Vencer al Dragón (18 page)

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Authors: Barbara Hambly

Tags: #Fantasía, Aventuras

BOOK: Vencer al Dragón
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Entre las masas de estuco y colores chillones del mercado, lo exótico de la forma de vestir de John no había despertado mucha curiosidad. Las calles empinadas de piedra estaban llenas de viajeros de todo el reino y todas las tierras del sur: marineros con las cabezas rapadas y barbas como las de los cocoteros; buhoneros de la provincia jardín de Istmark con ropa pasada de moda, aparatosa, con velos para hombres y mujeres; cambistas de moneda con gabardina negra; prostitutas pintadas de arriba abajo y actores, malabaristas, exterminadores de ratas, carteristas, inválidos y vagabundos. Unas pocas mujeres miraron con desprecio la cabeza sin cubrir de Jenny y ella se sintió enojada consigo misma por la rabia que le daba.

Preguntó a Gareth:

—¿Qué sabes de Zyerne? ¿De qué era aprendiza en la Gruta?

Gareth se encogió de hombros.

—No sé. Os diría que aprendía algo en los Lugares de Curación. Ahí es donde se supone que está el mayor poder de la Gruta…, entre los que curan. La gente solía viajar durante días para que la atendieran allí y sé que la mayoría de los magos tenía conexión con ellos.

Jenny asintió. Hasta en el norte aislado y lejano, entre los hijos de los hombres que no sabían virtualmente nada de las costumbres de los gnomos, Caerdinn había hablado con respeto del poder que yacía en los Lugares de Curación en el corazón de la Gruta de Ylferdun.

Al otro lado de la plaza apareció una procesión de sacerdotes de Kantirith, Dios del Mar, caminando con las cabezas escondidas en las capuchas ceremoniales para que no los distrajera ninguna sucia visión. El gemido ritual de las flautas no acallaba sus cánticos recitados en murmullos. Como en todas las ceremonias de los Doce Dioses, tanto las palabras como la música de las flautas habían sido fijadas en días ya olvidados; las palabras no tenían sentido, la música era algo totalmente distinto a lo que se oía en la corte o en cualquier otro lugar.

—¿Y cuándo vino Zyerne a Bel? —siguió Jenny, cuando la procesión de murmullos terminó de pasar.

Los músculos de la mandíbula del muchacho se tensaron.

—Después de que murió mi madre —dijo con tono monocorde—. Su… supongo que debí enojarme con mi padre. En ese momento, no entendí la forma en que Zyerne podía atraer a la gente, a veces en contra de su voluntad. —Puso su atención en alisar las arrugas de su manga durante un momento y luego suspiró—. Supongo que necesitaba a alguien. No fui muy bueno con él después de la muerte de mamá.

Jenny no dijo nada y dejó que hablara o callara a su antojo. Desde el otro lado de la plaza llegaba otra procesión religiosa, uno de los cultos del sur que se reproducían como conejos en el mercado; hombres y mujeres de piel oscura batían palmas y cantaban mientras sacerdotes flacos, andróginos, sacudían su cabello largo hasta la cintura y bailaban para el pequeño ídolo que llevaban en el medio sobre un altar de calicó lustroso y rosado. Los sacerdotes de Kantirith parecieron hundirse un poco más dentro de sus capuchas protectoras y el gemido de las flautas aumentó. Gareth miró a los recién venidos con ojos de desaprobación y Jenny recordó que el rey de Bel también era Pontífice Máximo del culto oficial; no había duda de que Gareth había sido criado en la más cuidadosa ortodoxia.

Pero el alboroto les daba la ilusión de la privacidad. Por lo que a la multitud concernía, podían haber estado solos; y después de un momento, Gareth volvió a hablar.

