Jenny se quedó callada y pensó en el poder terrible que había sentido en el jardín y en esa atmósfera pervertida, tremenda, en la habitación iluminada por la lámpara en la casa de Zyerne. Luego, dijo:
—No sé. Es la primera vez que sé que la magia de los seres humanos pueda tocar a un dragón…, pero en realidad Zyerne saca su poder de la magia de los gnomos. Nunca he oído hablar de algo así…
—
Serpiente por la cabeza; por el cuello, caballo
—repitió John—. ¿Podría estar dominando al dragón por su nombre? Lo conoce bien.
Jenny negó con la cabeza.
—Morkeleb es sólo el nombre que le dan los hombres, como cuando llaman Dromar a Azwylcartusherands, y Mab a Taseldwyn. Si ella tuviera su verdadero nombre, su esencia, podría echarlo ahora mismo; y obviamente no puede, o te habría matado en el jardín hace un rato.
Se acomodó la mantilla sobre los hombros, una telaraña sutil y brillante de seda de las Islas del Sur, y las masas espesas de su cabello descansaron sobre la tela como una segunda mantilla. A su espalda, el frío parecía salir de la ventana.
Gareth volvió a caminar ida y vuelta, las manos hundidas en los bolsillos de sus viejos pantalones de cuero de caza, los que se había puesto para ir a espiar al rey.
—Pero no sabe su nombre, ¿no es cierto?
—No —replicó Jenny—. Y en ese caso… —Hizo una pausa y luego rechazó la idea.
—¿Qué? —quiso saber John, que había notado la duda en su voz.
—No —repitió ella—. Es inconcebible que a su nivel de poder no le hayan enseñado Límites. Es lo primero que aprendemos todos. —En ese momento vio la cara de incomprensión de Gareth y explicó—: Es lo que me lleva tanto tiempo cuando tejo los hechizos. Hay que limitar el efecto de cada uno. Si uno llama a la lluvia, debe especificar una cierta cantidad para no inundar la región. Si uno hace un hechizo de destrucción para alguien o algo, tiene que poner un Límite para que esa destrucción no termine en una catástrofe generalizada que barra todo a su alrededor, incluyendo la casa y los bienes del mago. La magia es muy pródiga en sus efectos. Los Límites son lo primero que se enseña a un nuevo mago.
—¿Incluso entre los gnomos? —preguntó Gareth—. Dijisteis que su magia es diferente.
—Se enseña de forma diferente, se transmite de otra manera. Hay cosas que me dijo Mab que yo no entiendo y cosas que se niega a decirme sobre la forma en que construye su poder. Pero es magia. Mab conoce Límites y por lo que me dijo, supongo que son todavía más importantes en la noche bajo tierra. Si estudió entre los gnomos, Zyerne
tiene
que haber aprendido todo eso.
John tiró la cabeza hacia atrás y rió realmente divertido.
—¡Uff! ¡Debe de estar poniéndola enferma! —Rió de nuevo—. Imagínate, Jen. Quiere librarse de los gnomos, así que trae una maldición sobre ellos, la peor que se le hubiera podido ocurrir…, y consigue un dragón del que no puede librarse… ¡Es hermosísimo!
—¡Es «frivolísimo»! —replicó Jenny.
—¡Con razón me arrojó ese fuego! ¡Debe de estar totalmente furiosa cuando lo piensa! —Los ojos de John bailaban bajo sus cejas expresivas.
—No es posible —insistió Jenny, en la voz fría que usaba para llamar a sus hijos cuando ellos estaban jugando. Luego, dijo más seriamente—: No puede haber llegado a tener ese grado de poder sin que le enseñaran, John. Es imposible. Todo poder debe pagarse de algún modo.
—Pero es el tipo de cosa que pasaría si no se pagara, ¿no es cierto?
Jenny no contestó. Durante un largo rato, clavó los ojos en la forma oscura de los edificios, que se veía a través de la ventana bajo las estrellas congeladas del otoño.
