Dijo, contra sí misma:
—No sé nada sobre curar dragones.
Los ojos plateados se estrecharon, como si ella le hubiera pedido algo que él no había pensado dar. Durante un momento, se miraron uno al otro, cubiertos por la oscuridad de la cueva. Ella era consciente de John y del tiempo…, a lo lejos, como algo urgente en un sueño. Pero dejó sus pensamientos en la criatura que yacía frente a ella y en la oscuridad salpicada de diamantes de esa mente extraña que luchaba con la suya.
Luego, de pronto, el cuerpo brillante tuvo una convulsión. Ella sintió, a través de los ojos de plata, el dolor que recorría las cuerdas de acero de los músculos del animal como un grito. Las alas se estiraron sin control, las garras se extendieron en un espasmo terrible mientras el veneno cambiaba de lugar en las venas. La voz en la mente de Jenny murmuró:
Ve.
Y en ese mismo momento, sus pensamientos se inundaron de recuerdos de un lugar en el que nunca había estado. Imágenes vagas llenaron su mente de una oscuridad tan vasta como la noche que había afuera, una oscuridad llena de una selva de árboles de piedra que murmuraban el eco de cada aliento, de estratos de roca de pocos metros de ancho cuyos techos se perdían en la oscuridad distante y de murmullos de agua infinita debajo de la roca. Sintió un vértigo de terror como en una pesadilla, pero también una extraña sensación de
deja vu,
como si ya hubiera recorrido ese camino.
Comprendió que era Morkeleb y no ella el que lo había hecho; las imágenes mostraban la ruta a los Lugares de Curación, el verdadero corazón de la Gruta.
El cuerpo espinoso y negro frente a ella se retorció en otro paroxismo de angustia, la gran cola golpeó como un látigo contra la roca de la pared. El dolor se veía ahora en los ojos de plata y el veneno carcomía la sangre del dragón. Luego, el cuerpo cayó, flojo, un ruido seco de cuernos y espinas como un esqueleto que cae sobre un piso de piedra y desde una gran distancia oyó murmurar de nuevo:
Ve.
Las escamas estaban alzadas como una manta de navajas en la agonía; temblando, se alisaron de nuevo a lo largo de los costados enflaquecidos. Jenny reunió su coraje y siguió adelante; sin darse tiempo para pensar lo que estaba haciendo, trepó sobre la colina del flanco de ébano, que le llegaba a la cintura y bloqueaba el camino hacia el Gran Túnel. La columna era como un cerco de espadas, que se elevaba, tieso, desde el flanco, y era muy difícil pisar sobre él. Jenny levantó su falda, puso una mano sobre un pilar de piedra de la puerta para sostenerse y saltó mal sobre las espinas, con miedo de que una nueva convulsión la arrojara entre las patas traseras.
Pero el dragón estaba quieto. Jenny sentía sólo los ecos de la mente del animal en la suya propia, como un brillo leve de luz lejana.
La oscuridad de la Gruta se extendía frente a ella.
Si pensaba en ellas, las visiones que había visto se retiraban de su mente. Pero descubrió que si se limitaba a caminar hacia delante, como si hubiera pasado antes por ese lugar, sus pies la llevaban solos. Recuerdos soñados le murmuraban sobre cosas que había visto pero a veces el ángulo de la visión era distinto, como si estuviera mirándolas desde arriba.
Los niveles superiores de la Gruta eran secos, tallados por los gnomos siguiendo los gustos de los seres humanos. El Gran Pasaje, de nueve metros de ancho y pavimentado con granito negro, gastado y erosionado por las huellas de incontables generaciones de pies, tenía las paredes cubiertas de piedra cortada para cubrir las irregularidades de la forma; había estatuas rotas que yacían como huesos esparcidos en la oscuridad y daban testimonio del aspecto clásico del lugar en su apogeo. En medio de la blancura fragmentada de los miembros de mármol había huesos reales y con ellos los marcos de bronce retorcido y el vidrio quebrado de las grandes lámparas que una vez habían colgado del techo, todos amontonados contra las paredes, como hojas en una alcantarilla, arrastrados por el paso del dragón. Hasta en la oscuridad, la vista de maga de Jenny le mostró los lugares chamuscados por el fuego en que el aceite derramado se había encendido con el aliento del dragón.
Más abajo, el lugar ya tenía el aspecto de los sitios de los gnomos. Las estalagmitas y las columnas ya no estaban talladas en los pilares rectos que gustaban a los hijos de los hombres, sino en forma de árboles con hojas o bestias o cosas grotescas que podían ser cualquiera de las dos cosas; muchas veces, cada vez con más frecuencia, les habían dejado su forma original de agua surgente. Los cursos de agua rectos, bien terminados de los niveles superiores, dejaban lugar a arroyos saltarines más abajo; en algunos sitios, el agua caía directamente, quince, treinta metros desde un techo muy lejano como un pilar viviente o rugía hacia la oscuridad a través de conductos con forma de calavera de gárgola. Jenny pasó por cavernas y sistemas de cuevas que habían sido transformadas en las viviendas vastas e interconectadas de los grandes clanes y familias de los gnomos pero en otros sitios encontró habitaciones lo suficientemente grandes como para contener toda la aldea de Grutas, donde las casas y los palacios se habían construido como estructuras separadas, sus espirales y senderos extraños, indistinguibles de los bosques de estalagmitas que formaban grandes selvas sobre las orillas de las lagunas y ríos como de ónix lustrado.
