Vencer al Dragón (17 page)

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Authors: Barbara Hambly

Tags: #Fantasía, Aventuras

BOOK: Vencer al Dragón
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La cabeza del rey se alzaba sobre todas las demás, más alta incluso que la de su hijo. Jenny podía ver que tenía el cabello tan rubio como el de Gareth pero mucho más grueso, un oro cálido de cebada que estaba empezando a palidecer y a parecerse al color de la paja. Como el murmullo firme de las olas en la orilla del mar, las voces repetían:

—Mi señor…, mi señor…

La mente de Jenny volvió un segundo a las Tierras de Invierno. Suponía que lo lógico hubiera sido sentir resentimiento contra los reyes que habían retirado sus tropas y abandonado las tierras, o temor y respeto al ver finalmente la fuente de la ley por cuya defensa John estaba dispuesto a morir. Pero no sentía ninguna de las dos cosas. Sabía que ese hombre, Uriens de Bel, no tenía nada que ver ni con la retirada de aquellas tropas ni con la confección de la Ley; era sólo el heredero de los hombres que lo habían hecho. Como Gareth antes de haber viajado a las Tierras de Invierno, no tenía otra noción de esas cosas que la que le habían dado los tutores y ésa, sin duda, la había olvidado enseguida.

El rey se acercó, asintiendo con la cabeza hacia aquel hombre o aquella mujer, la seña que indicaba que hablaría con ellos en privado, y Jenny sintió una distancia vasta entre ella y ese hombre alto de ropas reales color carmesí. Su única alianza era con las Tierras de Invierno y con los hombres y mujeres que vivían allí, con un pueblo y una tierra que conocía. Era John el que sentía la alianza antigua del vasallo; John, que había jurado dar a ese hombre su espada, su vida y su devoción.

De todos modos, a medida que el rey se aproximaba, Jenny sintió la tensión, tangible como un color en el aire. Había ojos que los miraban, disimulados; los jóvenes cortesanos esperaban el encuentro entre el rey y su hijo errante.

Gareth se adelantó y los bordes de su manto, cortados como las hojas de un roble, se reunieron a su alrededor como una capa entre el dedo mayor y el anular de su mano derecha. Con una gracia sorprendente, inclinó su forma flaca y larga en una reverencia del tipo Sarmendes-en-esplendor, perfecta como sólo podía hacerla un Heredero, y además, sólo ante el monarca.

—Mi señor.

El rey Uriens II de Belmarie, Suzerain de las Marchas, Alto Señor de Wyr, Nast y las Siete Islas, miró a su hijo un momento con ojos vacíos, sin color, abiertos en una cara frágil, carcomida. Luego, sin una palabra, se volvió para aceptar los saludos del próximo cortesano.

El silencio en la galería habría podido hacer saltar la pintura de las maderas. Como veneno negro sobre agua limpia, se extendió de un extremo a otro del salón. Las voces de los pocos peticionantes que quedaban se oyeron más y más claras, como si fueran gritos; la puerta dorada de bronce que se cerró tras la figura del rey que pasaba a su sala de audiencias pareció un trueno lejano. Jenny sintió que los ojos de todos miraban hacia cualquier lado menos hacia ellos, y luego se miraban en secreto unos a otros y sintió la cara de Gareth, tan blanca como su cuello de puntillas.

Una voz suave dijo detrás de ellos:

—Por favor, no te enojes con él, Gareth.

Zyerne estaba allí, vestida en una seda color ciruela tan oscura que era casi negra, con nudos de una seda cremosa y rosada sobre las mangas que se arrastraban por el suelo. Sus ojos color aguamiel estaban llenos de preocupación.

—Cogiste su sello, ¿sabes?, y te fuiste sin permiso.

John abrió la boca.

—Un poco fuerte el golpe, sin embargo, ¿no os parece? Quiero decir, ahí está el dragón como siempre mientras nosotros esperamos que nos dé permiso para partir.