—No sé —dijo finalmente, mientras acariciaba los bordes de telaraña de su mantilla fantasma—. Tiene tanto poder. Es inconcebible pensar que no ha pagado por él de algún modo. La clave de la magia es magia. Ella ha tenido todo el tiempo y todo el poder para estudiarla en ese tiempo. Y sin embargo… —Se detuvo mientras identificaba por fin sus propios sentimientos hacia lo que hacía Zyerne y lo que era—. Pensaba que alguien que hubiera alcanzado ese nivel de poder sería diferente.
—Ah —dijo John con suavidad. A través de la habitación, los ojos de los dos se encontraron—. Pero no creas que lo que ella ha hecho con su éxito traiciona tu lucha, amor. Porque no es cierto. Sólo ha traicionado la de ella misma.
Jenny suspiró mientras pensaba una vez más en la habilidad misteriosa de John para tocar el corazón de los problemas, luego sonrió un poco para sí misma. Intercambiaron un beso en una mirada.
—Pero ¿qué vamos a hacer? —dijo Gareth con calma—. Hay que destruir al dragón; y si lo destruís, jugáis el juego de Zyerne, os ponéis en sus manos.
Una sonrisa cruzó la cara de John, un relámpago de adolescente con gafas que espiaba desde detrás de las barricadas complejas levantadas por la dureza de las Tierras de Invierno y la dominación amarga de su padre. Jenny sintió que los ojos de John la miraban de nuevo…, el toque de una gran ceja rojiza y la pregunta en la mirada brillante. Después de diez años, se habían acostumbrado a hablar sin palabras.
Un temblor de miedo pasó por el cuerpo de Jenny, aunque sabía que él tenía razón. Después de un instante, suspiró de nuevo y asintió.
—Bien. —La sonrisa traviesa de John se amplió, como la de un muchacho que va a hacer algo malo y se frotó las palmas con rapidez. Luego se volvió hacia Gareth—. Haz el equipaje, héroe. Esta noche nos vamos a la Gruta.
—Alto.
Perplejos, Gareth y John se detuvieron a ambos lados de Jenny, montada sobre Luna en medio del sendero lleno de hojas. Alrededor de ellos, las colinas de la Pared de Nast estaban silenciosas, como muertas, salvo por el hilo de viento que recorría a ambos lados del camino, los troncos chamuscados de lo que alguna vez había sido un bosque; y por el leve tañido del cobre cuando Osprey mordía el freno y Clivy comía, prosaica, en los bordes de la zanja. Más abajo en las colinas los bosques estaban todavía enteros, enmudecidos por la llegada del invierno más que por el fuego; bajo los troncos gris plateados de los abedules, había muchos arbustos color óxido. Donde se habían detenido, sólo había un grupo de brotes frágiles, a punto de caer con sólo un roce de las manos. Medio escondidos en la maleza cerca de los adoquines quemados del camino se veían los huesos de fugitivos del primer ataque del dragón, mezclados con vasijas rotas y las monedas de plata abandonadas en la fuga. Las monedas yacían en el barro. Nadie había llegado tan cerca de la ciudad en ruinas como para recogerlas.
Adelante, en la luz débil del invierno, se veía lo que quedaba de las primeras casas de Grutas. Según Gareth, la ciudad nunca había tenido muros protectores. El camino entraba en la aldea bajo la torre rota del reloj.
Durante un largo rato, Jenny se quedó sentada en silencio. Giraba la cabeza a un lado y a otro. Ninguno de los hombres le habló…, en realidad, desde que habían escapado del palacio en las horas previas a la aurora, Jenny había notado cada vez más el silencio creciente de John. Ahora lo miró, sentado y recogido en sí mismo sobre su caballo Vaca y recordó una vez más las palabras de Zyerne cuando decía que sin su ayuda ni él ni Jenny podrían enfrentarse a Morkeleb.
