante para que os prendan dondequiera que estéis, en cuyo caso os aseguro que muy pronto seréis sentenciado: en todas partes hay árboles y cordeles.
Centellearon de nuevo los ojos del fraile; mas no se dio por entendido de otro modo; repitió su frase: «Allá voy», y echó a anchar.
—Sigámosle —dijo Guiche—, es lo más seguro.
—A proponéroslo iba —contestó Bragelonne.
Y entrambos jóvenes emprendieron otra vez su camino, arreglando sus pasos a los del fraile, y siguiéndole a un tiro de pistola.
A los cinco minutos volvió la cabeza el fraile, para observar si iban tras él.
—Ya veis que hemos hecho bien —dijo Raúl.
—¡Qué horrible cara tiene el tal fraile! —observó el conde de Guiche.
—Horrible —contestó Raúl—, y, sobre todo, su expresión; esos amarillentos cabellos, esos ojos apagados, esos labios que desaparecen a la menor palabra que pronuncia…
—Es verdad —dijo Guiche, que no había reparado tanto como Raúl en todos estos detalles, porque mientras que el uno hablaba, examinaba el otro—; cierto que es una cara particular; pero esos religiosos están sujetos a ejercicios de mortificación; los ayunos les ponen pálidos, la disciplina los hace hipócritas, y a fuerza de llorar los bienes de la vida que han perdido y que nosotros disfrutamos, pierden toda expresión sus ojos.
—Al fin y al cabo —repuso Raúl—, nuestro pobre hombre consigue su deseo; por Dios que el penitente tiene aspecto de poseer una conciencia mejor que el confesor. Yo estoy acostumbrado a ver sacerdotes de aspecto muy diferente.
—Ese debe de ser uno de tantos religiosos errantes que andan mendigando por los caminos hasta que les llueve del cielo un beneficio; la mayoría son extranjeros, escoceses, irlandeses o daneses. Ya he visto algunos otros.
—¿Tan repugnantes?
—No tanto, pero bastante asquerosos, sin embargo.
—¡Qué desgracia para ese desdichado herido el morir en manos de semejante sayón!
—¡Bah! —dijo Guiche—. La absolución no procede del que la da, sino de Dios. Y, sin embargo, os confieso con franqueza que prefiero morir impenitente a entenderme con un confesor por ese estilo. Vos debéis ser de mi opinión, vizconde, porque acariciabais antes el pomo de la pistola como si os dieran tentaciones de dispararla sobre él.
—Sí, conde, es cosa muy extraña, y os sorprenderá, pero el aspecto de ese hombre me ha causado un terror indefinible. ¿Nunca habéis tropezado con una serpiente?
—Jamás —dijo Guiche.
—Pues a mí me ha sucedido algunas veces en nuestras selvas de Blois, y me acuerdo que a la primera que me miró con sus vidriosos ojos, enroscada, moviendo la cabeza y agitando la lengua, quedéme inmóvil, pálido y como fascinado, hasta el momento en que el conde de la Fère…
—¿Vuestro padre? —preguntó Guiche.
—No, mi tutor —repuso Raúl ruborizándose.
—Adelante.
—Hasta el momento —continuó Raúl— en que me dijo el conde de la Fère: «Vamos Bragelonne, dadle firme». Corrí entonces a ella y la dividí en dos partes en el momento en que se enderezaba sobre la cola y daba silbidos para arrojarse sobre mí. Pues bien, os juro que me ha causado exactamente la misma sensación ese hombre, cuando me dijo: «¿Por qué me lo preguntáis?» y me miró.
—Y ahora sentís no haberle partido en dos como a la serpiente.
—Casi, casi decís bien —contestó Raúl.
Llegaron en aquel momento a la vista de la posada y divisaron en la otra parte a los que llevaban al herido, guiados por el señor de Armenges.
Iba el moribundo sostenido entre dos hombres, y el tercero llevaba del diestro los caballos.
Los jóvenes aceleraron el paso.
—Ahí está el herido —dijo Guiche al pasar junto al padre agustino—; tened la bondad de andar algo más de prisa.
Raúl apartóse al otro lado del camino, y al pasar frente al fraile volvió la cabeza con disgusto.
