No había forma de conjugar la imagen del dragón en su cristal redondo, pero Jenny se sentó de pronto donde estaba sobre la basura ennegrecida y suelta de la ladera y sacó el pedazo de cristal blanco y sucio con cadena del bolsillo de su chaqueta. Oyó que Gareth la llamaba desde la cima de la ladera, pero no le devolvió ni una palabra ni una mirada. Del otro lado del valle, Osprey saltó las ruinas partidas de las puertas destrozadas sobre los escalones de granito; sombras frías y azules cayeron sobre él y sobre su jinete como una capa cuando la Puerta se los tragó.
Hubo un fulgor y un rayo cuando la luz débil del sol tocó las facetas de la joya. Luego Jenny tuvo una impresión confusa de paredes labradas en piedra que podrían haber contenido al palacio entero de Bel, un techo de caverna erizado de dientes de piedra desde los cuales colgaban las viejas cadenas de las lámparas en espacios aéreos vastos, color cobalto…, umbrales negros que desgarraban las paredes; el más grande de todos se abría hacia el otro extremo de la sala…
Jenny unió las dos manos alrededor de la joya tratando de ver en sus profundidades, esforzándose por pasar más allá de las cortinas de ilusión que tapaban al dragón de su vista. Pensó que veía el brillo difuso de la luz del sol sobre la cota de malla y vio cómo Osprey tropezaba sobre la basura ennegrecida de huesos chamuscados y monedas olvidadas y postes medio quemados que cubría el suelo. Vio que John lo sacaba del tropezón y vio el brillo del arpón en su mano… Luego algo saltó de las puertas interiores, como un chorro de agua que salpicaba, viscoso sobre la ceniza seca del suelo, alzándose en una cortina de fuego.
Hubo una oscuridad en el cristal y en ella, dos lámparas de plata encendidas.
Nada se movía alrededor de Jenny, ni el movimiento frío del aire de la mañana, ni la luz del sol que le entibiaba los tobillos dentro de las botas de cuero de ciervo donde descansaban sus pies sobre la ladera cortada de grava y maleza, ni el olor ventoso del agua y la piedra que llegaba desde abajo, ni los ruidos pequeños de los caballos inquietos, más arriba. Entre sus dos manos, los bordes del cristal parecían arder en luz blanca, pero el corazón de la piedra estaba oscuro; a través de esa oscuridad, sólo llegaban imágenes fragmentarias…, una sensación de algo que se movía y era vasto y oscuro, la curva móvil del cuerpo de John cuando arrojaba el arpón y los giros nebulosos del humo cegador.
De alguna forma supo que Osprey había muerto, tocado por la cola del dragón. Tuvo una visión breve de John de rodillas, los ojos rojos y hundidos por los vapores ácidos que llenaban la sala, tratando de apuntar otra vez. Algo como una ala de negrura lo cubrió. Jenny vio llamas de nuevo y, como una imagen extraña, separada, tres arpones que yacían como un espantapájaros destrozado en el medio de una laguna de barro ennegrecido y humeante. Algo dentro de ella se convirtió en hielo; sólo había oscuridad y movimiento en la oscuridad, y luego John de nuevo; la sangre salía de las roturas de su cota de malla, y él miraba una forma inmensa de sombra brillante con la espada en la mano.
La negrura se tragó el cristal. Jenny se dio cuenta de que le temblaban las manos y el cuerpo le dolía con un dolor que irradiaba de una semilla helada bajo su esternón; la garganta, un montón de cables retorcidos. Pensó ciegamente,
John
, y lo recordó entrando con indiferencia graciosa y grandes zancadas en el comedor de Zyerne, la armadura de exotismo y desafío protegiéndolo de las garras de su anfitriona; recordó el brillo de la luz del día de otoño sobre sus anteojos cuando estaba hundido hasta los tobillos en la basura de los cerdos en el fuerte, estirando las manos para ayudarla a desmontar.
No podía concebir lo que sería la vida sin esa sonrisa rápida, triangular.
