El ejército francés ocupaba el territorio comprendido entre Pontà-Mare y Valenciennes, a la parte de Douai. Susurrábase que el príncipe se hallaba en Béthune.
Extendíase el ejército enemigo desde Cassel a Courtray, y como cometía mil violencias y atropellos, casi todos los habitantes fronterizos abandonaban sus indefensas casas, e iban a refugiarse en las poblaciones que les prometían algún abrigo. Arras estaba lleno de fugitivos.
Hablábase de la proximidad de una batalla que debía ser decisiva, pues hasta entonces el príncipe había pasado el tiempo con maniobras de poca importancia, esperando refuerzos, que acababa de recibir. Entrambos jóvenes se alegraron de llegar en tan buena ocasión; cenaron juntos y se acostaron en el mismo cuarto, pues gracias a las dulces inclinaciones de su edad, tratábanse ya como si se hubieran conocido desde la cuna, y como si nunca debieran de separarse.
Después de la cena hablóse de la guerra; los lacayos limpiaron las armas, los jóvenes cargaron las pistolas para cualquier evento, y a la mañana despertaron desesperados, habiendo soñado los dos que llegaban tarde a la batalla.
Corrían aquel día voces de que el príncipe de Condé había evacuado a Béthune y replegado sobre Carvin, aunque dejando guarnecida la primera ciudad; mas como nada presentaba de positivo esta noticia, resolvieron los jóvenes continuar su camino a Béthune, pudiendo en todo caso torcer a la derecha y marchar a Carvin.
Era el ayo del conde de Guiche muy práctico en el país, y propuso en consecuencia echar por un atajo situado entre los dos caminos de Lens y Béthune. En Ablain podían tomar informes.
Dejando un itinerario para Grimaud, pusiéronse en marcha los viajeros a las siete de la mañana.
El joven e impetuoso conde de Guiche decía a Raúl:
—Somos tres amos y tres criados; éstos llevan excelentes armas, y el vuestro me parece de bastantes puños.
—Aún no le he visto en un caso apurado —contestó Raúl—, pero es bretón y promete.
—Sí, sí —repuso el de Guiche—, estoy seguro de que sabrá disparar un mosquete cuando sea tiempo. Yo traigo dos hombres de confianza que han hecho la guerra con mi padre, de manera que formamos un total de seis combatientes… Si encontramos alguna partida igual en número a la nuestra, y aunque fuese superior, ¿verdad que deberíamos atacarla, Raúl?
—Sí tal —contestó el vizconde.
—¡Hola, jóvenes, hola! —dijo el ayo tomando parte en la conversación—; a ese paso, ¡voto a tantos! ¿Dónde van a parar mis instrucciones? ¿Olvidáis, señor conde, que tengo orden de entregaros sano y salvo al señor príncipe de Condé? Después que estéis incorporado al ejército, haced que os maten si os place, pero hasta entonces os prevengo, que en mi clase de general, doy la voz de retirada y vuelvo las espaldas al primer penacho que divise.
Guiche y Raúl miráronse de reojo, sonriéndose; el terreno iba presentándose bastante poblado, y de vez en cuando hallaban los viajeros a algunos aldeanos que se retiraban llevando por delante sus ganados, y porteando en carretas o al hombro sus más valiosos objetos.
Ningún suceso notable acaeció a los viajeros hasta Ablain; allí tomaron informes y supieron que, efectivamente, había el príncipe salido de Béthune, y que estaba entre Cambrai y la Venthie. Entraron entonces, dejando siempre los precisos datos a Grimaud, en otro atajo que en media hora les condujo a orillas de un arroyuelo que va a perderse en el Lys.
Aquel delicioso paisaje estaba cortado por distintas calles, tan verdes como la esmeralda. A trechos encontraban los viajeros bosquecitos que atravesaban la vereda por donde iban, y al llegar a ellos mandaba el ayo, temiendo alguna emboscada, que tomasen la delantera los dos lacayos del conde. Ambos jóvenes y el ayo formaban el grueso del ejército, y Olivairì cubría la retaguardia, con el ojo alerta y la carabina en la mano.