En lugar de seguir al confesor, le precedían entonces nuestros jóvenes, los cuales marcharon en dirección al herido y le comunicaron tan fausta noticia. Este se incorporó para mirar en la dirección indicada, vio al fraile que se aproximaba acelerando el paso de su mula, y se dejó caer sobre las parihuelas con el semblante iluminado por un rayo de alegría.
—Hemos hecho por vos cuanto podíamos —dijeron los caballeros—, y como nos urge unirnos al ejército, vamos a continuar nuestro camino contando con vuestro permiso. Se susurra que va haber una batalla y no quisiéramos llegar tarde.
—Id con Dios, señores —dijo el herido—, y él os bendiga por tanta piedad; habéis hecho por mí cuanto podíais, y yo no puedo hacer otra cosa que repetir que Dios os guarde a vos y a las personas que sean objeto de vuestro afecto.
—Señor de Armenges —dijo Guiche a su ayo—, vamos a adelantarnos; en el camino de Cambrin nos reuniremos.
El posadero permanecía en la puerta, después de haber preparado la cama, las hilas y las vendas, y enviado un palafrenero a Lens, que era la ciudad más próxima, en busca de un médico.
—Está bien —dijo el posadero—, se hará como deseáis; pero ¿no os detenéis a curaros esa herida? —prosiguió dirigiéndose a Bragelonne.
—No vale nada —dijo el vizconde—; la reconoceré en otra parada que hagamos; lo que os pido es que si pasa un hombre a caballo y os pregunta por un joven montado en un alazán y seguido de un lacayo, le digáis que efectivamente me habéis visto, pero que he continuado mi camino y que pienso comer en Mazingarde y dormir en Cambrin. Es un criado mío.
—¿No sería mejor que, para más seguridad, le preguntase su nombre y le dijese el vuestro? —preguntó el patrón.
—Jamás será malo ese exceso de precaución; me llamo el vizconde de Bragelonne y él se llama Grimaud.
En aquel momento llegaron, el herido por un lado y el fraile por otro; nuestros jóvenes apartáronse para que pasase la camilla, mientras el fraile se apeaba de su mula y mandaba que la llevasen a la cuadra sin quitarle la silla.
—Padre —dijo Guiche—, confesad bien a ese infeliz y, no os cuidéis de vuestros gastos ni de los de la mula; todo está pagado.
—Gracias, señor —dijo el fraile con una de aquellas sonrisas que hacían estremecer a Bragelonne.
—Venid, conde —dijo Raúl, para quien era insoportable, como por instinto, la presencia del religioso—; venid, no me siento bien aquí.
—Gracias otra vez, caballero —dijo el herido—; no me olvidéis en vuestras oraciones.
—Nos acordaremos —dijo Guiche, espoleando a su caballo, para unirse con Raúl, que se había adelantado veinte pasos.
Entraba a la sazón en la casa la camilla llevada por dos lacayos. El posadero estaba con su esposa en la escalera. El infeliz herido daba muestras de sufrir horribles dolores, y sin embargo, sólo se preocupaba de saber si le seguía el religioso.
Al ver aquel hombre pálido y ensangrentado, la posadera asió con fuerza el brazo de su marido.
—¿Qué te pasa? —preguntó éste—. ¿Te pones mala?
—No, pero mira —dijo ella señalando al herido.
—¡Cáscaras! —respondió el posadero—. Poca vida le queda.
—¿Pero no le conoces?
—¡Conocerle!… Aguarda.
—¡Ah! Veo que sí —dijo la mujer—, porque también te pones pálido.
—Cierto —exclamó el posadero—. ¡Pobres de nosotros! Es el antiguo verdugo de Béthune.
—¡El verdugo de Béthune! —murmuró el fraile, parándose y dando a conocer en su rostro la repugnancia que le inspiraba su penitente.
El señor de Armenges observó desde la puerta su indecisión.
—Padre —le dijo—, ese desgraciado, por haber sido verdugo, no deja de ser hombre. Prestadle el último servicio que reclama de vos, y tendrá más mérito vuestra acción.
El fraile no respondió, y entró silenciosamente en la alcoba baja, donde ya habían puesto los criados al moribundo, dejándole solo en cuanto el ministro de Dios se acercó a la cabecera.