Sin duda, John también las recordaba.
—Gareth —dijo Jenny por fin, en un murmullo—, ¿hay otro camino para entrar a la ciudad? ¿Algún lugar que esté más lejos de las Puertas de la Gruta?
Gareth frunció el ceño.
—¿Por qué?
Jenny meneó la cabeza, no muy segura de la razón por la que había hablado. Pero algo le susurraba, como esa otra vez, hacía ya varias semanas, en las ruinas de esa ciudad sin nombre en las Tierras de Invierno…, una sensación de peligro inminente que le hacía buscar los signos de la amenaza. Bajo la tutela de Mab, Jenny se había dado cuenta de que debía confiar en su instinto y algo en ella odiaba acercarse a ese reloj en ruinas para entrar en la luz del sol, que bajaba sobre el valle de Grutas.
Después de pensarlo un momento, Gareth dijo:
—El lugar más alejado de las Puertas Grandes en Grutas es la Ladera de los Curtidores. Está al final de ese montón de arbustos que cierra la ciudad al oeste, allá. Creo que está más o menos a un kilómetro de las Puertas. La ciudad no tiene más de…, de medio kilómetro de ancho.
—¿Te parece que podemos ver bien las Puertas desde allí?
Confundido por esa pregunta extraña, Gareth asintió.
—El suelo es alto y la mayoría de los edificios cayeron después del ataque. Pero si queremos tener una buena vista de las Puertas, queda bastante de la torre del reloj, como podéis ver…
—No —murmuró Jenny—. No creo que podamos acercarnos tanto.
La cabeza de John giró con violencia al oírla. Gareth tartamudeó.
—No puede…, no puede oírnos, ¿verdad?
—Sí —dijo Jenny, sin saber por qué lo decía—. No…, no es oído exactamente. No sé. Pero siento algo, en los bordes de mi mente. No creo que sepa que estamos aquí, no todavía. Pero si nos acercamos más, tal vez… Es un dragón viejo, Gareth; debe serlo si su nombre está en las Líneas. En uno de esos viejos libros de la biblioteca del palacio dice que los dragones cambian su piel y su alma, que los jóvenes tienen colores simples y brillantes; los maduros, más complejos en el dibujo y los viejos se hacen más y más simples de nuevo a medida que su poder crece y se profundiza. Morkeleb es negro. No sé lo que significa, pero no me gusta lo que creo que implica…, mucho poder, muchos años…; sus sentidos deben de llenar el valle de Grutas como el agua estancada, sensibles a la menor onda.
—Es obvio que oyó venir a los caballeros de tu padre, ¿no? —agregó John con cinismo.
Gareth parecía muy desdichado. Jenny impulsó a su yegua suavemente y dio un paso o dos más hacia la torre del reloj mientras extendía sus sentidos sobre todo el valle. A través de las redes de ramas rotas por encima de su cabeza se veía la oscuridad maciza de los acantilados de la Pared de Nast que miraban al oeste. Su altura infinita se alzaba como metal oxidado, manchada de púrpura donde la golpeaban las sombras; las grandes piedras brillaban, blancas, sobre ellos como cosechas de huesos rotos. Sobre la línea del incendio que había causado el dragón crecía la maleza en los flancos de la montaña, alrededor de los acantilados, hacia arriba por las rocas cubiertas de musgo de las depresiones dejadas por los glaciares y los campos de nieve. Los cuernos tocados de hielo de las cimas desnudas y partidas de la Pared estaban ahora velados por las nubes, pero más allá de los hombros doblados de la cadena, hacia el este, se veía un leve hilito de humo que marcaba la ciudadela de Halnath y los campos de los sitiadores a su alrededor.
