Por tu nombre, Morkeleb el Negro,
repitió ella,
harás lo que yo te pida. Y por tu nombre, te digo que no harás daño alguno, ni a John Aversin ni al príncipe Gareth, ni a ningún ser humano mientras estés en el sur. Cuando estés fuerte para emprender el viaje, dejarás este lugar y volverás a tu hogar.
La ira se desprendió de las escamas como un calor y se reflejó de nuevo hacia él sobre el oro lleno de murmullos. Jenny sintió en ella el orgullo de hierro de los dragones y su desprecio hacia la humanidad y también el dolor furioso de Morkeleb al verse separado del tesoro que había conquistado hacía tan poco. Durante un momento, las almas de los dos se encontraron y se trabaron en lucha, retorciéndose juntas como serpientes que pelean por el triunfo. La marea de su nueva fuerza creció en Jenny, más grande y más segura cada vez, como si sacara vida del combate mismo. El terror y la excitación la inundaron como las hojas de tabat, sólo que esto era mucho más fuerte, y dejó de lado la preocupación por las limitaciones de su cuerpo y peleó contra el dragón mente contra mente, retorciendo la cadena brillante de su nombre verdadero.
Sintió el flujo de su rabia venenosa pero no lo dejó ir.
Si me matas, te arrastraré conmigo hacia la muerte,
pensó ella.
Porque aunque me muera no soltaré tu nombre.
La fuerza que estaba quebrando los tendones de la mente de Jenny retrocedió pero los ojos del dragón seguían fijos en los de ella. Los pensamientos de Jenny se inundaron de imágenes y recuerdos a medias, como las visiones del corazón de la Gruta; cosas que no comprendía, cosas terroríficas, perturbadoras en su cualidad de ajenas. Sintió el vértigo descendente del vuelo en la oscuridad; vio montañas negras que hacían sombras dobles, desiertos rojos que el viento no tocaba desde los comienzos del tiempo, desiertos habitados por arañas de cristal que vivían de la sal. Eran recuerdos de un dragón, recuerdos que la confundían, la llevaban hacia un lugar donde la mente de él se cerraría sobre la de ella como una trampa, y ella se aferró con fuerza a las cosas de su propia vida que conocía bien y a su recuerdo de la música del viejo Caerdinn, que silbaba la tonada inconclusa del nombre verdadero de Morkeleb. En esa tonada enroscó sus propios hechizos de agotamiento y rendición, mezclándolos con el ritmo del corazón del dragón, ese ritmo que había aprendido tan bien en la curación. Así sintió una vez más que la mente de él se retiraba de la suya.
La rabia del animal era como la amenaza del cielo tormentoso que se agolpaba alrededor de Jenny; él se alzaba junto a ella, amenazante, como una nube que lleva el rayo en su seno. Luego, sin aviso, la atacó como una víbora, una garra de huesos finos levantada para golpearla.
No lo hará, se dijo ella mientras el corazón se le encogía de terror y todos sus músculos luchaban por emprender la huida… No podría atacarla porque ella tenía su nombre y él lo sabía… Lo había salvado; tenía que obedecerla… La mente de Jenny se aferró a la música del nombre cuando las garras descendieron. El viento del ataque le movió el cabello y las hojas de sable pasaron a menos de medio metro de su cara. Ojos blancos la miraron, muy abiertos, brillantes de odio, la rabia del dragón golpeó contra ella como una tormenta.
Luego, él se acomodó de nuevo lentamente sobre su cama de oro. El olor de su derrota en el aire era como el de la madera llena de gusanos.
Preferiste darme tu nombre antes que morir, Morkeleb.
Jenny tocó la música de su nombre como un glissando y sintió cómo el poder cada vez más grande que había en ella murmuraba en el oro contra el poder de él.
Te irás de estas tierras y no volverás.
Durante un momento más, sintió su rabia, su rencor y la furia de su orgullo humillado. Pero había algo más en el brillo congelado y precioso de su mirada, la idea de que no podía despreciar a esa mujer. Dijo con calma:
¿No entiendes?
Jenny meneó la cabeza. Miró a su alrededor otra vez en el templo, los arcos oscuros apilados hasta muy arriba con más oro del que ella hubiera visto nunca antes, un tesoro más fabuloso que cualquier otro en la tierra. Habría comprado todo Bel y las almas de la mayoría de los hombres que vivían allí. Pero tal vez porque ella no sentía mucha atracción hacia el oro, tuvo que preguntar de nuevo.
¿Por qué oro, Morkeleb? ¿Fue el oro el que te trajo aquí?
Él bajó la cabeza de nuevo y la puso entre las patas, y alrededor de ellos el oro vibró con el murmullo del nombre del dragón.
Fue el oro y los sueños del oro,
dijo.
Me sentía insatisfecho con todo; el deseo crecía en mí cuando dormía. ¿No comprendes, mujer maga, el amor que sienten los dragones por el oro?
Ella volvió a menear la cabeza.
Sólo que lo desean, como los hombres.