Hacía tiempo que se divisaba en el horizonte un bosque más espeso y, a cien pasos de él, tomó el señor de Armenges sus acostumbradas precauciones, enviando los lacayos de vanguardia.
Acababan éstos de desaparecer entre los árboles: los jóvenes y el ayo seguíanles a cien pasos hablando y riendo, y Olivain iba detrás a igual distancia, cuando de repente sonaron cinco o seis tiros. El ayo dio la voz de alto y los jóvenes obedecieron conteniendo sus caballos. En el mismo momento volvieron al galope los dos lacayos.
Raúl y el conde, impacientes por saber lo que ocurría, se adelantaron a su encuentro.
—¿Os han cortado el paso? —preguntaron vivamente los dos jóvenes.
—No, señores —respondieron los lacayos— y es muy probable que ni siquiera nos hayan visto; los tiros han sonado a unos cien pasos de nosotros, en lo más espeso del bosque, y hemos dado la vuelta para pedir órdenes.
—Mi opinión, y en caso necesario mi voluntad —dijo el ayo—, es que nos retiremos; ese bosque puede ocultar alguna asechanza.
—¿Nada habéis visto? —preguntó el conde a uno de los lacayos.
—He visto confusamente algunos caballeros con traje amarillo metiéndose en el río.
—¡Precisamente! —dijo el ayo—. Hemos dado con una partida de españoles. ¡Atrás, caballeros, atrás!
Consultáronse los jóvenes con la vista, a tiempo que se oyó un pistoletazo, seguido de dos o tres gritos pidiendo socorro.
Habiéndose cerciorado por otra mirada de que ninguno de los dos hallábase dispuesto a retroceder, dejaron los jóvenes al ayo dar media vuelta con su caballo, espolearon los suyos hacia adelante, y gritó Raúl:
—¡A mí, Olivain!
El conde de Guiche decía:
—¡A mí, Urbano y Blanchet!
Y antes de que el ayo volviera de su sorpresa, ambos jóvenes desaparecieron en el bosque.
Al tiempo de emprender la carrera cada uno de ellos había disparado una pistola.
Cinco minutos después llegaron al sitio de donde parecía salir el ruido. Entonces contuvieron sus caballos y acercáronse con precaución.
—Silencio —dijo Guiche—; gente a caballo.
—Sí, tres montados y otros tres que han echado pie a tierra.
—¿Qué hacen? ¿Los veis?
—Parece que están registrando un cadáver, o un hombre herido.
—Son soldados —respondió Raúl.
—Sí, pero andan en partidas como los salteadores.
—¡A ellos! —contestó Raúl.
—¡A ellos! —repitió Guiche.
—¡En nombre de Dios, señores! —exclamó el pobre ayo. Ya no le escuchaban los jóvenes. Se habían lanzado a escape, y el grito del ayo sólo sirvió para dar la alarma a los españoles.
Los tres que permanecían a caballo salieron inmediatamente al encuentro de Raúl y del conde, mientras sus camaradas acababan de desvalijar a los viajeros, pues dos y no uno eran los que estaban tendidos en el suelo.
Guiche fue el primero que disparó, mas lo hizo a diez pasos de distancia y erró el tiro; en seguida tiró un español y Raúl sintió en el brazo izquierdo un dolor semejante al que causa un latigazo.
Disparó entonces a cuatro pasos de distancia y el español, herido en el pecho, abrió los brazos y cayó de espaldas sobre la grupa de su caballo, el cual dio media vuelta y echó a correr con él encima.
En aquel momento divisó Raúl, como a través de una nube, el cañón de un mosquete dirigido contra él. Acordóse del consejo de Athos, y encabritó rápidamente su caballo a tiempo que salía el tiro.