Luego en algún lugar de su mente lo oyó, llamándola:
Jenny…
Lo encontró en el suelo, justo un poco más allá del final del trapezoide de luz que pasaba a través del vasto cuadrado de las Puertas. Había dejado a Luna afuera; la yegua movía la cabeza con miedo por el olor acre del dragón que permeaba todo ese extremo del valle. El corazón de Jenny latía con tanta fuerza que le pareció que iba a vomitar; todo el camino por las ruinas de Grutas, había esperado que la forma negra del dragón surgiera de las Puertas.
Pero nada había sucedido. El silencio dentro de la oscuridad era peor de lo que podía haber sido cualquier sonido.
Después del brillo del valle, las bóvedas azules de la Sala del Mercado parecían casi negras. El aire estaba lleno de vapores que diseminaban la poca luz que había. Los olores atrapados le quemaban los ojos y la mareaban, mezclados con el humo del fuego y el mal olor pesado de la escoria envenenada. Hasta con la vista de maga, le llevó un momento acostumbrarse a la penumbra. Luego, se descompuso, como si la sangre que se esparcía por todas partes hubiera salido de su cuerpo y no del de John.
John yacía con la cara escondida por su brazo levantado, la capucha de cota de malla echada hacia atrás y el cabello que había debajo teñido de sangre en los lugares en que el dragón parecía habérselo arrancado del todo. La sangre corría en un hilo largo de color tinta por detrás, por el lugar por donde John se había arrastrado cuando terminó la pelea junto al cadáver de Osprey, como un camino pegajoso hacia el bulto oscuro, vasto del dragón.
El dragón estaba quieto como una montaña brillante de cuchillos de obsidiana. En posición supina, era un poco más alto que la cintura de ella, una serpiente negra y brillante de cerca de doce metros de largo, velada en el humo blanco de sus venenos y en la negrura de su magia con los arpones clavados como dardos. Tenía una pata extendida hacia John, como si hubiera tratado de alcanzarlo y desgarrarlo con las últimas fuerzas y el gran talón yacía como una mano de esqueleto en un charco de sangre negra. La atmósfera parecía pesada, llena de un canto dulce, claro, que Jenny pensó que estaba tanto dentro de su cabeza como afuera. Era una canción con palabras que no entendía; una canción sobre las estrellas y el frío y el éxtasis de una zambullida larga en la oscuridad. Era una tonada a medias familiar como si Jenny ya hubiera oído antes una frase, hacía mucho tiempo y la llevara desde entonces en sus sueños.
Luego, el dragón Morkeleb levantó la cabeza y, por un segundo, ella lo miró a los ojos.
Eran como lámparas, un caleidoscopio blanco, cristalino, frío y dulce y ardiente como el centro de una llama. Se dio cuenta con una sensación brutal e intensa de que estaba mirando los ojos de un mago como ella. Era una inteligencia extraña, limpia y cortante como un pedazo de vidrio negro. Había algo terrible y fascinante en esos ojos; la canción en la mente de Jenny era como una voz que le hablaba en palabras que ella casi comprendía. Sentía que allí, dentro de ella, alguien llamaba al hambre que siempre la había consumido.
Con un movimiento desesperado, sacó sus pensamientos de allí y desvió la mirada.
En ese momento, comprendió la razón por la que las leyendas advertían que nunca había que mirar a un dragón a los ojos. No era sólo porque el dragón podía tomar una parte del alma y paralizar a su víctima mientras la destrozaba.
Era porque al escaparse de esa mirada, uno dejaba una parte de uno mismo hundida en esas profundidades de cristal y de hielo.
Se dio media vuelta para huir, para dejar ese lugar y esos ojos demasiado sabios, para escapar de esa canción que murmuraba su armonía dentro de los huesos del que la miraba. Y habría huido pero su pie enfundado en la bota rozó algo al darse la vuelta. Miró entonces hacia abajo, al hombre que yacía a sus pies y vio por primera vez que sus heridas todavía sangraban.
