—Cierto que sois muy singular —dijo Aramis—; fuisteis a hacerme proposiciones, pero ¿me las hicisteis? No: me sondeasteis, esa es la verdad. Y yo, ¿qué os respondí? Que Mazarino era un bribón y que jamás entraría a servirle: esto es lo que pasó. ¿Os dije, por ventura, que no serviría a otro? Tan al contrario fue, que os di a entender que era partidario de los príncipes. Y aun, si no me equivoco, hablamos chanceándonos del caso probable en que recibieseis orden del cardenal para prenderme. ¿Erais o no hombre de partido? Sí. ¿Por qué, pues, no lo habíamos de ser también nosotros? Guardabais vuestro secreto, también nosotros; no nos lo confiasteis, nosotros hicimos lo mismo; tanto mejor, eso prueba que unos y otros sabemos guardar un secreto.
—De nada os acuso, caballero —replicó D’Artagnan—; he examinado vuestra conducta porque el señor conde de la Fère ha recordado nuestra amistad.
—¿Y qué halláis de particular en mi conducta? —preguntó Aramis con altivez.
—Agolpóse la sangre al rostro de D’Artagnan, el cual se levantó y respondió:
—Nada; que es muy propia de un alumno de los jesuitas.
Porthos levantóse también al ver la actitud de D’Artagnan, de suerte que todos cuatro se hallaron otra vez frente a frente con amenazadora actitud.
Al oír la respuesta de D’Artagnan, hizo Aramis un movimiento como para sacar la espada.
Athos le detuvo, y dijo:
—Conozco, D’Artagnan, que todavía os tiene furioso nuestra aventura de ayer. Yo os creía dotado de bastante grandeza de ánimo para que una amistad de veinte años resistiese a un ultraje, al amor propio de un cuarto de hora. Vamos, dirigíos a mí. ¿Tenéis algo de qué acusarme? Si he cometido alguna falta, D’Artagnan, la confesaré.
La grave y armoniosa voz de Athos conservaba su antigua influencia sobre D’Artagnan, en tanto que la de Aramis, áspera y chillona en sus momentos de mal humor, le irritaba. Así es que respondió a Athos:
—Creo, señor conde, que yo debí merecer vuestra confianza en el castillo de Bragelonne; así como la del señor —continuó designando a Aramis— en su convento. Si así hubiera sido, no hubiese tomado yo parte en una aventura a que debéis oponeros. Sin embargo, no porque haya sido discreto se me debe tomar enteramente por un necio. Si hubiera querido profundizar la diferencia que hay entre las personas que recibe el señor de Herblay por una escalera de cuerda y las que recibe por otra de madera, le hubiera obligado a hablar.
—¿Y qué os importa? —dijo Aramis, pálido de cólera a la simple sospecha de que D’Artagnan le hubiese espiado y visto con la señora de Longueville.
—Jamás me entrometo sino en lo que me atañe, y sé aparentar que no veo lo que no me importa; pero aborrezco a los hipócritas, y en esta categoría cuento a los mosqueteros que la echan de clérigos y a los clérigos que la echan de mosqueteros. El señor —prosiguió, volviéndose hacia Porthos— es de mi parecer.
Porthos, que aún no había hablado, contestó sólo con una palabra y un ademán.
Dijo sí y echó mano a la espada.
Aramis dio un salto hacia atrás y sacó la suya. D’Artagnan encorvóse, preparado a atacar o defenderse.
Tendió entonces Athos una mano con la actitud de mando supremo que le era propia, sacó lentamente su espada del tahalí, rompió el acero sobre su rodilla y tiró los dos pedazos a su derecha.
Volvióse después hacia Aramis y le dijo:
—Aramis, romped esa espada.
Aramis vaciló.
—Es menester —dijo Athos.
Y en voz más alta y dulce añadió:
—Lo mando.
Más pálido que nunca, pero subyugado por aquel ademán, vencido por aquella voz, partió Aramis con sus manos la flexible hoja, cruzóse de brazos y quedó en expectativa, temblando de rabia.
Este movimiento hizo retroceder a D’Artagnan y Porthos; el primero no sacó la espada y el segundo envainó la suya.
