¿Por qué entonces el miedo detrás de la malicia?
Jenny se volvió a mirar a Zyerne con curiosidad clínica, preguntándose sobre la forma que habría tomado su vida. Los ojos de Zyerne se cruzaron con los de ella y descubrieron una expresión de curiosidad tranquila y hasta un poco compasiva. Durante un segundo, las órbitas doradas se afinaron y el desprecio y la rabia y el enojo se agitaron en sus profundidades. Luego volvió la dulce sonrisa y Zyerne preguntó:
—Querida, no habéis probado bocado. ¿Usáis tenedores en el norte?
Hubo una brusca conmoción en la puerta de arcos del vestíbulo. Uno de los trovadores en la galería, impresionado, hizo un graznido totalmente equivocado con su flauta; los otros, se quedaron callados.
—Bueno… —dijo la voz de Aversin, y todas las cabezas a lo largo de la mesa brillante se volvieron como ante el ruido de un plato que cae—. Siempre tarde.
Entró en el brillo de cera de la luz del vestíbulo con un ruidito metálico y leve de cota de malla y se quedó de pie mirando a su alrededor, los espejos brillantes de sus lentes como dos lunas bordeadas de acero. Se había vuelto a cambiar y se había puesto de nuevo el cuero negro y usado del viaje, el justillo de piel de lobo con sus pedazos de malla y placa de metal claveteado y los pantalones oscuros de cuero y las botas gastadas. Tenía la tela a cuadros sobre el hombro como una capa, limpia de barro pero arrugada y zaparrastrosa y había un mundo de malicia brillante en sus ojos.
Gareth, en el otro extremo de la mesa, se puso rojo de vergüenza hasta la raíz del cabello. Jenny sólo suspiró, cerró los ojos un momento, y pensó, resignada,
John.
John entró alegremente en la habitación, inclinándose con buena intención imparcial frente a los cortesanos que estaban a ambos lados de la mesa, ninguno de los cuales parecía capaz de emitir un sólo sonido. La mayoría de ellos había estado esperando divertirse con un primo del campo que trataba infructuosamente de imitarlo; se podría decir que no estaban preparados para un bárbaro directo que obviamente no iba a molestarse en intentarlo.
Con una inclinación de cabeza muy amistosa a su anfitriona, John se acomodó en su lugar al otro lado de Zyerne, que quedó rodeada por él y por Jenny. Durante un momento, estudió la enorme batería de cubiertos a ambos lados de su plato y luego, con limpieza y elegancia perfectas, se dedicó a comer con los dedos.
Zyerne recobró primero su compostura. Con una sonrisa de seda, levantó un tenedor de pescado y se lo ofreció.
—Sólo como sugerencia, milord. Aquí
hacemos
las cosas de forma distinta.
En algún lugar en la mesa, una de las damas se rió. Aversin miró a Zyerne con una expresión que hablaba abiertamente de sospecha. Ella pinchó un escalope con un cuchillo de pescado y se lo alcanzó como demostración y él sonrió con su mejor sonrisa.
—Ah, así que son para eso —dijo, aliviado. Sacó el escalope de los dientes con los dedos y lo mordió con cuidado. En un dialecto norteño seis veces peor de lo que Jenny le hubiera oído usar en casa, agregó—: Y aquí estaba yo pensando que había estado en vuestras tierras apenas una noche y ya me desafiaban a duelo con un arma desconocida, y nada menos que la maga local además. Me preocupasteis muchíiisimo.
Al otro lado de John, Servio Clerlock casi se ahoga con su sopa, y John lo golpeó en la espalda para ayudarlo.