—¡No es posible que se esté muriendo! —Gareth terminó de poner un montón de ramas recién cortadas junto al fuego y se volvió hacia Jenny, con súplicas en los ojos. Como si ella, con el poder que quedaba en su mente paralizada, pudiera hacer verdad ese deseo, pensó Jenny.
Sin hablar, se inclinó para tocar la cara fría como el hielo del hombre que yacía cubierto con la capa y la piel de oso, bien cerca de las llamas temblorosas.
Había sabido que todo terminaría así cuando aceptó a John por primera vez. No debería haber cedido nunca a la travesura de esos ojos castaños. Debería haberlo alejado de ella y no ceder a esa parte débil de sí misma que murmuraba:
—Quiero un amigo.
Se puso de pie, se sacudió las faldas y se colocó la capa alrededor de la chaqueta de cuero de oveja. Gareth la miraba con ojos de perro asustado y herido; la siguió hacia el montón de paquetes al otro lado del fuego.
Ella podría haber tenido amantes. Siempre hay quien quiere dormir con una maga por la novedad o la suerte que dicen que trae. ¿Por qué lo había dejado quedarse hasta la mañana y había hablado con él como si no fuera un hombre y un enemigo que desviaría su alma a pesar de que ya entonces lo sabía? ¿Por qué le había dejado tocar su corazón tanto como su cuerpo?
La noche estaba inmóvil; el cielo, oscuro salvo por el disco blanco de la luna desmayada. Su luz fantasmal casi no delineaba los huesos rotos del pueblo vacío allá abajo. Un tronco se acomodó en el fuego moribundo; la chispa de luz tocó una mancha roja sobre los eslabones retorcidos de la cota de malla de John y brilló, pegajosa, sobre la palma de una mano abrasada. Jenny sintió que todo su cuerpo era una sola herida abierta de dolor.
Cambiamos lo que tocamos, pensó. ¿Por qué había dejado que él la cambiara? Ella había sido feliz, sola con su magia. La clave de la magia es magia…, debería haber cumplido con ese precepto desde el comienzo. Había sabido incluso en ese entonces que él era un hombre capaz de dar su vida por ayudar a otros, incluso a otros que no conocía.
Si hubiera esperado a Zyerne…
Alejó la idea de ella con violencia amarga, sabiendo que la magia de Zyerne podía haber salvado a John. Había querido llorar todo el día, no sólo de dolor sino también de rabia ante sí misma por todas las elecciones del pasado.
La voz de Gareth, débil y suplicante como la de un niño, quebró su círculo de odio a sí misma.
—¿No hay nada que podáis hacer?
—He hecho lo que puedo —replicó ella con cansancio—. Le lavé las heridas y las cerré y puse hechizos de curación sobre ellas. La sangre del dragón es un veneno en sus venas y ha perdido demasiada sangre propia.
—Pero tiene que haber algo… —En el brillo leve del fuego, ella se dio cuenta de que el muchacho había estado llorando. Ella tenía el alma fría ahora, y seca como la piel de John.
—Ya lo has preguntado siete veces desde que ha oscurecido —dijo—. Está más allá de mis habilidades…, más allá de los poderes de las drogas que tengo, más allá de mis poderes mágicos.
Trató de decírselo a ella misma: incluso si no lo hubiera amado, incluso si no le hubiera dado el tiempo que tenía para el estudio, habría sido así.
¿Habría podido salvarlo si no le hubiera dado todas esas horas; si hubiera pasado todas esas mañanas meditando entre las piedras en la soledad de la cumbre de la colina en lugar de estar hablando con él en su cama?
¿O sólo habría sido un poco más deprimente como persona, un poco más loca, un poco más como la peor parte de sí misma, un poco más como Caerdinn?
No lo sabía y el dolor era casi tan grande como el dolor de pensar que en realidad sí lo sabía.
Pero sólo tenía sus pequeños poderes, hechizos escritos de a una runa por vez, con paciencia, en un pensamiento que crecía lentamente. Detuvo su mente, la calmó como hacía cuando quería hacer magia, y se dio cuenta de que no podría curarlo. ¿Qué podía hacer por él entonces? ¿Qué había dicho Mab, al hablar de curaciones?