Los labios de Zyerne se tensaron un poco, luego se aflojaron de nuevo. En el extremo más cercano de la Galería del Rey, se abrió una pequeña puerta y apareció el chambelán Badegamus, que llamó al primero de los peticionarios a quien el rey había concedido una audiencia.

—En realidad, no hay peligro para nosotros. El dragón se ha quedado en las granjas que están al pie de la Pared de Nast.

—Ah —dijo John con voz comprensiva—. Eso hace que todo esté bien, ¿verdad? ¿Y eso es lo que le contáis a los granjeros entre quienes se ha quedado el dragón, según decís?

El brillo de la rabia en los ojos de miel fue más fuerte esa vez, como si nadie le hubiera hablado así jamás, o al menos, pensó Jenny que observaba en silencio junto a John, no en mucho tiempo. Con un esfuerzo visible, Zyerne se controló y dijo con el aire de alguien que reta a un chico:

—Debéis entender. Hay otras preocupaciones mucho más urgentes para el rey.

—¿Más urgentes que un dragón sentado a su puerta? —preguntó Gareth, enfurecido.

Ella estalló en una risa dulcísima.

—No hay necesidad de hacer una riña de mercado por esto, ¿sabes? Ya te lo dije antes, querido, no vale las arrugas que te causa.

Él retiró la cabeza de su toque juguetón.

—¡Arrugas! ¡Estamos hablando de gente que muere!

—Cállate, Gareth —dijo lentamente Servio Clerlock, que se acercaba con languidez hacia ellos—. Te estás poniendo tan gruñón como el viejo Policarpio.

Debajo del maquillaje, su cara parecía todavía más lavada cerca del fulgor brillante de Zyerne.

—No deberías sacarles a esos pobres granjeros la única sal que tienen sus aburridas vidas…

—Sal… —empezó Gareth, y Zyerne le retorció la mano en broma.

—No me digas que vas a ponerte aburrido y altruista con nosotros. No sabes cómo nos dormiríamos. —Sonrió—. Y te diré algo más —agregó con seriedad—, no hagas nada que pueda enojar más a tu padre. Sé paciente…, y trata de entender.

A medio camino por la larga galería volvía el chambelán Badegamus, pasando junto al pequeño grupo de gnomos que se sentaban, en una isla de soledad, a la sombra de uno de los arcos ornamentales acanalados que se alzaban junto a la pared este. Cuando pasó el chambelán, uno de ellos se levantó en un murmullo sedoso de ropas extrañas, volátiles, con los mechones nebulosos de su cabello blanco como la leche flotando alrededor de su espalda encorvada. Gareth se lo había señalado a Jenny un rato antes: Azwylcartusherands, llamado Dromar por los hijos de los hombres, que tenían poca paciencia con la lengua de los gnomos, embajador hacía ya mucho tiempo del señor de la Gruta en la Corte de Bel. Badegamus lo vio y se detuvo, luego miró rápidamente a Zyerne. Ella meneó la cabeza. Badegamus volvió la cara y pasó junto a los gnomos sin verlos.

—Se vuelven atrevidos —dijo la maga con suavidad—. Enviar representantes aquí cuando pelean del lado de los traidores de Halnath.

—Bueno, no pueden evitarlo, ¿no os parece?: la salida posterior de la Gruta da a la ciudadela —señaló John.

—Podrían haber abierto las puertas de la ciudadela para las tropas del rey.

John se rascó el lateral de la larga nariz.

—Bueno, como soy un bárbaro y todo eso, no sé cómo se hacen las cosas en los países civilizados —dijo—. En el norte, tenemos una palabra para un hombre que hiciera eso a quien le dio refugio cuando huía.

Durante un instante, Zyerne se quedó en silencio; su poder y su enojo parecían crujir en el aire. Luego, volvió a estallar su risa de perlas y plata.