—¿Sabéis? —continuó, haciendo un gesto con el tenedor en una mano y sacando otro escalope del plato con la otra—, descubrimos una gran caja de estas cosas…, todas de distintos tamaños, como éstas de aquí, en las bóvedas del fuerte el día en que tomamos un baño para el casamiento de mi prima. No teníamos ni idea de para qué eran, ni siquiera el padre Hiero, el padre Hiero es nuestro sacerdote, pero la vez siguiente que los bandidos bajaron a atacarnos desde las colinas, pusimos todo el grupo en las ballestas en lugar de las piedras y las disparamos. Matamos a uno inmediatamente y otros dos salieron corriendo por los pantanos con esas cosas puntiagudas clavadas en la espalda…
—Me doy cuenta —dijo Zyerne con suavidad, mientras risitas disimuladas corrían alrededor de la mesa— de que el casamiento de vuestra prima debió ser importante si tomasteis un baño.
—Ah, sí. —Para alguien cuya expresión usual era de alerta tranquila, Aversin tenía una sonrisa deslumbrante—. Se casaba con ese tipo del sur…
Probablemente, pensó Jenny, era la primera vez que alguien había logrado robarle la escena a Zyerne y por el brillo que se veía en los ojos de la maga, era evidente que el asunto no le gustaba. Pero los cortesanos, en medio de sus risas, se acercaban al círculo del encanto ingenioso y cálido de Aversin; su barbarismo exagerado desarmó sus bromas y su cuento increíble sobre las nupcias ficticias de su prima los redujo a sollozos de risa muy poco dignos. Jenny tenía suficiente rabia como para disfrutar de la incomodidad de Zyerne —había sido ella, después de todo, la que se había burlado de Gareth por no ser capaz de aceptar una broma—pero confinó su atención a su plato. Si John se estaba tomando el trabajo de atraer el fuego de los demás para que ella pudiera terminar su comida en paz, lo menos que podía hacer era no dejar que sus esfuerzos fueran totalmente en vano.
A su lado, Trey le dijo en voz baja:
—No parece terriblemente feroz. Me lo había imaginado diferente por las baladas de Gareth. Duro y buen mozo, como las estatuas del dios Sarmendes. Pero —agregó, sacando la carne de un caracol con una cuchara especialmente diseñada para mostrarle a Jenny cómo hacerlo— supongo que hubiera sido un aburrimiento terrible para vos cabalgar todo el camino desde las Tierras de Invierno con alguien que se pasa todo el tiempo «vigilando el firmamento inmenso con sus ojos abiertos de águila», como dice la canción.
A pesar de las miradas desaprobatorias de Zyerne, el buen mozo Servio se enjugaba lágrimas de risa, aunque con gran cuidado con el maquillaje. Hasta los sirvientes estaban teniendo problemas para mantener fija en la cara la expresión correcta de impasibilidad mientras llevaban pavos reales asados y resplandecientes con todas sus plumas y humeantes platos sumergidos en crema.
—… así que el novio se puso a buscar una de esas cosas de madera como la que tenéis en mi habitación —seguía John—, pero como no pudo encontrar una, colgó la ropa sobre el maniquí para la armadura y aunque no lo creáis la prima Kat se despertó de noche y empezó a atacar al maniquí con una espada creyendo que era un bandido…
Había que confiar en John, pensó Jenny: si no podía impresionarlos en su propio terreno, el de la corte, tampoco trataría de hacerlo en el terreno de las baladas de Gareth. Todos habían sucumbido al diablo de la malicia de Aversin, el diablo que la había atraído desde el primer momento en que se encontraron como adultos. Él había usado la exageración para defenderse de su desprecio, pero el hecho de que lo hubiera logrado hacía que Jenny tuviera una opinión un poco mejor de esos cortesanos de Zyerne.
Terminó su comida en silencio y ninguno de ellos la vio marcharse.
—Jenny, esperad. —Una figura alta se desprendió del conjunto de las formas brillantes de la antecámara y se apresuró por el vestíbulo para alcanzarla, tropezando con un escabel a medio camino.