Debajo de esa enorme pared de piedra y árboles yacían los espacios abiertos del valle: un gran pozo de aire, un golfo lleno de luz solar pálida, brillante…, y algo más. La mente de Jenny lo tocó brevemente y luego se alejó asustada de esa conciencia viva que sentía allá lejos, enroscada como una serpiente en su nido oscuro.
Detrás de ella, oía hablar a Gareth.
—Pero el dragón que matasteis en la hondonada en Wyr no sabía que veníais. —Hablaba tan alto que los nervios de Jenny se retorcían y deseaba hacerlo callar—. Pudisteis llegar por detrás y atacarlo por sorpresa. No veo cómo…
—Yo tampoco, héroe —cortó John con suavidad mientras reunía las riendas de Vaca en una mano y las del caballo de batalla, Osprey, en la otra—. Pero si tú estás dispuesto a apostar tu vida a que Jenny se equivoca, yo no. Llévanos a la famosa Ladera.
En la noche del dragón muchos se habían refugiado en los edificios de la Ladera de los Curtidores; sus huesos yacían por todas partes entre las ruinas chamuscadas de piedras en ruinas. Desde el espacio abierto frente al lugar que habían ocupado los depósitos, se había podido ver toda la pequeña aldea de Grutas, llena de vida y movimiento bajo el velo constante del humo de las fraguas y las fundiciones de más abajo. Ese velo había desaparecido ahora, quemado hasta el fondo por el fuego del dragón; toda la aldea estaba abierta al brillo leve, sin calor del sol de invierno, un cuadriculado de ruinas y huesos.
Jenny miró a su alrededor, a los edificios de la Ladera con terror, como si le hubieran dado un golpe en el estómago; luego, cuando se dio cuenta de la razón por la que reconocía el lugar, la impresión dejó paso al horror y la desesperación.
Era el lugar donde había visto a John moribundo en la imagen del cuenco de agua en el norte.
Había hecho adivinación antes pero nunca con tanta exactitud. La precisión de lo que había visto la destrozaba…, cada piedra, charco y pared derruida era la misma; recordaba la forma en que se veía la línea amenazante de los acantilados oscuros contra el cielo y hasta los dibujos de los huesos de la aldea, allá abajo. Se sentía inundada por una necesidad urgente de cambiar algo…, de derrumbar una pared, cavar un agujero, limpiar los arbustos en el labio de la Ladera donde se inclinaba hacia la aldea, cualquier cosa que hiciera que el lugar no fuera como lo había visto. Y sin embargo, en su corazón, sabía que hacer eso no cambiaría nada y tenía miedo de que si cambiaba algo, eso hiciera al lugar más y no menos parecido al que había visto.
Los labios se le paralizaron al decir:
—¿Éste es el único lugar de la ciudad a esta distancia de las Puertas? —Ya sabía lo que le contestaría Gareth.
—Tiene que serlo, por el olor de las curtidurías. Ya veis que no se construyó nada por aquí cerca. Hasta los tanques y depósitos de agua se pusieron en esas rocas al norte y no aquí donde están las mejores vertientes.
Jenny asintió con apatía, mirando hacia las grandes rocas al norte de la aldea, las rocas que él estaba señalando. Toda su alma gritaba:
«¡No, no!»
De pronto se sintió tonta y desesperada, poco preparada, vencida desde el comienzo e increíblemente ingenua. Hemos sido unos tontos, pensó con amargura. Matar al primer gusano fue una tontería, un fraude. Nunca debimos haber presumido de eso, nunca debimos pensar que podíamos hacerlo de nuevo. Zyerne tenía razón. Zyerne tenía razón.
Miró a John, que había desmontado de Vaca y estaba de pie sobre el labio rocoso de la Ladera en el lugar en que el suelo caía bruscamente hacia el valle, más abajo y miraba al otro lado, la otra ladera del lado de las Puertas. El frío cubrió los huesos de Jenny como una sombra vasta, alada, sobre el sol y ella acercó suavemente su yegua a John. Él habló sin mirarla.