—Os juro, Vencedor de Dragones, que tenéis una forma bien inocente y refrescante de ver las cosas. Me hacéis sentir una anciana. —Se apartó un mechón de cabello de la mejilla mientras hablaba; parecía tan dulce y buena como una jovencita de veinte años—. Venid. Vamos a escabullirnos de esta estupidez y a cabalgar por los acantilados junto al mar, ¿Vienes, Gareth? —Puso la mano en la del muchacho de un modo tal que él no podía rechazarla sin ser grosero…, Jenny vio cómo la cara de él enrojecía ligeramente por el roce—. ¿Y vos, bárbaro mío? Ya sabéis que el rey no os verá hoy.

—Sea como sea —dijo John con voz tranquila—. Me quedaré aquí por si acaso.

Servio rió con voz metálica.

—¡Ese es el espíritu que ganó el reino!

—Sí —dijo John en una voz neutra y volvió al banco labrado en que había estado con Jenny, seguro en su reputación establecida de bárbaro excéntrico.

Gareth retiró la mano de la de Zyerne y se sentó cerca; los mantos se le enredaron en el brazo de la silla, adornado con la cara de un león.

—Creo que yo también me quedo —dijo, con tanta dignidad como pudo mientras desenredaba la ropa del mueble. Servio rió de nuevo.

—Creo que nuestro príncipe ha estado demasiado tiempo en el norte. — Zyerne frunció la nariz, como si fuera una broma de gusto dudoso.

—Vete, Servio. —Sonrió—. Tengo que hablar al rey. Voy más tarde. — Reunió sus faldas y se alejó hacia las puertas de bronce de la antecámara del rey; los ópalos que había en sus velos parecían gotas de rocío cayendo sobre un pimpollo de manzano cuando pasó junto a las bandas pálidas de la luz de la ventana. Cuando llegó al grupito de gnomos, el viejo Dromar se levantó de nuevo y caminó hacia ella con el aire de alguien que cobra ánimos para un encuentro odiado pero necesario, pero ella desvió la mirada y apresuró el paso de modo que, para interceptarla, él tendría que correr sobre sus piernas cortas, torcidas. Y no iba a hacerlo, claro. Se quedó mirándola un momento, con la rabia ardiendo en sus ojos pálidos color ámbar.

—No lo entiendo —dijo Gareth mucho después, cuando los tres paseaban por las calles estrechas del barrio multitudinario del mercado y el puerto—. Ella dijo que padre estaba enojado, sí…, pero él sabía a quién traía conmigo. Y debe de saber algo del último ataque del dragón. —Saltó sobre el agua maloliente de la alcantarilla para evitar a un trío de marineros que salía tropezando de una de las tabernas que se abrían sobre la calle empedrada y casi se engancha sobre su propia capa.

Cuando Badegamus anunció a la galería casi vacía que el rey ya no vería a nadie ese día, John y Jenny llevaron a Gareth, furioso, sorprendido, a la casa de huéspedes que les habían asignado en uno de los rincones más alejados de palacio. Allí se cambiaron la ropa prestada de la corte y John anunció su decisión de pasar el resto de la tarde en la ciudad, buscando gnomos.

—¿Gnomos? —dijo Gareth, sorprendido.

—Bueno, si no se le ha ocurrido a nadie más, se me ocurre a mí que si tengo que pelear con ese dragoncito, voy a tener que conocer el trazado de las cavernas. —Con una habilidad sorprendente, se liberó de los intrincados pliegues de sus mantos y sacó la cabeza de la tela de raso de doble faz como una mala hierba salvaje y enmarañada—. Y como no parece correcto dirigirse a ellos en la corte…

—¡Pero si están conspirando! —protestó Gareth. Hizo una pausa mientras buscaba un lugar para tirar el manojo de collares y anillos pasados de moda entre la alta pila de libros, arpones y contenidos del bolso medicinal de Jenny sobre la mesa—. ¡Hablarles en la corte es un suicidio! ¿Y además no vais a pelear con él en la Gruta, verdad? Quiero decir… —Casi no llegó a contenerse para no señalar que en todas las baladas los Vencedores de Dragones habían matado a sus enemigos frente a las guaridas, no en ellas.