El caballo dio un salto de lado, flaquearon sus piernas, y cayó cogiendo debajo a Raúl.
Arrojóse el español sobre el vizconde empuñando el mosquete por el cañón para romperle la cabeza con la culata.
Desgraciadamente hallábase Raúl en tal posición que ni podía desenvainar la espada ni sacar una pistola; veía al español agitar la culata sobre su cabeza, y ya iba a cerrar involuntariamente los ojos, cuando Guiche se lanzó de un salto sobre su adversario y le puso la pistola en la garganta.
—Ríndete —le dijo—, o eres muerto.
Cayó el mosquete de manos del soldado y éste se rindió a discreción.
Guiche llamó a un lacayo, le entregó el prisionero, con orden de hacerle fuego si trataba de escaparse, y apeándose del caballo, se acercó a Raúl.
—Por mi honor que pagáis pronto vuestras deudas —dijo Raúl riéndose, aunque su palidez revelaba la inevitable emoción del primer combate—. No habéis querido estarme mucho tiempo agradecido. A no ser por vos —repuso repitiendo las palabras del conde—, hubiera muerto mil veces.
—Mi enemigo huyó —dijo el de Guiche—, y me dejó en plena libertad de socorreros; pero ¿os han herido gravemente? Estáis lleno de sangre.
—Creo —dijo Raúl—, que he de tener un rasguño en este brazo. Ayudadme a salir de esta postura y continuaremos nuestro camino, pues creo que nada se opondrá a ello.
Ya se habían apeado el señor de Armenges y Olivain, y levantaron el caballo, que luchaba con las convulsiones de la agonía. Raúl logró desenredarse del estribo y sacar la pierna de debajo del animal, y en un instante se puso en pie.
—¿No hay fractura? dijo el Guiche.
—No, gracias a Dios.
—Pero ¿qué ha sido de los infelices a quienes estaban asesinando esos criminales?
—Hemos llegado muy tarde, creo que los han muerto y han huido con el botín, pero mis lacayos están reconociendo los cadáveres.
—Vamos a ver si se hallan o no muertos, y si se les puede prestar algún auxilio —dijo Raúl—. Olivain, hemos heredado dos caballos, pero yo he perdido el mío; escoged el mejor para vos y dadme el vuestro.
Y se dirigieron al lugar en que yacían las víctimas.
Había dos hombres tendidos en el suelo; el uno inmóvil, vuelto de espaldas, atravesado por tres balazos y nadando en sangre. Estaba muerto.
El otro, recostado en un árbol, sostenido por dos lacayos, con los ojos clavados en el cielo, y las manos unidas orando fervorosamente. Un balazo le había roto la parte superior del muslo.
Los jóvenes dirigiéronse primero al muerto y se miraron con asombro.
—Es un cura —dijo Bragelonne—, está tonsurado. ¡Ah, malditos! Ponen las manos en los ministros del Señor.
—Venid aquí, caballeros —dijo Urbano, soldado veterano que había hecho todas las campañas del cardenal-duque—. Venid aquí. De ése nada se puede esperar, mientras que a éste tal vez aún podamos salvarle.
Sonrió melancólicamente el herido, y dijo:
—Salvarme no, pero sí ayudarme a morir.
—¿Sois sacerdote? —preguntó Raúl.
—No, señor.
—Pero vuestro desgraciado compañero parece que lo era.
—Era el cura de Béthune y llevaba a esconder los vasos sagrados de su iglesia y el tesoro del cabildo, porque el señor príncipe abandonó ayer nuestra ciudad, y quizá mañana entren en ella los españoles. Como andaban algunas partidas enemigas por el campo y era peligroso, nadie se atrevió a acompañarle, hasta que yo me ofrecí a hacerlo.
—¡Y esos criminales no han respetado a un sacerdote!