—Prometo ante Dios que nos ve y nos oye en medio de la solemnidad de esta noche —dijo Athos alzando lentamente su mano derecha—, que jamás, jamás se cruzará mi espada con las vuestras, ni tendrán mis ojos una mirada de ira, ni abrigará mi corazón el menor sentimiento de odio para vosotros. Hemos vivido juntos; juntos hemos amado y aborrecido; hemos vertido y mezclado nuestra sangre, y tal vez podría añadir que existe entre nosotros un lazo más poderoso que el de la amistad, que existe el pacto del crimen, porque entre los cuatro hemos condenado, juzgado y dado muerte a un ser a quien quizá no tuvimos derecho para sacar del mundo, aunque más que del mundo parecía morador del infierno. Siempre os he amado como a un hijo, D’Artagnan; diez años hemos dormido hombro con hombro, Porthos; Aramis es vuestro hermano como es mío, porque os ha querido como yo os amo todavía, como os amaré toda mi vida. ¿Qué vale para nosotros el cardenal Mazarino, cuando hemos domeñado la mano y el corazón de un hombre como Richelieu? ¿Qué vale éste o aquel príncipe para nosotros, que hemos consolidado la corona en la cabeza de una reina? Os pido perdón, D’Artagnan, por haber cruzado ayer mi acero con el vuestro, y Aramis se lo pide a Porthos. Odiadme si podéis; yo os juro que a pesar de vuestro aborrecimiento os profesaré siempre la misma estimación, la misma amistad. Ahora, Aramis, repetid mis palabras, y después, si quieren y si queréis, alejémonos para siempre de los que fueron nuestros amigos.
Reinó un instante de solemne silencio, que fue interrumpido por Aramis.
—Juro —dijo con franca mirada, pero con voz algo agitada todavía—, que no tengo resentimiento contra los que fueron nuestros amigos; juro que siento haberme batido con vos, Porthos; juro, finalmente, que no sólo no se volverá a dirigir mi espada contra vuestro pecho, sino que nunca abrigaré en lo más hondo de mi pensamiento la menor intención hostil contra vos. Venid, Athos.
Este dio un paso para ausentarse.
—¡Oh!, no, no. No os vayáis —exclamó D’Artagnan, arrastrado por uno de esos irresistibles impulsos que revelaban el calor de su sangre y la natural rectitud de su corazón—; no os vayáis, porque yo también tengo que hacer un juramento. Juro que daría hasta la última gota de mi sangre por conservar el aprecio de un hombre como vos, Athos, y la amistad de un hombre como vos, Aramis.
Y se precipitó en brazos de Athos.
—¡Hijo mío! —exclamó Athos estrechándole contra su corazón.
—Y yo —dijo Porthos— nada juro, porque me estoy ahogando, ¡voto a tal! Si tuviera que batirme contra ellos, creo que me dejaría atravesar de parte a parte, porque no he tenido otros amigos en el mundo.
Y el buen Porthos rompió a llorar, arrojándose en brazos de Aramis.
—Eso es lo que yo esperaba —dijo Athos— de dos corazones como los vuestros; sí, lo he dicho y lo repito; nuestro destino está irrevocablemente enlazado, aunque marchemos por distintas sendas. Respeto vuestra opinión, D’Artagnan; respeto vuestra convicción, Porthos; mas continuaremos siendo amigos, aunque peleemos por causas opuestas; los ministros, los grandes y los reyes pasarán como un torrente; la guerra civil como un incendio; pero nosotros seremos siempre los mismos.
—Sí —dijo D’Artagnan—, seamos siempre mosqueteros y guardemos por única bandera la famosa servilleta del baluarte de San Gervasio, en que el gran cardenal mandó bordar las tres flores de lis.
—Cierto —dijo Aramis—; ¿qué importa que seamos cardenalistas o frondistas? Lo que interesa es tener buenos padrinos para un duelo, amigos a toda prueba para un asunto grave y compañeros alegres para una broma.
—Y cuando nos encontremos en la pelea —repuso Athos—, a la voz de Plaza Real pasemos la espada a la mano izquierda y tendámonos la derecha, aunque lluevan cuchilladas.
—Habláis admirablemente —dijo Porthos.