—Fue un accidente de caza —explicó—. Papá y yo cazábamos aunque papá últimamente lo ha dejado. Mamá odiaba la caza pero amaba a mi padre y le acompañaba si él se lo pedía. Se burlaba de ella y hacía bromitas sobre su cobardía, pero en realidad no estaba bromeando. No puede tolerar a los cobardes. Ella lo seguía hasta en terrenos muy difíciles, aferrada a su montura de mujer y tratando de mantenerse con el grupo; cuando todo terminaba, él la abrazaba y reía y le preguntaba si no valía la pena que hubiera reunido coraje…, cosas así. Ella lo hizo siempre, que yo recuerde. Solía mentirle y decirle que empezaba a aprender a disfrutarlo; pero cuando yo tenía unos cuatro años, la recuerdo en su traje de caza (era de terciopelo color melocotón con piel gris, me acuerdo bien) justo antes de partir, vomitando por el miedo que tenía.

—Parece haber sido una mujer valiente —dijo Jenny con calma.

La mirada de Gareth cayó sobre ella, luego se desvió de nuevo.

—No fue realmente culpa de papá —continuó después de un momento—. Pero cuando pasó, él se sintió culpable. El caballo se desplomó con ella sobre unas rocas…, en una montura de mujer no se puede caer con limpieza. Murió cuatro o cinco días después. Eso fue hace cinco años. Yo… —Dudó, las palabras atragantadas en el cuello—. No fui muy bueno con él después de eso.

Se ajustó los anteojos en un gesto incómodo y poco convincente que trataba de ocultar las lágrimas y enjugarlas en la manga.

—Ahora que vuelvo a pensarlo, creo que si ella hubiera sido más valiente, habría tenido el coraje de decirle que no quería ir, el coraje de arriesgarse a aguantar sus bromas. Tal vez de ella saqué ese coraje —agregó con el brillo tímido de una sonrisa—. Tal vez debería haberme dado cuenta de que yo no podía culpar a mi padre tanto como él se culpaba a sí mismo…, de que no podía decirle nada que no se hubiera dicho a sí mismo. —Encogió los hombros huesudos—. Ahora lo entiendo. Pero cuando tenía trece años, no entendí nada. Y para cuando lo hice, había pasado demasiado tiempo y ya no podía decirle nada. Y para entonces, estaba Zyerne.

Los sacerdotes de Kantirith se fueron lentamente por una calle torcida entre dos edificios medio inclinados, como borrachos. Los niños que se habían detenido a mirar la procesión continuaron con sus juegos; John volvió a caminar con cuidado a través de las figuras de musgo y espinas de pescado de los adoquines, deteniéndose a cada paso para admirar una nueva maravilla: un reparador de sillas que trabajaba sobre las piedras de la vereda o los actores dentro de un pequeño teatro, gesticulando mientras un anunciante gritaba desde la puerta partes del argumento a los transeúntes. Jenny pensó divertida que John nunca aprendería a comportarse como el héroe de leyenda que era.

—Debe de haber sido duro para ti —dijo ella.

Gareth suspiró.

—Era más fácil hace unos años —admitió—. Entonces podía odiar con claridad. Luego, durante un tiempo, ni…, ni siquiera pude hacer eso. —Volvió a enrojecer—. Y ahora…

Hubo un brillo de conmoción en la plaza, como el ruido de una pelea de perros; una voz aguda y burlona de mujer gritó:

—¡Puta! —Jenny volvió la cabeza bruscamente.

Pero no se referían a ella y su falta de velos. Una pequeña mujer gnomo, con la cola suave de su cabello como una nube de albaricoque en la luz pálida del sol, se acercaba, dudando, hacia la fuente. Llevaba los pantalones negros de seda levantados sobre las rodillas para no mojarlos con los charcos de la calle rota, y la túnica blanca con las mangas de bordados flotantes cuidadosamente arreglados proclamaba que estaba viviendo en una pobreza extraña a su nacimiento. Hizo una pausa, mirando a su alrededor con los ojos casi cerrados por la luz demasiado fuerte del día; luego sus pasos siguieron hacia la fuente; las manos pequeñas, redondas aferraban nerviosas el asa del balde que llevaba como una experta.