Jenny se detuvo en la sombra envolvente de las persianas de la escalera. Desde la antecámara ya llegaba el sonido de la música, no las notas de los músicos pagados esta vez, sino las canciones complejas diseñadas para demostrar la habilidad de los cortesanos mismos. Saber tocar música, según parecía, era la marca de un noble; la música del clavicordio y del doble dulcémele se fundían en un contrapunto como de encaje y de allí surgían luego los temas como caras familiares a medias que se divisan de pronto entre una multitud. Sobre las armonías elaboradas, ella oyó la tonada alegre, impenitente de la flautita de John que seguía la melodía de oído y sonrió. Si los Doce Dioses del Cosmos bajaran a la tierra, tendrían que trabajar mucho para desconcertar a John.
—Jenny…, lo…, lo lamento. —Gareth jadeaba un poco por la precipitación. Había vuelto a ponerse los anteojos rotos; la quebradura al final del cristal derecho brillaba como una estrella—. No sabía que sería así. Pensé…, él es un Vencedor de Dragones…
Ella estaba de pie unos pocos escalones más arriba del tramo; extendió la mano y le tocó la cara, casi al mismo nivel de la suya.
—¿Recuerdas cuando lo conociste?
Él se sonrojó de vergüenza. En la antecámara iluminada, el cuero y la capa de cuadros de John lo hacían parecer un perro mestizo en medio de una banda de perritos falderos. Estaba examinando con enorme interés un organillo en forma de laúd mientras la pelirroja Hermosa Isolda de Greenhythe contaba la última adquisición de su colección interminable de bromas escatológicas sobre los gnomos. Todos rieron menos John, que estaba demasiado interesado en el instrumento musical que tenía en el regazo para darse cuenta de nada; Jenny vio que la boca de Gareth se torcía con algo entre la rabia y el dolor confuso. Había ido al norte en busca de un sueño, pensó ella; ahora no tenía ni aquello que había buscado ni lo que había pensado que encontraría al volver.
—No debería haber dejado que se burlaran de vos de esa forma —dijo después de un momento—. No pensé que Zyerne…
Se interrumpió, incapaz de seguir. Ella vio cómo la amargura y una desilusión peor que la que le había dado John al aparecer entre los cerdos en Alyn endurecía la boca del muchacho. Probablemente, nunca había visto a Zyerne actuando con esa maldad ridícula, pensó Jenny; o tal vez sólo la había visto en el contexto del mundo que ella misma había creado, un mundo del que él tampoco había salido nunca hasta entonces.
Gareth respiró hondo y continuó:
—Sé que debería haberos defendido de alguna forma, pero…, pero no sabía cómo… —Extendió las manos, impotente. Con la primera expresión de humor ante sí mismo que Jenny le hubiera escuchado, agregó—: ¿Sabéis?, en las baladas es tan fácil rescatar a alguien. Quiero decir, si uno es derrotado, al menos puede morir con honor y no tener que sufrir que todos se le rían en la cara durante las tres semanas siguientes.
Jenny rió y extendió la mano para tocarle el brazo. En la penumbra, los rasgos de Gareth eran sólo un borde dorado a lo largo de la mejilla flaca y los círculos gemelos de los lentes estaban opacos con los reflejos de la lámpara que brillaban sobre unos pocos mechones de su cabello, rojos como el fuego, y formaban una luz puntiaguda a lo largo de los bordes de su cuello de puntillas.
—No te preocupes por eso. —Sonrió—. Como matar dragones, es un arte especial.
—Escuchad —dijo Gareth—. La…, lamento haberos engañado. No lo hubiera hecho de haber sabido que sería así. Pero Zyerne envió un mensajero a mi padre…, hay sólo un día de camino a Bel y está preparando una habitación de huéspedes para vosotros en palacio. Estaré con vosotros cuando os presenten al rey y sé que querrá aceptar los términos… —Se detuvo, como si recordara sus últimas mentiras dichas con la misma seguridad—. Quiero decir, realmente lo sé esta vez. Desde la llegada del dragón, ha habido una gran recompensa para quien lo matara, más que el pago de un destacamento durante todo un año. Tiene que escuchar a John.