Una luz rosada y roja bordeó las ventanas de la nariz del dragón cuando estornudó con desprecio.
Los hombres…
dijo con suavidad.
No entienden el oro; no entienden lo que hay en él y lo que puede llegar a ser. Ven aquí, mujer maga. Pon tu mano sobre mí y escucha con mi mente.
Ella dudó. Pensaba que podía ser una trampa, pero su curiosidad de maga la llevó hacia delante. Caminó sobre las pilas irregulares, frías de anillos, platos y candelabros para poner la mano de nuevo sobre la piel, debajo del gran ojo del dragón. Como antes, era cálida, nada parecida a la piel de un reptil y suave como la seda. La mente de él tocó la de ella como una mano firme en la oscuridad.
En miles de voces susurrantes, oyó cómo el oro recogía la música del nombre del dragón. Los matices fundidos del pensamiento se magnificaron y se hicieron más ricos, distintos, como perfumes sutiles perforaron su corazón con belleza. A Jenny le pareció que podía identificar cada pieza de oro dentro de esa cámara enorme por su sonido separado y diferente y oír la curva armónica de una vasija, las voces dulces de cada una de las monedas, de cada hebilla y el tintineo dulce encerrado en el corazón de cristal de cada joya.
Su mente, en contacto con la del dragón, se dobló de placer y casi de dolor por la caricia de esa dulzura impresionante mientras los ecos le despertaban resonancias y respuestas. Recuerdos de crepúsculos color paloma en la colina que era su hogar la llamaron con la alegría profunda de las noches de invierno pasadas sobre las pieles de oso frente al fuego de Fuerte Alyn, con John y sus hijos a su lado. Una felicidad sin nombre la recorrió de punta a punta quebrando las defensas de su corazón mientras la intensidad de la música crecía y sabía que Morkeleb sentía lo mismo en las profundidades quiméricas de su mente.
Cuando la música se desvaneció, se dio cuenta de que había cerrado los ojos y tenía las mejillas llenas de lágrimas. Miró a su alrededor y aunque la habitación estaba tan negra como antes, pensó que el recuerdo de la canción del dragón estaba en el oro todavía y que una leve luminosidad permanecía en el metal a pesar del silencio.
Después de un momento, dijo:
Es por eso que los hombres dicen que el oro de un dragón está envenenado. Y otros dicen que trae suerte…, pero es que está cargado de deseos y de música, y hasta los tontos lo sienten en los dedos.
Así es,
murmuró la voz del dragón en su mente.
Pero los dragones no pueden sacar el oro de la tierra, ni trabajarlo. Sólo los gnomos y los hijos de los hombres.
Somos como las ballenas que viven en el mar,
dijo él,
civilizaciones sin aparatos. Vivimos entre la roca y el cielo en nuestras islas en los océanos del norte. Hacemos el nido en piedras que tienen oro, pero es impuro. Sólo con el oro puro se puede hacer esta música. ¿Entiendes ahora?
Compartir ese conocimiento había quebrado algo entre los dos y ella ya no tenía miedo de él. Se sentó cerca de la curva huesuda de sus hombros y tomó una copa de oro del tesoro. Mientras le daba vueltas en sus manos, sintió que podría haberla reconocido entre otras doce idénticas. Su sonido era claro e individual en su mente; el eco de la música del dragón se aferraba a ella como el recuerdo de un perfume. Vio la precisión con que estaba formada la copa, depurada y muy pulida; las asas, pequeñas damas con guirnaldas torcidas en el cabello que caía como un arroyo sobre el cuerpo de la copa; microscópicamente finas, las flores podían reconocerse: eran lirios de esperanza y rosas de deseos satisfechos. Morkeleb había matado al dueño de esa taza, pensó Jenny para sí misma, sólo por la música increíble que podía hacer con el oro. Sin embargo, su amor por la música tenía tan poco que ver con la belleza de la música misma como el amor que Jenny sentía por sus hijos con el aspecto agradable y bien parecido de los dos (cualidad que sin duda alguna tenían, pensó ella).
¿Cómo supiste que esto estaba aquí?
¿Crees que nosotros, que vivimos cientos y cientos de años, no conocemos las idas y venidas de los hombres? ¿Dónde construyen sus ciudades y con quién comercian y en qué? Soy viejo, Jenny Waynest. Hasta entre los dragones, mi magia se considera grande. Nací antes de que viniéramos a este mundo; puedo oler el oro en los huesos de la tierra y seguir su camino por kilómetros, como tú sigues el agua subterránea con una rama de castaño. Las grietas de oro de la pared llegan a la superficie como los grandes salmones del norte que se elevan fuera del agua para desovar.