Y a través de esos reinos silenciosos de maravilla no vio nada excepto la ruina y la decadencia y la huella crujiente del dragón. Había sapos blancos en todas partes, peleando con las ratas sobre los restos podridos de comida guardada o de cadáveres de más de un mes; en algunos lugares, el hedor de lo que había sido kilos y kilos de queso, carne o verduras era casi irrespirable. Los gusanos blancos, sin ojos, de los pozos más profundos, cuyos nombres apenas si podía adivinar por los relatos de Mab, se deslizaban al oírla acercarse o se escondían detrás de las calaveras quemadas por el fuego o las vasijas caídas de plata cascada esparcidas por las habitaciones.
A medida que bajaba, el aire se hacía más frío y más húmedo, la piedra cada vez más resbaladiza bajo las botas; el peso de la oscuridad era demoledor. Mientras caminaba por los túneles sin luz, comprendió que Mab tenía razón; sin guía, ni siquiera ella, con ojos que podían taladrar la mayor oscuridad, habría encontrado el camino hacia el corazón de la Gruta.
Pero lo encontró. El eco estaba en la mente del dragón y levantaba resonancias extrañas en su alma, una lámina de sentimientos y conciencia cuya naturaleza la asustaba, porque no la comprendía. Junto a las puertas del corazón, Jenny sintió el aura de curación que flotaba quieta en el aire y el aliento leve de un poder antiguo.
En esa serie de cavernas, el aire era cálido y olía al alcanfor y especias secas; los gusanos y el olor podrido de carne abandonada habían desaparecido. Pasó por las puertas a la caverna de techo abovedado en el centro, donde las estalactitas pálidas como fantasmas se miraban en la oscuridad aceitosa de un charco central y se preguntó por el poder del hechizo que mantenía esa tibieza curativa no sólo contra el frío en los abismos de la tierra sino durante tanto tiempo después de que hubieran muerto los que la habían conjurado.
La magia allí era grande en verdad.
Permeaban todo el lugar; mientras pasaba cautelosamente por las habitaciones de meditación, de sueños, de descanso, Jenny la sentía como una presencia viva, más que como una detención de los hechizos de muerte. A veces, la sensación era tan fuerte que miraba sobre su hombro y decía a la oscuridad:
—¿Hay alguien ahí? —Aunque su razón sabía que no encontraría a nadie. Pero como con los Murmuradores en el norte, sus sentidos discutían con su razón; una y otra vez extendía sus sentidos a través de ese lugar oscuro, con el corazón latiéndole de esperanza y de miedo…, no sabía bien cuál de los dos. Pero no tocaba nada, nada que no fuera oscuridad y las gotas del agua que caían eternamente desde los dientes colgantes de las piedras.
Había una magia viviente allí, una magia que murmuraba para sí misma en la oscuridad…. y como el toque de una cosa horrible sobre la piel, Jenny sintió el mal.
Tembló y miró a su alrededor, nerviosa de nuevo. En una habitación pequeña, encontró los remedios que buscaba, línea tras línea de frascos de vidrio y jarras con tapones de ese tipo de artículos de mármol verde y blanco que hacían los gnomos en cantidad. Leyó las etiquetas en la oscuridad y guardó algunas en su bolso; trabajaba con rapidez, en parte por una sensación cada vez más grande de inquietud y en parte porque sentía que el tiempo se le escapaba y que la vida de John se retiraba como una marea que se acaba.
No morirá, se dijo con desesperación, no después de todo esto…, pero en sus años de curadora había llegado demasiado tarde a demasiadas camas para creer eso. Sin embargo, sabía que las drogas solas tal vez no serían suficientes. Con rapidez, mirando sobre su hombro mientras se movía de habitación en habitación oscura y silenciosa, empezó a buscar los lugares interiores del poder, las bibliotecas donde los gnomos debían de guardar los libros y los rollos de magia que hacían el verdadero corazón de la Gruta, según creía ella.
Sus botas hacían un ruido acuático sobre los suelos resbaladizos y hasta ese pequeño ruido le retorcía los nervios. Como en todos los lugares habitados por gnomos, los suelos de las habitaciones nunca estaban a un solo nivel: formaban una serie de terrazas; hasta las cámaras más pequeñas tenían dos o más. Y mientras buscaba, la sensación fantasmal de que la vigilaban se hizo más fuerte en ella, hasta que empezó a tener miedo de pasar por otras puertas, como si esperara que alguna cosa mala la atacara brillando en la oscuridad. Sentía un poder más grande que ninguno que hubiera encontrado antes…, más fuerte que el de Zyerne, más fuerte que el del dragón. Pero no encontró nada, ni ese mal acechante, silencioso, ni ningún libro de poder por el cual pudiera transmitirse la magia a lo largo de los años entre los gnomos magos…, sólo hierbas, anatomías o catálogos de enfermedades y curas. A pesar de su miedo y su inquietud, sentía curiosidad…; Mab había dicho que los gnomos no tenían Líneas, pero el poder tenía que transmitirse de algún modo. Así que se obligó a buscar, más y más adentro, los libros que pudieran contener ese poder.