Se pasó las manos por el largo cabello, sacándoselo de la cara y el cuello. Le dolían los hombros entumecidos; no había dormido en dos noches y su cuerpo se resentía.
—Lo único que podemos hacer es seguir calentando piedras y ponerlas a su alrededor —dijo finalmente—. Tenemos que mantenerlo caliente.
Gareth tragó saliva y se rascó la nariz.
—¿Sólo eso?
—Por ahora, sí. Si parece un poco más fuerte por la mañana, tal vez podamos moverlo.
—Pero sabía en su corazón que John no viviría hasta la mañana. Como el eco de un susurro, la visión del cuenco de agua volvió a ella, una pesadilla amarga de esperanza fallida.
Gareth se ofreció, tembloroso.
—Hay médicos en Halnath. Policarpio, en primer lugar.
—Y un ejército alrededor de sus muros. —La voz de Jenny sonaba fría en sus propios oídos—. Si todavía está vivo por la mañana… No quisiera que te arriesgaras a estar cerca de Zyerne una vez más, pero por la mañana creo que deberías montar a Martillo de Batalla y volver a Bel.
Gareth pareció asustarse ante la sola mención del nombre de Zyerne y ante la idea de tener que enfrentarse a ella solo, pero asintió. Jenny notó, interesada en una parte distante de su alma agotada, que después de haber buscado el heroísmo toda su vida, Gareth no retrocedía ante él aunque tal vez lo temía. Jenny siguió hablando.
—Ve a casa de los gnomos y busca a la señora Mab. Tal vez las drogas de los gnomos estén atrapadas en la Gruta pero… —La voz se interrumpió. Luego repitió en voz baja—: Las drogas de los gnomos.
Como agujas y alfileres sobre un miembro entumecido, con el dolor de la esperanza renovado como una onda súbita de agonía. Jenny murmuró:
—Gareth, ¿dónde están los mapas de John?
Gareth la miró parpadeando sin comprender, demasiado preocupado en ese momento con su miedo ante Zyerne para darse cuenta del sentido de las palabras de la maga. Luego pegó un salto, la esperanza llenó su rostro, y dejó escapar un grito que tal vez se oyó hasta Bel.
—¡Los Lugares de Curación! —gritó, le pasó los brazos por el cuello y la levantó del suelo—. ¡Lo sabía! —gritó, con toda su joven impertinencia—. ¡Sabía que vos podríais encontrar una forma! Podréis…
—No sabes nada. —Ella peleó para liberarse, enojada con él por expresar lo que ya estaba moviéndose en sus propias venas como un trago largo de coñac barato. Pasó corriendo junto al muchacho y casi voló hasta John, mientras Gareth, que se bamboleaba como un gran muñeco, empezaba a revolver el campamento en busca de los mapas.
Si había algo peor que el dolor de las desesperación, pensó Jenny, era el dolor de la esperanza. Al menos la desesperación descansa. Ahora el corazón le golpeaba como un martillo mientras quitaba de la frente de John el cabello rojizo, casi negro ahora contra la carne sin sangre. La mente de Jenny corría por delante, pensando en las drogas de las que había hablado Mab: líquidos destilados para detener y fortalecer el latido del corazón, que era casi un hilo ahora; ungüentos para curar la piel; y filtros para actuar contra el veneno y devolverle la sangre que había perdido. Habría libros de hechizos también, pensó ella, escondidos en los Lugares de Curación, palabras con las cuales atar el alma al cuerpo hasta que el cuerpo mismo pudiera recobrarse. Las encontraría, se dijo con desesperación, debía encontrarlas. Pero sabía lo que había en juego y el peso de ese conocimiento latía sobre su corazón como una piedra enorme. Durante un momento, se sintió tan cansada que casi deseó que John estuviera muerto porque entonces ya no tendría que seguir luchando y ya no habría la amenaza del fracaso.