Jenny apoyó un hombro contra el tallado del poste de la escalera; las chispas de la luz de la lámpara reflejada se filtraban a través de las persianas y tachonaban de oro su vestido negro y plata.
—¿Es tan importante para ti?
Él asintió. Hasta con las hombreras de moda de su jubón blanco y violeta, sus hombros angostos parecían inclinados por el cansancio y la derrota.
—No dije la verdad en el fuerte —dijo con voz reposada—. Pero dije que sé que no soy un guerrero ni un caballero andante y sé que no soy bueno en los juegos. Y no soy tan estúpido como para creer que el dragón no me mataría en un segundo si fuera a atacarlo…, sé que todos aquí se ríen cuando hablo de honor y caballerosidad y de los deberes de un caballero y vos y John también… Pero eso es lo que hace de John el barón de las Tierras de Invierno y no sólo un bandido más, ¿no es cierto? No tenía por qué matar ese primer dragón. —El muchacho hizo un gesto cansado, se encogió de hombros y fragmentos de luz volaron a lo largo de las rayas blancas de sus mangas cortadas hacia los diamantes de sus puños—. No podía quedarme con los brazos cruzados. Tenía que intentarlo, incluso si lo hacía mal.
Jenny sintió que nunca antes lo había querido tanto. Dijo:
—Si realmente lo hubieras hecho mal, no estaríamos aquí.
Trepó lentamente las escaleras y cruzó la galería que separaba el resto de la casa del vestíbulo. Como la escalera, estaba encerrada en un enrejado de piedra tallado con formas de enredaderas y árboles, y las sombras temblaban como arlequines inquietos sobre su vestido y su cabello. Se sintió cansada y fría de haberse mantenido entera durante toda la noche…; las bromas astutas y la malicia de encaje de la corte de Zyerne la habían lastimado más de lo que quería admitir. Les tenía lástima, un poco, por lo que eran, pero no tenía la piel dura de John.
Ella y John tenían la más pequeña de las habitaciones al final de ese ala del edificio; Gareth, la más grande, justo al lado. Como todo lo demás en la casa de Zyerne, estaban muy bien decoradas. Las rojas cortinas adamascadas de la cama y las lámparas de alabastro estaban diseñadas como un escenario para la belleza de Zyerne y una prueba de su poder para lograr que el rey le diera lo que quería. Con razón, pensó Jenny, Gareth desconfiaba de todas las hechiceras que tuvieran poder sobre el corazón de un líder…
Al dejar atrás el ruido de la galería y volverse hacia el corredor, notó el roce duro de su ropa prestada sobre la madera tallada del piso y, con su viejo instinto de silencio, se recogió las pesadas faldas y las levantó. Frente a ella la luz de la lámpara de una puerta entreabierta formaba un trapezoide dorado de brillo a través de la oscuridad. Zyerne, y Jenny lo sabía, no estaba abajo con los demás, y se sintió inquieta e incómoda ante la idea de encontrarse con esa niña hermosa, malcriada, poderosa, especialmente aquí en su propia casa donde tenía el poder absoluto. Así, Jenny pasó frente a la puerta abierta en una nube de ilusión; y aunque se detuvo en las sombras ante lo que vio adentro bajo la luz, permaneció invisible.
Habría sido así, pensó después, incluso si no se hubiera envuelto en los hechizos que desviaban las miradas fortuitas. Zyerne estaba sentada en una isla de brillo; el reflejo de una lámpara de noche acariciaba el dorado de su silla de ébano; estaba tan quieta que ni siquiera las sombras de puntas doradas de sus velos de encaje se movían bajo su vestido. Tenía las manos sobre la cara de Servio Clerlock, arrodillado a sus pies, y la inmovilidad era tal que ni siquiera se veía el brillo de los zafiros en el cabello del hombre; sólo ardían con fuerza con un único reflejo. Aunque él tenía la cara vuelta hacia arriba, sus ojos estaban cerrados; era la cara contorsionada, intensa de un hombre que siente un éxtasis tan inmenso que casi se ha transformado en dolor.