El cansancio estaba empezando a debilitarla como una enfermedad lenta. La última noche de guardia y la noche anterior a ésa le pesaban en los huesos y sabía que tendría que abandonar la búsqueda. Pero su conciencia de su propia debilidad, de su falta de poder, la llevaron más adentro, hacia el corazón prohibido de la Gruta, buscando, desesperada, eso que tal vez podría encontrar antes de volver a la superficie a hacer lo que pudiera con lo que ya tenía.
Pasó por una puerta hacia un lugar oscuro que respondía con un eco a su respiración.
Antes había sentido frío pero ahora eso parecía nada; nada comparado con el miedo que le congelaba el corazón.
Se quedó de pie en el lugar que había visto en el cuenco de agua, en las visiones de la muerte de John.
La impresionó porque había llegado inesperadamente. Había esperado encontrar un archivo allí, un lugar de enseñanza, porque le parecía que ése era el corazón y el centro de los lugares en blanco en los mapas ambiguos de Dromar. Pero a través de la selva anudada de estalactitas y columnas, sólo vio una oscuridad vacía que olía levemente a la cera de cientos de velas que caían como cosas muertas en los nichos de la roca. No había nadie vivo allí, pero sintió de nuevo la sensación del mal y caminó con cuidado hacia delante, hacia los espacios vacíos de negrura, hacia el altar de piedra deforme.
Puso las manos sobre una piedra tan negra que era casi azul, suave como el jabón. A sus ojos, el lugar estaba lleno de murmullos secretos pero ahora sólo había silencio. Durante un momento, remolinos negros se agitaron en su mente, murmullos incipientes de visiones fragmentarias pero pasaron como una loma sobre el suelo, sin dejar siquiera el regusto de un sueño.
Sin embargo, fue como si se hubieran llevado lo último de su fuerza y su voluntad; se sintió amargamente cansada y de pronto, muy asustada del lugar. Aunque no oía nada, se volvió con el corazón latiéndole en el pecho con tanta fuerza que casi podía oír su eco desesperante en la oscuridad. Allí estaba el mal, en alguna parte…, ahora lo sabía. Lo sentía cerca de ella, tan cerca que casi parecía colgarse de su hombro. Se puso el bolso sobre el hombro y se alejó rápidamente como un ladrón a través de la oscuridad resbaladiza del salón de baile de los gnomos, buscando los caminos que llevaban fuera de la oscuridad, de vuelta hacia el aire, más arriba.
La mente de Morkeleb la había guiado al abismo, pero ahora no sentía su toque. Siguió las marcas que había hecho, runas que sólo ella podría ver, trazadas sobre las paredes con el dedo índice. Mientras subía por las grietas y las escaleras de piedra ámbar, se preguntó si el dragón estaría muerto. Una parte de ella esperaba que lo estuviera, por la gente de esas tierras, por los gnomos y por el Señor de la ciudadela; una parte de ella sentía el mismo dolor que había sentido de pie junto al cadáver del dragón en el barranco de Wyr. Pero había algo en ese dolor que la hacía esperar todavía más que el dragón estuviera muerto, por razones que no quería pensar demasiado.
El Gran Pasaje estaba oscuro como las entrañas de la Gruta un poco antes, sin siquiera la pequeña luz de luna que se había deslizado antes a iluminarlo; pero hasta en la más profunda oscuridad, el aire era distinto aquí, frío pero seco y movedizo, totalmente diferente de la guardia quieta, pensativa del corazón de la Gruta.
Su visión de maga le mostró la forma oscura, huesuda del cuerpo del dragón que yacía atravesada frente a las puertas, con las espadas afiladas de su columna levantadas y apuntándole. Cuando se acercó, vio lo hundida que estaba la piel de escamas sobre la curva de los huesos.
Por más que escuchara, no oía ningún murmullo en su mente. Pero la música que parecía llenar la Sala del Mercado todavía tenía ecos allí; era leve y penetrante, con temblores dorados de sonido moribundo.
Estaba inconsciente…, se moría, pensó ella.
¿Crees que ese hombre puede vivir más que yo?,
le había preguntado.
Jenny se desenvolvió la capa de los hombros y apoyó los pliegues sobre los cuchillos cortantes de la columna del dragón. El filo pasó por la tela y la desgarró; agregó la piel de cordero pesada de su chaqueta y, temblando con el frío que cortaba las mangas leves de su camisa, apoyó el pie sobre la más grande de las espinas. Se asió otra vez del poste de la puerta para sostenerse, se balanceó y saltó por encima. Durante un instante, se balanceó sobre el anca, sintió la suavidad elegante de los huesos bajo las escamas de acero y el calor suave que irradiaba del cuerpo del dragón; luego, saltó. Se quedó de pie un instante, escuchando con los oídos y la mente.