—Si lo ataco afuera y llega a volar, es el fin —replicó John, como si estuviera hablando de la estrategia del Backgammon—. Y aunque se me ha pasado por la cabeza que estamos en medio de una telaraña de complots, a nadie le conviene que el dragón siga en la Gruta. El resto del asunto es cosa mía. Ahora, ¿vas a guiarnos, o vas a dejarnos ir por la calle y preguntarle a quién sea dónde podemos encontrar a los gnomos?

Para sorpresa de Jenny y tal vez un poco para la suya propia, Gareth ofreció sus servicios como guía.

—Háblame de Zyerne, Gar —dijo Jenny, poniendo las manos bien adentro de los bolsillos de su chaqueta mientras caminaba—. ¿Quién es? ¿Quién fue su maestro? ¿En qué Linaje estaba?

—¿Maestro? —Gareth obviamente nunca había pensado en eso antes—. ¿Linaje?

—Si es maga, alguien debe de haberle enseñado. —Jenny miró al muchacho que se alzaba junto a ella mientras daban una vuelta para evitar un grupo de transeúntes que se agolpaba alrededor de unos malabaristas de la calle. Detrás de ellos, junto a una plaza con una fuente, un hombre gordo con la piel oscura de los sureños había instalado un puesto de comida y aullaba su mercancía entre nubes de vapor que perfumaban el aire crudo, neblinoso en metros a su alrededor.

—Hay diez o doce Líneas importantes que llevan el nombre de los magos que las fundaron. Había más, pero algunas decayeron y murieron. Mi maestro Caerdinn, y por lo tanto yo y otros discípulos suyos, o su propio maestro Spaeth, y otros alumnos de Spaeth, estamos todos en la Línea de Herne. Para un mago, saber que estoy en la Línea de Herne dice…, ah, muchas cosas sobre mi poder y mi actitud hacia el poder, sobre el tipo de hechizos que conozco, y sobre el tipo de hechizos que no usaré nunca.

—¿En serio? —preguntó Gareth fascinado—. No sabía nada de eso. Creía que la magia era sólo algo…, bueno algo con lo que se nace.

—Igual que con el talento para el arte —dijo Jenny—. Pero sin un buen aprendizaje, nunca se llega a la plenitud; sin el tiempo necesario dedicado al estudio de la magia, sin la lucha necesaria… —Se detuvo, con una sonrisa irónica hacia sí misma—. Todo poder tiene que pagarse -—continuó después de un momento—. Y todo poder debe salir de alguna parte, tiene que haber sido pasado por algún otro.

Era difícil para Jenny hablar de su poder; además de la confusión de, su corazón, había mucho en todo el asunto que los que no habían nacido magos no podían entender. En toda su vida, sólo se había encontrado con una persona que lo entendiera, y en ese momento, esa persona estaba junto al puesto de comida, manchándose la capa con azúcar.

Jenny suspiró y se detuvo para esperarlo en el extremo de la plaza. Allí el empedrado estaba resbaladizo por el aire del mar y la basura; el viento olía a pescado y, como todas las cosas de la ciudad de Bel, a la fuerza intoxicante e indómita del mar. Era una plaza típica de los cientos de barrios populosos del mercado y el puerto de Bel, rodeada en tres lados y medio por conventillos altos, desvencijados y dominado por las piedras viejas de una torre gris pizarra de reloj a cuyos pies había un altar descuidado que contenía una imagen maltratada de Quis, el enigmático Señor del Tiempo. En el centro de la plaza gorgoteaba una fuente de granito de base amplia y bordes carcomidos. El tiempo había vuelto suaves y blancas sus piedras por encima y las había ensuciado por debajo con el musgo negro verdoso que parecía crecer en todas partes en el aire húmedo de la ciudad. Las mujeres iban allí a buscar agua y pasar chismes, las faldas levantadas casi hasta los muslos, pero las caras cubiertas con modestia con velos de lana tosca atados en nudos bajo el cabello para impedir que colgaran frente a las manos.

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