Montaron a caballo, y emprendieron al galope el camino con Armenges y Olivain.
A poco de haber desaparecido en el camino la cabalgata, un nuevo viajero se detuvo a la puerta de la posada.
—¿Qué se ofrece, señor? —dijo el patrón, pálido y todavía tembloroso por el descubrimiento que acababa de hacer.
El viajero indicó con un ademán que deseaba beber, y apeándose señaló a su caballo e hizo otro ademán como de restregar.
—¡Diantre! —pensó el posadero—. Parece que es mudo. ¿Y dónde deseáis beber? —preguntó.
—Aquí —dijo el viajero, señalando una mesa.
—Me equivocaba —dijo el posadero—. No es mudo del todo.
Y haciendo una cortesía marchó a buscar una botella de vino y unos bizcochos, que puso delante del viajero.
—¿Se ofrece algo más? —preguntó.
—Sí.
—¿Qué?
—¿Sabes si ha pasado por aquí un joven de unos quince años en un caballo alazán y seguido de un lacayo?
—¿El vizconde de Bragelonne?
—El mismo.
—En ese caso vos seréis el señor Grimaud.
—Sí.
—Pues bien, aún no hace un cuarto de hora que estaba aquí vuestro amo; piensa comer en Mazingarde y dormir en Cambrin.
—¿Dista mucho de aquí, Mazingarde?
—Dos leguas y media.
—Gracias.
Seguro Grimaud de alcanzar a su amo antes de que acabara el día, tranquilizóse algo, se enjugó la frente y se bebió en silencio un vaso de vino.
Acababa de dejar el vaso sobre la mesa y se disponía a llenarle de nuevo, cuando resonó un grito en la alcoba del moribundo.
Grimaud se incorporó y dijo:
—¿Qué es esto? ¿De dónde ha salido ese grito?
—Del cuarto del herido —contestó el posadero.
—¿Qué herido?
—El antiguo verdugo de Béthune que hoy ha sido atacado por unos españoles; le han conducido aquí y se está confesando con un fraile agustino; parece que sufre grandes dolores.
—¡El verdugo de Béthune! —murmuró Grimaud reuniendo sus recuerdos—. ¿Es un hombre de cincuenta y cinco a sesenta años, alto, vigoroso, moreno, con barba negra?
—El mismo, sólo que ahora tiene la barba gris y el pelo blanco; ¿le conocéis? —preguntó el posadero.
—Le he visto sólo una vez —dijo Grimaud, cuya frente se nubló con aquel recuerdo.
—¿Has oído? —dijo la posadera acercándose a su marido llena de miedo.
—Sí —contestó éste mirando con zozobra hacia la puerta.
Oyóse otro grito menos fuerte que el primero, pero seguido de un gemido largo y profundo.
Todos miráronse aterrados.
—Es necesario averiguar qué es eso —dijo Grimaud.
—Parece el grito de un hombre a quien asesinan —murmuró el posadero.
—¡Jesús! —exclamó su mujer.
Como saben nuestros lectores. Grimaud hablaba poco, pero hacía mucho. Lanzóse a la puerta y la empujó fuertemente, pero estaba cerrada por dentro con un cerrojo.
—Abrid —gritó el posadero—; abrid, padre; abrid al instante. Nadie contestó.
—Abrid o echo la puerta abajo —gritó Grimaud. El mismo silencio.
Dirigió Grimaud una mirada a su alrededor y vio una palanca que permanecía en un rincón: corrió a ella y en un momento forzó la puerta. La habitación estaba inundada de sangre que se filtraba a través del colchón. El herido no hablaba ya; estaba en el estertor de la agonía; el fraile había desaparecido.
—¡El fraile! —exclamó el posadero—. ¿Dónde está? Grimaud corrió a una ventana que daba a un patio y dijo:
—Habrá huido por aquí.
—¡Cómo! —exclamó aterrorizado el posadero—. Muchacho, mira si está la mula en la cuadra.
—No, señor —gritó desde abajo el mozo a quien se dirigía la pregunta.
Grimaud frunció el ceño; el posadero unió las manos y miró en torno suyo con desconfianza. En cuanto a su mujer, no se había atrevido a entrar en el dormitorio y permanecía en pie y aterrada, en el quicio de la puerta.