—¡Sois el más grande de los hombres! —exclamó D’Artagnan—. Vuestra superioridad sobre nosotros es inmensa.
Athos sonrió y dijo:
—¿Está convenido? Vamos, la mano. ¿Sois algo cristianos?
—¡Pardiez! —exclamó D’Artagnan.
—En esta ocasión lo seremos para permanecer fieles a nuestro juramento —contestó Aramis.
—Yo estoy pronto a jurar por cualquiera, aunque sea por Mahoma —dijo Porthos—. Lléveme el diablo si he sido alguna vez más dichoso que en este momento.
Y el buen Porthos enjugábase los ojos, humedecidos por las lágrimas.
—¿Hay alguno que traiga una cruz? —dijo Athos.
D’Artagnan y Porthos se miraron como hombres a quienes se coge desprevenidos.
Sonrióse Aramis y sacó del pecho una cruz de diamantes colgada de un collar de perlas.
—Aquí hay una —contestó—. Juremos por esta cruz (que no deja de serlo a pesar de la materia de que está formada) permanecer siempre unidos, sean los que quieran los sucesos; y ojalá que este juramento no sólo nos enlace a nosotros, sino también a nuestros descendientes. ¿Aceptáis?
—Sí —exclamaron todos a una voz.
—¡Ah, traidor! —prorrumpió D’Artagnan al oído de Aramis—. Nos habéis hecho jurar sobre el crucifijo de una frondista.
Nuestros lectores tendrán presentes al joven viajero a quien dejamos en el camino de Flandes.
Al perder de vista a su protector, de quien se separó con los ojos clavados en el pórtico de la iglesia, Raúl dio espuelas a su caballo, tanto para desterrar sus dolorosos pensamientos como para ocultar a Olivain la emoción que alteraba su cara.
Una hora de rápida marcha disipó los sombríos vapores que entristecían la rica imaginación del joven. El placer de estar libre, que tiene su dulzura, aun para los que han vivido en una dependencia agradable, doró a los ojos de Raúl la tierra y el cielo, y principalmente el lejano azulado horizonte de la vida, que se llama porvenir.
Conoció, sin embargo, después de algunos esfuerzos que hizo para entablar conversación con Olivain, que los días pasados en la soledad debían ser muy melancólicos, y se reprodujeron en su memoria las palabras de Athos, tan dulces, tan persuasivas, tan interesantes, según iba atravesando poblaciones sobre las cuales nadie podía darle las noticias que le daba Athos, guía como ninguno, entretenido e inteligente.
Otro recuerdo entristecía también a Raúl: cerca de Louvres divisó detrás de un bosque de álamos un castillo tan parecido al de la Vallière, que se detuvo a contemplarle más de diez minutos, y prosiguió su camino suspirando, sin contestar siquiera a Olivain, el cual le interrogaba con respeto sobre la causa de su distracción. Es el aspecto de los objetos exteriores un misterioso conductor que corresponde con las fibras de la memoria y las excita a veces contra nuestra voluntad; y una vez excitado un hilo, lleva como el de Aminda a un laberinto de pensamientos en que se pierde el hombre, caminando entre esa sombra de lo pasado que se llama
recuerdo
. La presencia de aquel castillo había trasladado a Raúl a cincuenta leguas al Occidente, haciéndole recordar desde el instante en que se despidió de Luisa hasta el que la vio por primera vez; y cada rama de encina, cada veleta que se distinguía sobre un tejado de pizarra, —le recordaba que en vez de volver a los brazos de sus amigos de la infancia, se alejaba de ellos quizá para siempre.
Angustiado y cabizbajo mandó a Olivain que llevara los caballos a una pequeña posada que se divisaba en el camino a medio tiro de mosquete del sitio en que se hallaban. Raúl echó pie a tierra, detúvose junto a un hermoso grupo de castaños en flor, en torno de los cuales zumbaban multitud de abejas, y encargó a Olivain que le enviase con el posadero un pliego de papel y un tintero, para escribir sobre una mesa que se veía allí y parecía destinada especialmente para eso.