Las palabras del dragón hablaban en la mente de Jenny, y en la mente tuvo una visión breve, distante de la Tierra, como la veían los dragones, extendida como una alfombra moteada de púrpura y verde y castaño. Vio la piel verdinegra de los bosques de Wyr, las formas infinitamente delicadas, como de nube, de las copas de los altos robles, frágiles y llenas de hilos por el invierno, y vio cómo, hacia el norte, desaparecían y las reemplazaban los dientes primitivos, agudos de los pinos y los abetos. Vio las piedras grises y blancas de las desnudas Tierras de Invierno, manchadas de todos los colores del arco iris con líquenes y musgos en verano y vio cómo las formas grandes, relampagueantes de salmones de un metro de largo se movían bajo las aguas de los ríos, y bajo la sombra azul, deslumbrante, de las alas del dragón. Durante un instante, fue como si pudiera sentir el aire a su alrededor, agarrándola y sosteniéndola como el agua; sus corrientes y contracorrientes, sus cambios del calor al frío.
Luego, sintió que la mente de él se cerraba a su alrededor, como los dientes de una trampa. Durante un instante, se quedó encerrada en la oscuridad sofocante, una oscuridad que ni siquiera los ojos de un mago podían penetrar. El horror le aplastó. No podía moverse ni pensar; sentía sólo el placer ácido del dragón a su alrededor y debajo de ella, abriéndose de pronto, una desesperación sin fondo.
Luego, como le había enseñado Caerdinn, como había hecho al curar a John, como hacía siempre dentro de los límites de su magia pequeña, obligó a su mente a calmarse y empezó a trabajar runa por runa, nota por nota, concentrándose con toda su mente sólo en un elemento en particular. Sintió cómo la rabia del dragón la sofocaba como un mar caliente de noches pero abrió una grieta de luz allí como un martillo y dentro de esa grieta puso la música del nombre del dragón, convertida en espada por sus hechizos.
Sintió que la mente del dragón se encogía y se rendía. Entonces, pudo ver de nuevo y se encontró, sobre sus pies, entre pilas de oro que le llegaban hasta las rodillas con la enorme forma negra que retrocedía, furiosa por delante. Esta vez, ella no lo dejó ir: arrojó su propia rabia y su voluntad tras él, jugando con la música de su nombre y tejiéndolo en los fuegos que podían quemar su esencia.
Todos los hechizos de ruina y dolor que había puesto en el veneno inundaron su mente; pero, como la furia que había sentido ante los bandidos en el cruce de camino hacía ya tantas semanas, su rabia no tenía odio y no le ofrecía sostén para entrar en su mente. Él retrocedió, y la gran cabeza bajó hasta que las cintas de la melena barrieron las monedas con un tintineo deslizante.
Envuelta en una rabia de magia y fuego, Jenny dijo:
No me dominarás, Morkeleb el Negro…, ni con tu poder ni con tus trucos. Yo te salvé la vida y harás lo que te pida. Por tu nombre, te irás y no volverás al sur. ¿Me oyes?
Sintió que el dragón se resistía y puso toda su voluntad y su fuerza y sus nuevos poderes contra él.
Como el cuerpo de un luchador, sintió cómo la rabia oscura, sulfúrica, se deslizaba debajo de la presión de su voluntad; se alejó casi instintivamente y se encaró a él. Se agachaba contra la pared como una cobra vasta, negra como la tinta, con todas las escamas brillantes de rabia.
Ella lo oyó murmurar:
Te oigo, mujer maga.
Y oyó, en la voz fría, la resonancia no sólo de su furia enloquecida al verse humillado sino de la sorpresa que sentía por el hecho que ella hubiera podido hacerlo.
Jenny se volvió sin decir ni una palabra y salió del templo hacia la plaza de luz difusa que se abría en la habitación exterior de la Gruta, al final del Gran Pasaje, y hacia las Grandes Puertas más allá.
Cuando Jenny subió los escalones de la Gruta, estaba temblando de cansancio y de un ataque de sentido común que le decía que debería haber estado aterrorizada. Sin embargo, sentía muy poco miedo de Morkeleb, incluso después de sus trucos y de su rabia. Le dolía el cuerpo —el poder que había usado contra él había sido mucho más de lo que su cuerpo estaba acostumbrado a sostener— pero tenía la cabeza clara y alerta, sin el cansancio aplastante que sentía cada vez que abusaba de sus poderes. Se daba cuenta hasta la punta de los dedos de la profundidad y la grandeza de la magia del dragón y también de su propia fuerza contra él.
El viento de la noche le azotó la cara. El sol se había hundido detrás de la cresta aguda de la cadena del oeste y aunque todavía había luz en el cielo, Grutas yacía en el fondo de un lago de sombras. Jenny se sintió consciente de muchas cosas que pasaban en el valle; la mayoría de ellas tenía poco que ver con los asuntos de los dragones o de la humanidad: el canto de un solo grillo bajo una piedra quemada, la sacudida de una cola de ardilla que huía de su pareja esperanzadora y los vuelos de los pinzones que buscaban el nido para la noche. Donde el camino daba vueltas hacia abajo alrededor de una pila rota de ruinas que alguna vez había sido una casa, vio el esqueleto de un hombre acostado en la maleza, con la bolsa de oro que aferraba al morir abierta en dos y las monedas cantando suavemente en el lugar donde habían caído entre las costillas.