Se oyó otro grito.

—Vinisteis a visitar los barrios bajos, ¿eh, señora? ¿Cansada de estar sentada sobre todo ese grano que tenéis escondido? ¿Demasiado avara para tomar sirvientes?

La mujer se detuvo de nuevo, agitando la cabeza de un lado a otro como si buscara a sus perseguidores, medio ciega por la reverberación del aire libre. Alguien la golpeó con un pedazo de excremento de perro en el brazo. Ella saltó, asustada, y sus pies pequeños, enfundados en zapatos de cuero suave, resbalaron sobre las desiguales piedras húmedas. Soltó el balde al caer y luego lo buscó apoyada en manos y rodillas. Una de las mujeres de la fuente, con la aprobación sonriente de sus vecinos lo puso fuera de su alcance de una patada.

—¡Esto te enseñará a no guardar el pan que sacaste de la boca de la gente honesta!

La mujer gnomo buscó con rapidez a su alrededor. Una mujer gorda, marchita que había sido la más gritona en los chismes alrededor de la fuente dio una patada al balde para alejarlo de las manos que lo buscaban.

—¡Y a no conspirar contra el rey!

La mujer gnomo se levantó sobre sus rodillas, mirando a su alrededor y uno de los niños salió de la multitud que se reunía poco a poco y le tiró de los largos mechones de cabello. Ella se volvió, tratando de atraparlo, pero el muchacho se había ido ya. Otro retomó el juego y saltó luego lejos de la misma forma, demasiado entusiasmado con la diversión para darse cuenta de John.

A la primera señal de problemas, el Vencedor de Dragones se había vuelto hacia el hombre que tenía al lado, un habitante del este, tatuado de azul y vestido con un delantal de herrero y poco más, y le había dado los tres emparedados que tenía en las manos.

—¿Me los guardas? —Luego caminó entre la multitud con rapidez en una línea de corteses «perdón, perdonadme» a tiempo para atrapar al segundo niño que había saltado para seguir con la burla que había empezado el primero.

Gareth habría podido decir lo que seguía. Los cortesanos de Zyerne no eran los únicos a quienes engañaba el aspecto de inocente bonachón que tenía John. El entrometido, cogido totalmente por sorpresa desde atrás, no tuvo tiempo de gritar antes de terminar en las aguas de la fuente. Una zambullida fuerte mojó a todas las mujeres que descansaban en los escalones y a casi todos los holgazanes de los alrededores. Cuando el muchacho salió a la superficie, escupiendo y jadeando, Aversin se volvió para levantar el balde y dijo en tono amistoso:

—Tus modales son tan sucios como tu ropa…, me sorprende que tu madre te deje salir así. Ahora estarás un poco más limpio, ¿no te parece?

Llenó el balde y se volvió hacia el hombre que le sostenía los emparedados. Durante un instante, Jenny pensó que el herrero los arrojaría a la fuente, pero John le sonrió, brillante como el sol sobre la hoja de un cuchillo y de pronto el hombre puso los emparedados sobre su mano extendida. En el fondo de la multitud, una mujer gritó:

—¡Asqueroso protector de gnomos!

—Gracias. —John sonrió, todavía con su cara llena de una amistad cálida como el cobre—. Lamento haber arrojado basura en la fuente. —Equilibró los emparedados en la mano, bajó los pocos escalones que había hacia la calle y caminó junto a la mujer gnomo a través de la plaza hacia la boca del callejón por el que ella había llegado. Jenny, corriendo tras él con Gareth pisándole los talones, notó que nadie se les acercaba mucho.

—John, eres incorregible —le dijo con severidad—. ¿Estáis bien? —Esto último iba dirigido a la mujer gnomo, que se apresuraba sobre sus piernas torcidas, cortas, siguiendo la sombra del Vencedor de Dragones para protegerse.

Ella miró a Jenny con ojos débiles, incoloros.