Obedeció Olivain, y prosiguió su camino en tanto que Raúl se sentaba y apoyaba el codo sobre la mesa, perdiendo vagamente sus miradas en aquel hermoso paisaje, compuesto de verdes praderas y de es pesas arboledas y sacudiendo de vez en cuando las flores que caían sobre sus cabellos.
Haría unos diez minutos que se encontraba en aquel lugar y llevaba la mitad de este tiempo perdido en sus meditaciones, cuando en el círculo que abrazaban sus distraídas miradas, vio moverse una rubicunda figura que con una servilleta ceñida al cuerpo, otra en el brazo y un gorro en la cabeza, acercábase llevando en la mano papel, pluma y tintero.
—Vaya —dijo el recién llegado—; está visto que todos los caballeros tienen las mismas ideas, porque no hace un cuarto de hora que se ha detenido en estos árboles otro, tan bien montado como vos, de tan buena presencia como vos y de vuestra edad poco más o menos. Pidió esa mesa y esa silla y comió con un señor viejo, que parecía su ayo, un pastel del que no dejó ni migas, acompañado de una botella de vino rancio de Macon, del cual no quedó ni una gota, pero por fortuna aún tenemos vino igual, y pasteles de la misma clase, y si gustáis…
—Gracias, amigo —interrumpió Raúl, sonriéndose—, gracias: por ahora no necesito más que lo que os he pedido, y sólo desearía que la tinta fuera negra y la pluma buena; con estas condiciones os daría por la pluma el precio de la botella, y por la tinta el del pastel.
—Pues bien, señor, daré el pastel y la botella a vuestro criado, y la pluma y la tinta la tendréis por añadidura.
—Como queráis —dijo Raúl, empezando a hacer su aprendizaje en el trato con esa clase de gente, que se asociaba a los ladrones, cuando los había en los caminos, y que, desde que no los hay, los sustituye con ventaja.
Tranquilizado el patrón respecto del gasto que iban a hacer los viajeros, puso el papel, el tintero y la pluma sobre la mesa; Raúl empezó a escribir.
El posadero quedóse delante de él, contemplando con una especie de admiración involuntaria aquel rostro encantador, grave y dulce a la vez. La belleza ha ejercido y ejercerá siempre cierta soberanía.
—No es este caballero como el otro —dijo el posadero a Olivain, que había ido a reunirse con Raúl por si deseaba algo—: se conoce que vuestro amo tiene poco apetito.
Y Olivain y el patrón se dirigieron a la posada, refiriendo el primero al segundo, conforme suelen hacerlo todos los lacayos que se hallan bien con su empleo, las menudencias que creyó lícito decir relativas al joven caballero.
Entretanto, Raúl escribía lo siguiente:
Señor conde:
Me detengo a escribiros después de cuatro horas de marcha, porque a cada instante os echo de menos y siempre estoy volviendo la cabeza como para contestar a lo que me decís. Estaba tan aturdido y apesadumbrado con nuestra separación, que os expresé muy débilmente todo el cariño y agradecimiento que os profeso. Espero que me perdonaréis, porque es tan generoso vuestro corazón, que habrá comprendido lo que en el mío pasa. Os ruego que me escribáis, porque vuestros consejos forman parte de mi existencia; y, además, me atreveré a deciros que estoy algo inquieto: me pareció que os preparabais para alguna peligrosa expedición, sobre la cual no os pregunté, porque nada me dijisteis. Ya veis, pues, que tengo gran necesidad de saber de vos. Desde que no estáis a mi lado, temo carecer de todo a cada instante. Vos me sosteníais poderosamente, señor conde, y ahora os juro que me hallo en una soledad absoluta.
¿Tendríais la bondad, señor conde, si recibieseis noticias de Blois, de indicarme algo acerca de mi amiguita la señorita de La Vallière, cuya salud podía inspirar alguna zozobra, como sabéis, cuando salimos de allí? No ignoráis, mi querido señor y protector, cuán preciosas son para mí las memorias del tiempo que he pasado junto a vos. Espero que algunas veces pensaréis también en mí, y si os hago falta a ciertas horas, si sentís algún pequeño pesar por mi ausencia, tendré un júbilo inmenso conociendo que estáis persuadido del afecto y la adhesión que os tengo, y que supe haceros, lo comprender mientras tuve la dicha de vivir a vuestro lado.