—Señores —dijo el herido, mirando en su derredor—, sufro mucho y quisiera ser trasladado a alguna casa.
—¿Dónde pudierais ser socorrido? —dijo Guiche.
—No, donde pudiese confesarme.
—Pero ¿creéis estar tan grave?
—Creedme, caballero, no hay tiempo que perder. La bala ha roto el cuello del fémur y ha penetrado hasta los intestinos.
—¿Sois doctor?
—No —dijo el moribundo—, pero entiendo algo de heridas, y la mía es mortal. Tratad, pues, de trasladarme a alguna parte donde pueda hallar un cura o tomaos la molestia de traerme uno aquí y Dios os lo pagará. Mi alma es lo que necesito salvar, porque mi cuerpo está perdido.
—Es imposible morir haciendo una buena obra. Dios os salvará.
—Caballeros —dijo el herido reuniendo todas sus fuerzas como para levantarse—, en nombre del Cielo no perdamos el tiempo en palabras inútiles; o ayudadme a llegar a la población más próxima, o juradme por vuestro honor que me enviaréis al primer religioso que halléis. Pero —añadió con acento de desesperación—, tal vez no se atreva ninguno a venir temiendo a los españoles, y tendré que morir sin absolución. ¡Dios mío! ¡Dios mío! —continuó el herido con tal expresión de terror, que los jóvenes no pudieron menos de estremecerse—; no lo permitiréis, ¿no es verdad? Sería demasiado terrible.
—Calmaos —dijo el de Guiche—, os juro que tendréis el consuelo que deseáis. Pero decidnos en qué casa podremos pedir socorros, y en qué población buscar un sacerdote.
—Gracias, Dios os premiará. A media legua de aquí, siguiendo por este camino, hay una posada, y a cosa de una legua más allá está el pueblo de Greney. Id a buscar al cura; si no se halla en su casa, entrad en el convento de Agustinos, que es la última casa de la derecha, y traedme un religioso. Lo mismo da un fraile que un cura, como haya recibido de nuestra santa madre Iglesia la facultad de absolver
in articulo mortis
.
—Señor de Armenges —dijo el de Guiche—, quedaos con este desgraciado, y cuidad de que lo transporten con la mayor comodidad posible. Que hagan una camilla con ramas de árboles cubiertas con nuestras capas y que lo lleven dos lacayos, relevándose con el tercero cuando se cansen. El vizconde y yo vamos a buscar un cura.
—Id, señor conde —dijo el ayo—; pero no os expongáis, en nombre del Cielo.
—Calmaos. Además, que por hoy estamos a cubierto; ya sabéis el axioma:
nom bis in idem.
—Buen ánimo —dijo Raúl al herido.
—Dios os bendiga, señores —contestó el moribundo, con una expresión de reconocimiento imposible de describir.
Y los dos jóvenes echaron a galope en la dirección indicada, mientras que el ayo del duque de Guiche presidía la confección de las parihuelas.
Después de diez minutos de marcha avistaron la posada.
Raúl llamó al posadero sin apearse del caballo, le avisó de que iban a llevarle un herido, y le encargó que preparase mientras tanto todo lo que pudiera ser necesario para la cura, como: cama, vendaje e hilas; rogándole además, que si conocía algún médico o cirujano de las cercanías, le enviase a buscar, tomando él a su cargo el recompensar al emisario.
El posadero, que los vio ricamente vestidos, prometió cuanto le pidieron, y nuestros jóvenes prosiguieron rápidamente su camino a Greney, después de presenciar los primeros preparativos.
Ya habían andado algo más de una legua, y empezaban a divisar las primeras casas del pueblo, cuyos rojos tejados se destacaban vigorosamente sobre los verdes árboles que los rodeaban, cuando vieron venir en dirección a ellos a un humilde fraile montado en una mula, a quien por su ancho sombrero y hábito gris tomaron por un agustino. La casualidad les enviaba lo que necesitaban.