—Sí, sí. Gracias. Nunca debí… Siempre salimos de noche a la fuente o enviamos a la muchacha que trabaja si necesitamos agua de día. Pero se ha ido. — La gran boca se frunció con el gusto de un recuerdo desagradable.

—Claro que se ha ido si era como esos —hizo notar John, señalando con el dedo hacia la plaza. Detrás de ellos, la multitud se acercaba, amenazadora, gritando.

—¡Traidores! ¡Acaparadores! ¡Ingratos! —Y otras cosas peores. Alguien arrojó una cabeza de pescado que golpeó la falda de Jenny y gritó algo sobre una puta vieja y sus dos muchachitos; Jenny sintió que las puntas de la rabia se elevaban a lo largo de su espalda. Otros retomaron el tema. Ella se enojó tanto que los insultó, pero en su corazón sabía que no podía desearles nada peor que ser lo que ya eran.

—¿Queréis un emparedado? —ofreció John con encanto y la dama gnomo tomó uno con manos temblorosas.

Gareth, rojo de vergüenza, no dijo nada.

—Menos mal que las frutas y las verduras están un poco caras hoy en día para tirarlas, ¿no? ¿Es aquí? —dijo John en medio de un bocado lleno de azúcar.

La gnomo bajó la cabeza con rapidez y entró en las sombras de una gran casa medio derruida encerrada entre dos edificios de cinco pisos de casas para alquilar, con la pared posterior directamente sobre las aguas estancadas y sucias de un canal podrido. Las ventanas estaban cerradas con fuerza y el estuco arruinado, escrito con dibujos obscenos y sucio salpicado de barro y bosta. Desde cada una de las ventanas, Jenny sintió ojos pequeños, débiles que espiaban con miedo y angustia.

La puerta se abrió desde dentro. La gnomo cogió el balde y saltó adentro como un topo asustado a su madriguera. John puso una mano rápida sobre los paneles podridos de madera para que no se cerraran en su cara, luego se apoyó con toda su fuerza. El que sostenía la puerta estaba decidido a no dejarlo pasar y tenía los músculos prodigiosos de los gnomos.

—¡Esperad! —rogó John, mientras sus pies se resbalaban sobre el mármol del escalón—. ¡Necesito vuestra ayuda! Soy John Aversin…, vengo desde el norte para ocuparme de ese dragón vuestro, pero no puedo hacerlo sin vuestra ayuda. — Apoyó su hombro en la abertura estrecha que era lo único que quedaba—. Por favor.

La presión del otro lado de la puerta se relajó tan bruscamente que John cayó hacia dentro por su propia inercia. Desde la oscuridad, una voz suave, aguda, como la de un niño dijo en el Alto Lenguaje arcaico que usaban los gnomos en la corte:

—Venid, vosotros, los demás. No os hace ningún bien que os vean así en el umbral de la casa de los gnomos.

John y Gareth entraron parpadeando contra la oscuridad, pero Jenny, con su visión de maga, vio inmediatamente que el gnomo que los había dejado pasar era el viejo Bromar, el embajador ante la corte del rey.

Detrás de él, el salón inferior de la casa se extendía hacia las sombras densas. Una vez había sido fastuoso en el estilo severo de hacía cien años: la vieja casa solariega, adivinó ella, sobre cuya tierra rodeada de paredes se habían erigido luego los conventillos del barrio. En algunos lugares todavía podían verse frescos podridos sobre las paredes manchadas; y la vastedad del salón hablaba de muebles graciosos que ya hacía mucho habían sido cortados para hacer leña y de un descuido aristocrático en cuanto al costo de la leña para calentar los ambientes. El lugar era como una cueva ahora, tenebroso y húmedo; las ventanas tapiadas dejaban entrar apenas unas líneas de luz acuosa que destacaba los pilares cortos y los mosaicos secos del impluvio. Sobre la curva graciosa de la vieja escalera, abierta y anticuada, Jenny vio movimiento en la galería. Estaba llena de gnomos que miraban preocupados a los intrusos del mundo hostil de los hombres.

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